Hay un ritual que se repite cada año cuando dan el Nobel de Literatura: reírse de Murakami y que en EEUU se pregunten qué hacen mal para que nunca se acuerden de ellos para este premio. No resulta fácil explicar esta ausencia de escritores americanos en las casas de apuestas por el Nobel, sobre todo cuando algunas de las acusaciones que se le hacen parten de la idea de que es una literatura “demasiado encerrada en sí misma”.

Otra acusación genérica es la de tratarse de una literatura que se sostiene gracias a un entramado financiero que convierte las historias en simples productos. Esta expresión fue la de Horace Engdahl cuando le preguntaron hace unos años por el asunto. Según él, la profesionalización del trabajo de escritor por la existencia de premios y soporte financiero ha tenido como resultado la creación de escritores “institucionalizados” que viven y al mismo tiempo alimentan al sistema. “Antes los escritores deberían trabajar como taxistas, oficinistas, secretarios y camareros para ganarse la vida. Samuel Beckett y muchos otros vivieron de este modo. Era duro pero ellos se construyeron a sí mismos, desde una perspectiva literaria”.

Incluso asumiendo lo absurdo de esta afirmación, Cormac McCarthy, por ejemplo, fue militar de carrera y locutor radiofónico antes de escribir su primera novela ya adentrado en la treintena. Chuck Palanhiuk fue mecánico, asistente social, conductor de ambulancias de enfermos terminales, antes de saltar a la fama. En cambio, Svetlana Alexievich, la última ganadora del Nobel, ha trabajado siempre en revistas literarias y como periodista. En España habría sido firme candidata a ganar el Premio Planeta, por ejemplo.

Por tanto, es un tanto hipócrita por parte de la comisión del Nobel de Literatura exponer tales argumentos. Engdahl afirmó que los escritores asiáticos y africanos tienen más libertad creativa que los occidentales. Pero la comisión no ha tenido reparos en premiar a varios escritores europeos en los últimos tiempos igual que hace más de un siglo premió al español Echegaray o posteriormente a Cela por motivos simplemente endogámicos. De hecho, desde que empezó el siglo XXI la mayoría de los premiados han sido europeos o, como es el caso de Coetzee, prácticamente han desarrollado aquí casi toda su carrera literaria.

Engdahl, ante este tipo de cuestiones, se revuelve hablando de que la transgresión que se observa en la literatura norteamericana es “falsa, estratégica”. No cruzan ningún límite porque han crecido en sociedades sin límites.

Al principio, viendo este panorama, pensé en escribir este artículo como unas “instrucciones para ganar un nobel”. La primera de ellas es sin duda renunciar a ser estadounidense o al menos a reflejar que has nacido o crecido allí. El resto de los escritores sí pueden permitirse ese lujo aunque nos resulte complejo entender la vida de una aldea china. La siguiente opción es expatriarse. Irse a vivir a París o a algún país europeo donde parezca que se es un exiliado. Aunque resulte demasiado obvio que hoy en día Jane Austen habría crecido en Detroit. Escribir sobre burkas y olivos marchitos tiene más éxito que hacerlo sobre la crisis familiar en la clase media desintegrada de las sociedades occidentales. Quizá porque no te toca a tu propia estructura cultural y de ese modo la literatura no actúa como reverso tenebroso del lector. Se vuelve amable hablar de las miserias ajenas.

Eso nos lleva a otra parte de las instrucciones. Ser profundo, pero no demasiado. De Alexievich se resalta su crudeza descriptiva de la realidad. Sin adentrarse en sus causas o efectos. Interesa que no pone en cuestión la condición humana ni sus creaciones institucionales. Es decir, es la clase de autora que hace sentir inteligentes a sus lectores pero sin llegar a hacerles pensar. El sándwich vegetal con pollo de la literatura. Esto implica que bajo ningún concepto se debe huir de lo real, y ello excluye a buena parte de la literatura clásica. Ni Shakespeare, Cervantes, todo el círculo de Ginebra (Mary Shelley o Byron) serían considerados a un Nobel hoy en día.

Esto nos pone en una clara tesitura de pasmo intelectual cuando pensamos que Don DeLillo, Philip Roth, Joyce Carol Oates o John Updike (cuando vivía) se quedan fuera de todo reconocimiento por parte de la academia porque no participan de un recetario al uso.

Tampoco debemos despreciar la literatura de Alexievich. Este artículo no va de su calidad literaria sino del desprecio de la Academia del Nobel por los escritores estadounidenses. Después de todo, la buena noticia es que se hayan fijado en una escritora de no-ficción para el premio. Tan solo Mommsen, Bertrand Russell o Winston Churchill lo habían hecho previamente. La escritora bielorrusa muestra en su narrativa una galería de traumas rusos nacionales. Cualquiera que se acerque a sus literatura encuentra una documentación exhaustiva, como por ejemplo hizo en Boys in Zinc, donde mostraba un retrato de los hijos muertos de la guerra soviética de Afganistán.

¿Valen más los soldados soviéticos que los americanos? Cuando a Sinclair Lewis, el primer estadounidense en recibir el Nobel de Literatura le preguntaron por la narrativa de su país contestó que el mundo estaba más dispuesto a mirar al cine o a la arquitectura de EEUU antes que a escritores como Whitman o Twain. De hecho, Lewis fue considerado al premio por su crítica directa a su propio país, en especial a sus políticas.

Quizá persista en el comité del Nobel el “Miedo a Pearl Buck”, premiada en 1938 y autora de Viento del este, viento del oeste. Sin embargo, su obra ha envejecido razonablemente mal, siendo un ejemplo habitual de Nobel literario entregado con demasiada premura (apenas habían pasado diez años entre su primer libro y el premio).

Philip Roth

Philip Roth

También es posible que exista en el comité del Nobel un miedo al apabullante sistema de exportación cultural norteamericano. Tan solo New York exporta al mundo más cantidad de productos culturales que toda Europa en su conjunto. La industria editorial neoyorquina es descomunal si la comparamos con cualquier país del mundo en su conjunto. Philip Hensher en el New York Times ponía al Nobel en la línea de los grandes premios literarios como el Booker: su única finalidad es vender. En el caso del Booker, es imagen de lo que pretende vender, capitalismo a través del modelo de producto exitoso. En el caso del Nobel, cultura esnobista a través del producto elitista. En ambos casos, como resalta Hensher, no hay intención de valorar la “apertura mundial de su narrativa” como suele argumentar el comité del Nobel para arrinconar a la literatura norteamericana actual.

Muchos ven también cada año una oportunidad para someter a referéndum mundial a la literatura americana. Cuando Engdahl lanzó su crítica al sector editorial de EEUU estaba mezclando literatura producida con literatura editada. Rechazaba la capacidad de innovar de sus escritores (introduciendo además el equivocado mantra de que solo la innovación y la transgresión deben ser consideradas) por el hecho de que apenas un 3% de los libros que se editan son traducciones extranjeras. Sin embargo, al mismo tiempo, olvidaba que se trata de un mercado editorial donde se venden cerca de 60 millones de libros en lengua no inglesa. ¿Cabe preguntarse entonces si el lector medio europeo es más ignorante porque apenas lee en una lengua que no sea la suya? Y si tomamos esa pauta, ¿cuántos libros se editarán traducidos a la lengua local en Bielorrusia? Es evidente que se trataba de otro argumento descabellado.

Por otra parte, como sucede con los Óscars, existe en la práctica una categoría de No-Premiados ilustres que van de Proust a Nabokov, en la que empiezan ya a circular los nombres de Updike (al estar fallecido no lo ganará nunca), o DeLillo y Philip Roth. Al igual que en los premios cinematográficos, algunos miembros de la Academia Sueca se han despachado con premisas políticas antiamericanas que nada tienen que ver con la literatura. El inglés Harold Pinter criticó en 2005 a EEUU por sus “crímenes de guerra” argumentando que nunca se daría un premio a este país para no justificar su cultura bélica. Lo cierto es que, en realidad, el último estadounidense nacido en su territorio en ganar el Nobel fue Steinbeck en 1962. Los posteriores a él no habían nacido en el país.

Llegados a este punto, los propios americanos se preguntan si no ha llegado el tiempo ya de renovar su propia perspectiva literaria. Dicen “ok, tenemos a Pynchon, a McCarthy, a Roth, pero, ¿y si probamos con escritores que no estén criados en el estupor de la Guerra Fría, en la cultura de frontera del Oeste o en los prejuicios judíos de Newark, en los dramas familiares claustrofóbicos?”. Desde EEUU se hace una crítica también a sus propios creadores, valorando que quizá una de sus mayores obras del final del siglo XX sea El Arco Iris de Gravedad (Pynchon) que fue publicada en 1973.

El mayor crítico de todos fue Foster Wallace, quien ya apuntó que realmente el punto clave estuvo en Updike. Después de él, decía el malogrado Wallace, lo que siguió fue, en sus propias palabras, una literatura de Grandes Hombres Narcisistas que recreaban un panteón de la América de postguerra: “El mismo mundo que les rodea, tan bello como ellos lo ven y lo describen, parece existir para ellos sólo en la medida que evoca impresiones y asociaciones y emociones en su propio interior”.

Noelia Arlandis