Desde que aquella bruja amiga de su exnovia le echó un mal de ojo, Vicente Araujo Oliva no levantaba cabeza. Los ajustes de personal se habían llevado por delante su puesto de último mono en la sección de local de un periódico. Su novia, cuando recibió la noticia, también lo despidió. Le fundamentó que aquello no iba a ninguna parte y que debían salir con otras personas, algo que ella consumó en sentido estricto la misma noche de la separación. Pero lo que más coraje le dio a Vicente fue perder, esa fatídica semana, la final del IV Torneo Provincial Plácido Fernández Viagas de ping-pon frente al chino Ma Tao, que aprovechó su debilidad sentimental para endosarle una paliza antológica.

Parado, solo y con una medalla de subcampeón, buscó consuelo en los libros de auto-ayuda. Con los 101,26 euros ahorrados en su alcancía, se plantó en una mega-librería franquiciada del centro. Allí le contó toda su historia a una joven dependienta con gafas de pasta que, con la soberbia de un funcionario de ventanilla, le recomendó tres obras básicas del pensamiento Occidental: Coaching para cornudos, Parados, tieso y no me estreso y Emprendedorismo para perdedores. Obediente, Vicente compró los tres ejemplares y, decidido a estudiarlos concienzudamente, se enclaustró en su habitación. Para evitar interrupciones, puso en la puerta una señal de prohibido girar a la izquierda (no encontró la de contramano) y se aprovisionó con veinte litros de Tang de Naranja aliñados con ginebra, cincuenta paquetes de Doritos y treinta y tres latas de sardinas en salsa de tomate. Con su admirado Palito Ortega como banda sonora (“la felicidad, ah, ah, ah, ah”), el conocimiento fluiría sin problemas.

Cinco días tardó Vicente en revelar los secretos del éxito ocultos en los manuales. Cinco días en los cuales el olor se concentró tanto que una sardina levitó al abrir la lata. Cuando el hedor y la insistencia de su esposa iban a obligar a su padre a derribar la puerta con una bombona de butano, Vicente salió. Estaba listo para triunfar. Pero quedaba un último obstáculo:

-Niño, así no irá tu a salí a ningún lao, ¿no? Anda dúchate y aféitate que pareces un pobre. ¡Te quiero bien escamondao! ¡Y abre la ventana de tu cuarto que huele a choto!

Vicente atendió las exigencias de la autoridad competente (su madre) y retomó la iniciativa. Trazó un plan estratégico para recuperar su empleo, su novia y su título de campeón de ping-pon. Era un plan paciente, coherente e inspirado en las mejores obras de crecimiento personal. Aquello no podía fallar. En tres meses debería haber reconquistado todo lo que era suyo. Y sin embargo…

Paula, su exnovia, se había prometido en menos de una semana con un caballista dueño de una finca en Extremadura y que vestía una elegante gorra campera de cuadros. Ella, cateta de ciudad, se había rendido a los encantos de las cuadras, las pocilgas y los rendimientos económicos del agro.

-No te comprendo Paula. Él representa todo lo que detestabas ¿Qué tiene él que no tenga yo?

-Jamones de cinco jotas. ¿Puedes mejorarlo?

Rendido a la evidencia, Vicente no perdió el optimismo. Como decía uno de los libros, “el fracaso es un aprendizaje, las piedras del camino llevan al objetivo”. Así que se dispuso a volcar todas sus energías en el trabajo. Decidido a ser readmitido en el periódico, se lavó los dientes con esmero, se cortó las uñas de los pies y limpió sus castellanos con cera de caballo. Pensaba presentarse en el despacho del director y abordarlo con aplomo. Ya se imaginaba como corresponsal en Nueva York cuando, al llegar a la antigua redacción, un enorme cartel de “se traspasa” colgaba de la fachada del edificio. Telefoneó al número capicúa que rezaba en el mismo. Amablemente, una agente inmobiliaria le lanzó la realidad a la cara.

-Menudo periodista es usted que no sabe que el periódico hizo hace tres días un ERE de 150 trabajadores y lo centralizó todo en Madrid.

-Es que he estado reciclándome, ¿sabe?

-Pues una buena forma de empezar de nuevo es comprando el lujoso edificio de oficinas vacante. Aire acondicionado, sistema de insonorización, baños en todas las plantas… Y tan solo por 650.000 €.

-Tal vez sea la oportunidad que necesito. Tener mi propio periódico. Y lo único que tendría que hacer es pedir un crédito. Señorita, ¿conoce algún banco que de créditos a largo plazo a jóvenes emprendedores? ¿Señorita…? ¡Señooriiiiita! ¡Vaya, me ha colgado!

Desilusionado, dejó los problemas aparcados por un fin de semana (el lunes lo vería todo con otros ojos) y se entregó a su verdadera pasión, el ping-pon. Pero el destino le tenía reservado una última jugarreta. Tras pasar con suficiencia las cuatro primeras rondas, se cruzó en cuartos de final con Ma Tao. Comenzó sacando y se adelantó jugando puntos largos y de calidad. Y entonces todo se torció. En su primer servicio, Ma Tao levantó la pierna, describió un arco con su antebrazo izquierdo y golpeó la pelota girando la muñeca. Era su patentado “saque de la grulla”, que dejó petrificado a Vicente. De ahí en adelante, no logró ganar ni un solo punto. La derrota fue sonada, construyéndose un mito en torno a la partida. Los compañeros se cachondeaban de Vicente, a cuyo paso todos levantaban la pierna y emitían un sonido de karateka estreñido.

-Araujo, mira lo que hago. A ver si lo paras. Uuuuuaaaaaaa…

Cautivo y desarmado, Vicente entendió que la guerra había terminado. Quemó los libros de auto-ayuda y buscó en las páginas amarillas todas las videntes y tarotistas de Sevilla. Dos llamadas fallidas después, dio con la amiga de su exnovia. Por 300 euros, Paca Pina “la Adivina” (ese era su nombre artístico) le quitó el mal de ojo y le regaló, en recuerdo a su pasada amistad, una limpieza de aura. Y aunque no logró reconquistar a Paula ni ser readmitido en el periódico, los brotes verdes empezaron a crecer en su vida: Ma Tao se partió la nariz y dos dientes cuando se le escapó la paleta al realizar su ya legendario saque, lo que dejó expedito el camino a Vicente para ganar los tres campeonatos siguientes. Las burlas se transformaron en elogios de sus colegas, que además habían rebautizado al chino como Ma Tao “el Mellao”.

Pero Vicente, que tenía a gala ser buena gente, sentía lástima por Ma Tao. Sabía lo que era ser el hazme reír del circuito y pensó que agradecería su apoyo en esos duros momentos. Así que compró un ramo de orquídeas y se plantó en su casa para hacerle una visita durante su ausencia en los torneos, que se estaba alargando más de lo esperado. El problema, sin embargo, no resultó ser de salud, sino de trabajo. Ma Tao regentaba una funeraria de chinos y tenía problemas con el negocio: el conductor que tenía contratado para realizar los servicios le había dejado para montar una tienda de ropa y no encontraba sustituto. Entonces Vicente recordó la máxima que siempre repetía su abuelo: “No hay trabajos indignos, sino sueldos miserables”. La pregunta le salió sola:

-¿Y tú cuánto pagas por el trabajo?

Tlabajo bueno. Son 1.500 € más plopinas. Y coche de emplesa y gasolina glatis.

-¿Y el horario?

-Media jolnada.

-¿Solo mañana?

-No. Media jolnada, doce holas. Pelo si no entielo no tlabajo. Tú vas con coche y yo llamo a móvil. ¿Te intelesa?

Vicente lo dudó un momento. Echó cuentas y, sin contar propinas, era más dinero de lo que ganaría como becario en cualquier periódico, televisión o radio. Aunque fuera algo tétrico, le daban un coche y ni siquiera tenía que ir a la oficina, simplemente estar localizable. Además, ¿cuantos entierros de chinos había en Sevilla a lo largo del año? Él desde luego no había visto ninguno.

-Acepto encantado Ma Tao, pero con una condición…

-¿Dime?-, preguntó el chino un tanto extrañado por la exigencia del candidato.

-Que puedo seguir ganándote al ping-pon como hasta ahora-, le reveló Vicente con una puntito de chulería.

Tlato hecho. Otla cosa es que puedas vencel a la glulla en la pista.

-La grulla se ha quedado sin dientes-, replicó Vicente, ahora con malicia-. Pero no nos desviemos. ¿Cuándo empiezo?

-Mañana. Tlae papeles.

Le resultó raro que un empresario chino fuera tan legal. Tal vez lo de la ilegalidad de los negocios chinos fuera un mito como otro cualquiera, así que mejor despedirse y no preguntar. Al fin y al cabo, Vicente era feliz. No solo se había convertido en el dominador del tenis de mesa sino que había encontrado un trabajo. Iba a llamar a la bruja amiga de su exnovia para darle la nueva buena nueva y, ya que estaba en racha, invitarla a salir. A rey muerto, rey puesto, que dicen. Entonces, repasando mentalmente la conversación con Ma Tao, cayó en la cuenta: tendría que dejarse perder los partidos de ping-pon para no mosquear a su jefe. Ni la magia negra evita que la alegría dure poco en la casa del pobre.

Francisco Huesa (@currohuesa)