El año cinematográfico en el Campo de Gibraltar ha sido muy especial. La puesta de largo del documental sobre el genio Paco de Lucía se pisó con el estreno de El niño. Los elogios recibidos por la primera y el éxito de taquilla de la segunda pusieron a Algeciras debajo del foco del celuloide patrio y la gente de la zona sacó ese orgullo provinciano en virtud del cual uno se enorgullece de ver en la gran pantalla aquello que reconoce e ignora todos los días detrás de su ventana. Poco después, apenas un par de meses, el principal cine de la comarca, sito en un polígono industrial colindante con una refinería, cerró. Sic transit gloria mundi.

Metafóricamente hablando, un servidor casi cerró aquellas salas. Fue precisamente viendo El niño. Las cosas que se hacen por esquivar la soledad. El film, que diría un cursi, cuenta la historia de un sub-producto del sistema educativo logsiano cuyo único mérito en la vida es conducir motos acuáticas y lucir su tipo de ligón de playa. En esto, y gracias a su amigo del alma, se introduce en “el negocio” y comienza a ganar dinero trayendo grifa del Norte de África. El nudo se desata como en la mayoría de las películas españolas: corrupción, pechos al aire y moralismo maniqueo con tufo a pachuli. No se asusten. Si no se toman el film muy en serio, se dejan llevar por las escenas de acción y le echan un chorreón de ginebra a la Coca-Cola, pueden pasar hasta un buen rato.

Yo habito en una autoridad municipal independiente (que en contra de lo indicado por su nombre depende de otro pueblo) a treinta minutos en coche de los cines ahora clausurados. Allí se departió mucho sobre El niño, especialmente del protagonista. Entre la revolución hormonal desatada entre mis alumnas y las acusaciones de homosexualidad de los chicos, se generó un debate superficial sobre drogadicción, economía sumergida y el papel de Jesús Castro. Algo es algo. Tanta polémica se zanjó con miradas hacia otra parte en los temas principales y una condena leve a la interpretación del protagonista. Y es que no se puede, con el mismo rictus impertérrito, desaprobar a un capo de la droga y ligarse a una magrebí con piel de cadena.

De cualquier manera, los cuentos de hadas y princesas funcionan. Estar en un módulo de Formación Profesional, pasar un casting y convertirte en estrella de la gran pantalla es un sueño inspirador capaz de hacer volar a los pajaritos de cualquier mediocre que respira por un golpe de suerte. Las quimeras regaladas sin esfuerzo son más apetecibles. Ser un estudiante de grado medio de Electrónica bendecido con unos ojos azules es más fácil que aprender a manejar el tenebrismo con una cámara. Aunque tampoco puedes desear aquello que no conoces.

No es que yo sea un intelectual en continua efervescencia cinematográfica. Lo reconozco, mi vida diaria es más bien gris oscura. En mi descargo vaya que la gran mayoría de las personas con quien hablo de lunes a viernes, o no conocen a Clint Eastwood, o lo asocian con el tipo duro de Harry, El Sucio. Tampoco les interesa el intelecto atormentado de Alan Turing, ni la dramática interpretación de Cumberbatch. Y menos la Segunda Guerra Mundial. Se sienten más cercanos, sin pasarse, a la tragedia vital de Stephen Howking (¿es el científico un icono de la economía de mercado?) y muestran cierta inquietud por ver La teoría del todo. Por el contrario, Marion Cotillard, Julianne Moore y Meryl Streep son completas extrañas, al igual que Robert Duvall (hay estupideces que deberían castigarse con la hoguera) o Michael Keaton. Hollywood está demasiado lejos de un pueblo cuyo pulso late a un ritmo diferente.

Porque al final, no nos engañemos, Hollywood es una burbuja dorada. Brutal, acaparadora, potente… pero burbuja. Tengo el recuerdo de mi etapa de universitario, cuando hacía una tourné por la lista de películas premiadas como un devoto visita sagrarios. Con la edad, tras comerme algún que otro truño, abandoné el postureo intelectual y empecé a seleccionar más concienzudamente, persiguiendo mis gustos. El cine no me da de comer y la vida laboral aprieta mucho más que la universitaria. Con todo, de vez en cuando sigo cayendo en el capricho de retornar a mis años mozos y meterme “por obligación” en lo que unos señores académicos que viven en los Ángeles dicen que es bueno. Pues fallos y olvidos, como en todo, los hay. Y es que mi corta mente no entiende como Match Point no tiene una estatuilla dorada (o varias).

Conozco gente, cinéfila empedernida o simplemente amante de la cultura en su sentido menos antropológico, que continúa dejándose aconsejar por la Academia. No son solo estudiantes de Comunicación paliduchos capaces de tragarse un ciclo completo de cine iraní sin pestañear. Es gente más o menos normal, como usted, de la que gusta de ir al cine a algo más que a tirarse en un sillón y a esperar que pasen, sin pena ni gloria, dos horas de su existencia. Este grupo es el target a quien van destinados los Oscars. La pregunta es ¿cuántos son en España? ¿Qué margen de beneficio suponen?

En el núcleo de población donde me han destinado son pocos. Es un asunto numérico, son 3.200 habitantes. Pero también es una cuestión cualitativa. Aquí, como en muchas otras partes de nuestro país, hay preferencia por otros entretenimientos. A la cabeza, el deporte, desde el todopoderoso fútbol al tan de moda running (antes se llamaba ir a correr, pero así suena mejor y puedes hacerte un selfie con las zapatillas deportivas fluorescentes), del temerario barranquismo al clasista polo. Le siguen la cocina rural, el carnaval, el campo, las fiestas nocturnas y, por supuesto, la distracción a la cual los españoles rinden culto de manera más fervorosa, la televisión. El cine, como cualquier forma de arte, es un producto residual y, en gran medida, inaccesible. No importa mucho. Nadie ha protestado por haberse quedado sin cine en la comarca. Ni se quejarán por no poder ver en la gran pantalla a los premiados por la Academia estadounidense. Los debates sobre si la genialidad es tormento y soledad (The imitation game) o superación y esfuerzo (La teoría del todo) no se darán. Habrá dignas excepciones, rincones cultos interesados en preguntarse sobre la existencia humana, la belleza y el dolor. No se engañen, serán los menos. Es la sociedad que hemos criado.

Al día siguiente a los Oscars de lo único que se hablará, como en muchos otros sitios, será de las joyas deslumbrantes, de los vestidos de firma y de los peinados de las actrices en la alfombra roja. El elegante smoking será recibido indiferente en bata de boatiné (el glamour es una cuestión de perspectiva). La ceremonia y, sobre todo, el cine, quedará en nada. El nexo de unión lo pondrá el cotilleo sin morbo de Anne Igartiburu, quien enumerará parsimoniosa los nombres de los diseñadores que han vestido a las estrellas. Al otro lado, refugiada en una mesa de camilla, una abuela octogenaria criticará la espalda descubierta de una actriz de cuyo nombre no sabe pronunciar. Su nieta, por el contrario, soñará con una versión low cost de dicha prenda para lucirla en la próxima botellona, que “Mari, esa noche cae fijo”. Y entre copas de garrafa, presumiendo de estilismo, contará que lo copió “de una actriz que lo llevó a la fiesta de un señor llamado Óscar”.

Francisco Huesa (@currohuesa)