Black Mirror es una serie que ha acaparado todos los debates en este mundo seriéfilo que nos asola en los últimos meses. Su formato innovador en el que no existe un hilo conector argumental entre capítulos aunque todos giren frente a la misma idea, ha hecho de esta producción de Brooker un auténtico fenómeno entre los aficionados partícipes de esta nuestra burbuja de series.

He de decir que me declaro una absoluta fan. Creo que algunos capítulos de Black Mirror son sencillamente brillantes por la sutileza de unas metáforas futuristas que cada vez se acercan más a un futuro cercano, casi presente en algunos casos. Son muchos los capítulos que han conseguido inundar las mentes de reflexiones y autocríticas, pero hoy me gustaría centrarme en uno.

Algunos capítulos de la serie como el que inauguró la primera temporada, The National Anthem, dieron muchísimo que hablar. Un primer ministro fornicando con un cerdo ante máxima audiencia, ¡dios santo! Cómo para pasar desapercibido. Sin embargo, ha habido otros que quizá no han suscitado tanto interés entre el público o las opiniones del mismo han estado más polarizadas. Algunos medios como El País lo colocaron en décimo lugar del ranking de capítulos. Hoy quiero hablaros de White Bear.

White Bear es el segundo capítulo de la segunda temporada de la serie. Por si acaso hay dudas, cerrad esta página ya si no lo habéis visto porque se avecinan spoilers.

Black Mirror

El capítulo comienza con Victoria Skillane, una mujer en edad adulta que se despierta en una silla con síntomas importantes de desorientación. Bajo sus pies hay montones de pastillas esparcidas por el suelo y en la pantalla de su televisión un símbolo extraño que la desorienta más si cabe. A nuestra protagonista parece habérsele borrado la memoria. No recuerda quién es, no tiene pasado excepto algunos destellos de imágenes que rebrotan en su mente.

Vemos una foto de una niña que parece ser su hija, un hombre conduciendo a su lado… pero nada clarifica al espectador quién se esconde tras esta misteriosa mujer. Decide salir de su casa para buscar ayuda y todos sus vecinos la miran desde sus ventanas con sus smartphones en mano. Ninguno se inmuta, nadie le responde a quién es realmente ella, sólo se limitan a filmar. A esta secuencia de escenas realmente inquietantes para el espectador se suma un hombre encapuchado y armado que empieza a seguirla con una escopeta con el fin de matarla.

Hasta aquí, se nos presenta un clima donde la sociedad se recrea con la angustia ajena y en su egoísmo niega cualquier tipo de ayuda a una persona en situación de necesidad. A medida que el capítulo avanza, vemos cómo nuestra prota encuentra una aparente aliada que le explica que los que las persiguen son los cazadores, the hunters. El resto de personas se encuentran en una especie de hipnosis por el símbolo que aparece en sus pantallas –y que aparecía en la pantalla de televisión antes mencionada- y por eso se limitan a fotografiar lo que sucede sin intervenir en el conflicto. Viven una especie de zombificación social.

Aparecen otros personajes conforme avanza el capítulo que parecen querer ayudarla pero finalmente intentan asesinarla mediante torturas despiadadas. Victoria y su aliada escapan y llegan por fin a su destino, White Bear, un servidor que suministra electricidad a la población y que es  fundamental para tenerla controlada mediante la proyección del símbolo misterioso.

Es aquí cuando se da un giro argumental bestial. Aunque el capítulo nos proporcione algunos cabos durante su desarrollo, es muy difícil atarlos y descubrir qué pasa realmente alrededor de nuestra protagonista.

De repente su aliada y los personajes que habían girado en torno a ella la sientan en una silla y aparece delante de todo un público que aplaude ante la majestuosa obra. Y White Bear nos sorprende dando una patada en la cara a cualquier expectativa que tuviéramos sobre el final.

Nuestra protagonista es en realidad una mujer incriminada en el asesinato de una niña (la que se nos invitó a creer que era su hija) junto a su pareja, que se suicidó en la cárcel. Ella apoyó el crimen grabando cómo éste la torturaba hasta la muerte. White Bear Justice es un parque temático donde recrean cada día una situación de vida o muerte para Victoria, la supuesta asesina. Descargas eléctricas en el cerebro para que olvide al despertar, y la historia se repite. Cuando ella descubre quién es, no puede parar de llorar al no recordar absolutamente nada. La pasean todas las noches en un coche acristalado donde cientos de personas la insultan, le tiran objetos manchados de sangre, pancartas con consignas de “asesina”, etc. Es la pura recreación del disfrute de la humillación. Al día siguiente, vuelta a empezar el sufrimiento. El parque temático está abierto al público: se les dan instrucciones antes de comenzar y a disfrutar siendo actores en este juego macabro para torturar a Victoria.

Los análisis que circulan por Internet en cuanto a este episodio son controvertidos. Algunos dicen que es la radicalización de la crítica a los realities, donde miles de personas disfrutan inertes y apáticos del sufrimiento ajeno. Pienso que es un análisis muy parcial y que contribuye a simplificar la idea que nos quiere transmitir White Bear. Otros hablan de que es una crítica a esas personas que increpan en los juzgados a supuestos culpables que pueden ser inocentes, justificando que no está claro si el marido de Victoria la obligó a grabar el vídeo de la tortura.

Nadie se ha parado a plantear, ¿y si fuera cierto? ¿y si Victoria asesinó a esa niña? ¿Merece también vivir en esa tortura diaria de descargas, aislamiento, desorientación y casi muerte siendo la atracción de un parque temático familiar?

White Bear nos empapa porque trata una idea fundamental: la venganza. Cómo la sociedad sigue entendiendo que ante este tipo de crímenes, la solución es la humillación absoluta recreándose en métodos cuasimedievales.

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Me atrevería a decir que White Bear es también una crítica a los sistemas penitenciarios. Un sistema que promueve la venganza como método de castigo a los y las presas. Un sistema que, en España, tiene un 32% más de presos que el resto de Europa con un aumento de la duración de penas siendo además uno de los países con menores tasas de criminalidad. A ello se le suma un pensamiento colectivo que entiende los centros penitenciarios como sitios donde los culpables tienen que pudrirse entre rejas. El peligro de esta afirmación es abismal. Entender que esos usuarios son irrecuperables es entender que “la maldad” o la “tendencia a” son innatas en el ser humano. La vida es demasiado compleja como para simplificar semejante debate. Todas las personas tienen derecho a vivir dignamente en un lugar donde poder cumplir condena aprendiendo a reinsertarse en una sociedad que, por cierto, nadie cuestiona.

White Bear es una crítica también a los medios de comunicación, partícipes del linchamiento colectivo. Cuántas veces no habremos oído en debates ante violaciones y crímenes grotescos que ojalá les pasase lo mismo a los supuestos culpables, que ojalá los mataran y supieran el dolor que se siente. Ellos también son culpables de seguir sentando las bases de una sociedad que no quiere perdonar. Una sociedad que necesita constante venganza pero que cuando consigue meter entre rejas a los culpables se olvida de ellos. Es la sociedad de ese Estado del bienestar que se estrella en los muros de las prisiones.

White Bear es la culminación de todo un aparato de humillación: la recreación de un parque temático donde poder humillar y torturar en nombre de la venganza. Un sistema de pensamiento que niega de forma radical ni un ápice de empatía hacia los culpables. Un sistema de pensamiento que refuerza así, indirectamente, la idea de que quienes matan lo hacen porque es algo innato en su naturaleza, no hay posibilidad de cambio ni de perdón.

White Bear es un capítulo imprescindible porque nos abre un debate más que necesario en nuestras sociedad: cómo luchar contra todos los que promueven ese pensamiento.

White Bear es la crítica al fin de la cultura de la reinserción.

Belén Martínez González (@BelenLynx)