El tiempo que va desde la publicación de Eros y Civilización (1955) y El final de la Utopía (1968) marca la disolución definitiva de algunas de las grandes verdades del siglo XX y el lento comienzo del XXI. El siglo pasado quizá haya sido el más corto en términos históricos de cuantos haya conocido nuestra civilización. Se alumbró bajo las ruinas humeantes de Hiroshima y Dresde y terminó cuando la gran fiesta del comunismo dibujó una resaca de purgas y economías devastadas. Esa victoria silenciosa de la fe habría de consagrarse en el abandono del patrón oro y el carpetazo a un proyecto fallido: el siglo XX.

Francia había sido el referente de cada revolución nacida en la contemporaneidad a pesar de que las raíces fueran cristianas (franciscanas para ser más exactos) y se produjeran antes en el mundo anglosajón. Lo que había aportado Francia era un modelo cultural muy sólido para la permanencia del sentido de revolución. A diferencia de las Revoluciones Inglesa y Norteamericana, el resultado en Francia fue el de una permanente vigilancia sobre unos valores mínimos. El constitucionalismo, la libertad de expresión que cimentó la expulsión de Luis Felipe de Orleans, la consabida igualdad, libertad, etc.

Era el peso de la cultura como represor de todos los elementos que no servían a la sociedad que los ha emanado. Marcuse, al escribir precisamente Eros y Civilización, está poniendo de relieve el valor que tiene la cultura como una herramienta que permite encauzar las pasiones que nos son inherentes como especie. Sin cultura no hay encauzamiento y el río se desborda. Tanto se desbordó que en mayo de 1968 parecía que iba a alumbrar una revolución, finalmente convertida en revolución-fiesta y finiquitada cuando llegaron las vacaciones y aquella utopía se diluía en las manifestaciones de apoyo a De Gaulle.

Sin embargo, era el ejemplo de un país construido en torno a una cultura, a una forma de encauzar y transmitir unos valores. Más allá del final de los 60 comenzó a surgir un constructo postmoderno de las sociedades basado en la ausencia de control cultural. La represión como forma de hacer que todos participáramos de un sentido de comunidad que a Europa le costó varios siglos de guerras, revoluciones, movimientos políticos, sociales, fue perdiendo valor. En pos de una pretendida “libertad de libertades” se buscó el deshilachamiento de las identidades no como forma de construir una sola sino como negación del sincretismo.

En ese crisol, quien tiene una cultura fuerte, y los musulmanes, qué duda cabe, la tienen, acaba por ser imperante. Han comenzado a surgir ya voces desde las culturas a las que se pretendió diluir, lo que incluye a sectores muy conservadores de diversas religiones y sectores políticos, que hablan de que el ataque a Charlie Hebdo tiene un atisbo de “justificación” en lo ofensivo de las viñetas. De pronto hemos descubierto que el constitucionalismo liberal ya no era algo que nos sirviera en el contexto de una Europa donde la economía se asienta cada vez más en un capitalismo feudal.

charlie hebdo

La Neo-Edad Media se desenmascara como un reencauzamiento natural de nuestra cultura evocado por la inconsistencia de quienes abandonaron esa misma represión en el último tercio del siglo XX. Uno de los derechos que adquirimos durante siglos fue el derecho a blasfemar si se deseaba, como forma de convertir lo religioso en relato, y de esta forma permitir que el Estado fuera un ente separado de cualquier confesión o dogma. Pero esa separación entre Iglesia y Estado se descompuso en el momento en el que emergía la religión del dinero su Templo ocupó el lugar que le correspondía a la soberanía nacional.

Desplazados los dioses integrados en una fuerte cultura, se pretendió que fuera el Dios-Dinero el que agrupara a musulmanes, cristianos, judíos, ateos, o cualquiera que fuera su confesión bajo una promesa utópica. Como todo Paraíso, nunca llegó para la mayoría. Y tras ese fracaso, incluso entre aquellos que lo alcanzaron como se ha demostrado entre los jóvenes yihadistas de clase acomodada de Inglaterra y Francia que se han convertido en “santos guerreros”, vino el desastre.

Nos olvidamos de comprender que no ha existido más choque entre civilizaciones que el que tiene lugar en el interior de las mismas. No ha existido jamás un enfrentamiento Occidente-Islam, sino que incluso los tres días que han asolado París son un episodio más entre la guerra interna de los musulmanes, ocupada ahora por Al-Qaeda y el Estado Islámico en una carrera del horror por ver quién es más radical.

En lugar de ello, la mayor amenaza no será solo el reguero de cadáveres que dejan estos días, sino la muerte de unos valores defendidos a sangre y fuego por nuestra cultura que nos permitieron adquirir el compromiso de la libertad en el marco de una cultura definida.

Aarón Reyes (@tyndaro)