Estoy mirando a una prostituta de Callao. Son fascinantes. Son como más prostitutas que en cualquier otro lugar donde haya visto feladoras profesionales. Da la impresión de que al ser la capital todo debe estar un par de decibelios más alto, como con los anuncios de la tele. Los colores, más vivos. El tráfico, más cancerígeno. Los ríos de carne humana, más densos. Las putas, más putas.
Creo que toda ciudad tiene su mito. La diferencia es quién lo cuenta.
En Sevilla, por ejemplo, el relato se escupe de boca de los propios sevillanos. Les encanta describirse, analizarse sin pasarse, contarse para el mundo y, sobre todo, para su propia exaltación que, a la vez, es la mejor y mayor defensa.
Otras ciudades, sobre todo costeras, ya no tienen lenguaje ni cuento propio. Ahora son un batiburrillo tan insulso como esos autores jóvenes empeñados en llamar John al protagonista de una novela que lo mismo podría estar sucediendo en la Arkansas profunda que en el casco viejo de Calasparra.
Y luego está Madrid.
Madrid es una ex novia: su alma sobrevive gracias al flujo incesante y renovado de muchachuelos puros, benditos e inocentes procedentes en riguroso peregrinaje desde esa órbita artificial conocida como Restospaña, mientras los ya escarmentados saben de qué pie cojea y hasta qué punto puede exprimirle a uno las esperanzas y la cordura.
Entretanto los nativos guardan silencio.
Ése es un aspecto fascinante de la capital.
Ni las canciones de Sabina, ni la morralla de cualquier telediario, ni incipientemente quebradiza burbuja de articulistas-columnistas estrellas, ni el cine quinqui ochentero ni el desparrame noventero chico-conoce-chica-bajo-el-cartel-de-Schweppes-y-a-mí-qué, nada, lo que se dice nada, ha explicado cómo es este pedazo de urbe clavado aproximadamente en mitad del plexo solar del terruño patrio.
No se crean nada. Los habitantes de la capital, asimilados o sembrados directamente aquí, por razones difíciles de entender, no hablan de ello.
Y eso estaba pensando en mitad de Callao cuando decidí que me iba a dar una insolación, así que corre, corre a refugiarte en el Tea&Coffee frente al inexistente pero pactado paso de cebra entre la calle Fuencarral y el McDonalds de Gran Vía.
Me quedo sopa tras pedir un café bombón. Cuando despierto veo a un tipo tan gordo como el hambre en el mundo. Jo, qué gordo es. Está desparramado junto a otros dos maromos, tan bronceados y en buena forma que solo pueden ser sus esclavos nubios.
En efecto.
El tipo se pone a pegar voces por el móvil. Es un emprendedor, no tendrá más de treinta tacos y ya va a inaugurar su tercer local ultramoderno de fiestas, para el que necesita Y TE LO VUELVO A REPETIR VIEJA ZORRA esos NEONES Y ME DA IGUAL QUE OS HAYÁIS PASADO TODA LA SEMANA PROBANDO TIPOS DE LETRAS ES QUE ES PARA CAGARSE.
Yo solo quería aíre acondicionado.
Gordo Emprendedor parlamenta con los lacayos. No queda claro si son sus siervos o sus amigos o solo quieren droga. Porque llegado cierto momento Gordo Emprendedor habla a pleno pulmón sobre cómo conseguir Eme (que es el éxtasis de toda la vida de Dios pero con nombre de presentadora estrella que le hace la competencia a Ana Rosa Quintana), la diferencia entre una buena maría y una maría de mierda de esas QUE OS METÉIS LOS POBRES y A VER PÓNGAME UNA PIZZA CON MUCHO PROVOLONE ¿ENTIENDE? Y UNA TAPA DE ESAS DE BRIE ¿COMPRENDE?
Para aclarar el contexto, no es que este Tea&Coffee contrate subnormales ni sordomudos, es que nada más catapultar sus deseos fagocitantes, Gordo Emprendedor le pregunta a los nubios si ESTA GENTE ES CHINA O COREANA O DE LA MADRE QUE LOS PARIÓ.
En realidad son dos camareros ecuatorianos con mejor porte, proporciones, elegancia, paciencia y modales que cualquiera de los aquí congregados.
Tengo ganas de destripar al tipo. Ver si dentro se esconde un alien enanito como el de Men In Black o esperar a ver si los inescrutables ríos del karma nos ofrecen un hermoso espectáculo como el del famoso sketch del gordo y el restaurante de los Monty Python.
No ocurre nada, salvo que el fulano se pide otro DE ESOS CON BRIÉ.
Adentro de un bocado.
He cenado, me siento saciado y me dan ganas de expulsar un poderoso chorro de vómito sobre su careto ramplón, todo a la vez, solo de verlo zampar como un huno loco.
Hora de ahuecar.

Voy a mi tienda de fotocopias habitual y una señora está discutiendo con la dependienta sobre el sexismo en la escuela de sus hijos pequeños. En el metro mi radar orejero capta fragmentos aleatorios de conversaciones en torno a Pablo Iglesias y los efectos de las últimas decisiones de Tsipras sobre las mareas sociales. Uno no oye ese tipo de cháchara intensita con tanta facilidad en los espacios públicos del Sur Profundo. Quizá la capitalidad nacional provoque una sibilina, invisible responsabilidad de preocuparse seriamente por los asuntos de rabiosa actualidad moral y/o política y/o agropecuaria.
No es ninguna broma.
¿Es posible que sentirse al mismo tiempo la grasa y el engranaje del país influya mucho más sobre cómo, cuánto y de qué se habla a pie de calle?
La verdad es que no me parece un síntoma de mejor educación ni de mayor compromiso social. De hecho creo que es un cáncer. Se parece demasiado a tuiter. A parlotear para marcar el terreno con orina verbal. El noble arte de traértela floja una parte considerable de la actualidad, cerrar el pico y abrirlo quizá para obsesionarse con una trivialidad personalísima es una rebelión todavía (y afortunadamente) por explotar.

Calle Alcalá. Metro Suanzes. Veo una gasolinera, un tipo con una rotaflex diseccionando la acera en mitad de una nube de polvo madmaxera y lo que parece un perro muerto entre dos bidones de basura. ¿Qué hago yo aquí?
Ah, eso. He venido a entrar en la redacción de Playground Magazine con ojos llorosos y un brillo resplandeciendo en el pecho para pedir trabajo. En este polígono industrial también se levanta el mazacote babilónico del Grupo Prisa, ciudadela donde se concentran Prisa Revistas y El País y el mausoleo de Cebrian custodiado por dos tigres atados con cadenas de platino ante la puerta de mármol.
En realidad no hay felinos vigilando nada, aunque es verdad que es una mole gris de la que no dejan de salir Land Rovers del tamaño de mis ganas de que me paguen por juntar letras. Me paso un rato mirando a la gente que entra y sale de El País. A lo mejor me ve Boyero y escribe una columna sobre mí y me contratan. A lo mejor El Comidista me echa un ojo desde la redacción, se le hace un nudo en la garganta ante tan holocaústicamente famélico chaval pegado al plástico semiderretido de su carpeta portacurrículums, me dedica una entrada de blog y me contratan. A lo mejor aparece Manuel Jabois, se ríe de mi diletantismo y me contratan. Todo es posible en Madrid, me digo.
Fe de hierro, fe de tungsteno, fe como el Benito Villamarín.
No ocurre nada.
Solo más y más Land Rovers.
Sigo buscando la redacción de la revista Playground. Resulta que no existe. O sí, pero soy tan inútil que no puedo dar con ella. Según su dirección postal, debería ubicarse en alguno de los lofts del par de edificios con aspecto de archivadores nórdicos que se encuentran muy cerquita del tótem de Prisa.
El portero agarra el directorio, repasa el listado de empresas allí alojadas y se rasca la cabeza.
¿Playground? No, aquí no hay ningún Playground Magazine.
Husmeo por mi cuenta. Pego la oreja a la mayoría de las puertas y allí no se escucha ni los retortijones peristálticos de una mosca. Tan solo de uno de los lofts sale un rastro de vida humana: una melodía abatukada y ruido como de cien lavaplatos del Queen Mary funcionando a toda leche al mismo tiempo.
Mala espina.
Temo que aquí también se aloje la filial madrileña de la ´Ndrangheta, de la Yakuza, de alguna secta de contrabandeo de órganos o de La Razón.
Antes de escapar del polígono vuelvo a las puertas de El País a probar suerte mirando con cara de angustia hacia lo que (creo) es la redacción. O el comedor. O la sala de dardos.
Nada.

¿Y si Madrid necesitara mantener con respiración asistida los tópicos que se esperan de ella pero sin pasarse, como un tío entrado en la cuarentena que se comprara camisetas FOAM y anduviera por ahí regalando perlas de cosas «que molan» y «`amo a fumanno un porrito», solo para atraer jovencitos con intenciones muy poco claras y una mano siempre metida en el bolsillo de las bermudas? ¿De verdad tiene una ciudad tanta voluntad propia como para conspirar contra / para los habitantes del resto del país? ¿Cuándo van a salirme los famosos mocos negros que me han profetizado como una plaga egipcia tantos conocidos? De momento siguen siendo de un verde lorquiano y hoy la contaminación se ha hecho pasar por nublado.

Anoche soñé que participaba en el ¿Qué Apostamos? Me sentía bien porque Ramón García me aseguraba que todo iba a ir fenomenal, cagüendié.
Decía cagüendié aunque no sé si cagüendié es una expresión genuinamente bilbaína.
También estaban Ana Obregón y Davor Suker y Rinoceronte, el enemigo de Spiderman. No recuerdo muy bien en qué consistía la prueba pero creo que implicaba a un niño con pajarita, cajas de cereales y cepos para osos. En algún momento, probablemente una pausa para publicidad o para echarle Diésel a la Obregón, Suker se me acercaba. No podía entender qué mascullaba entre dientes. Imposible. Sabía que era importante, fundamental. Una pista para que no me desplumaran, para evitar la infame ducha aquella a la que de haberle añadido Zyklon B todavía hubiera salvado algo de la dignidad de los perdedores.
¿O se pegaban el duchazo los ganadores?
Bueno, la cuestión es que Suker me estaba confiando un secreto vital y yo no tenía ni pajolera idea de lo que me estaba contando el croata. Ramonchu, al otro lado del plató, no paraba de hacer aspavientos chiquitodelacalzadescos para tratar de ayudarme a descifrar al novio de la Obregón y yo nada, yo ahí igual de perdido.
Cuando desperté me vino a la cabeza una única traducción espontánea, ridículamente reveladora aunque sin base ni fundamento ninguno.
Creo que Suker me estaba preguntando que qué quería ser yo en esta vida, que él ya lo sabía, que si me pensaba como el resto de cenutrios que se trataba del fútbol estaba muy equivocado. Me he pasado deprimido todo el día y no tengo nada claro si por ignorar la respuesta a la primera pregunta o haber olvidado la descuajeringante confesión.
¿Y si el Pirulí emitiera ondas de televisión residuales capaz de alterar los sueños de los madrileños? ¿Y sí esa torre de Mordor estuviera implicada en el sueño neblinoso que impregna la ciudad?
Investigar.

En el Retiro, conforme se entra por la puerta que da a no sé dónde pero a la que se llega desde El Prado, hay una calle flanqueada de estatuas subidas cada una a un pedestal bien gordo decorado con una corona de laurel. Al final del paseo han colocado un pedestal con laurel pero sin inscripción ni interfecto de mármol encima. ¿Eran reyes? ¿Eran escritores? ¿Eran imputados en la Gürtel? Bueno, recuerdo que era gente vestida a lo medieval, así que aquel espacio no estaba reservado a Felipe.
Hasta que, como defendemos mis amigos y yo, se le vaya la olla, proclame el regreso al feudalismo identitario nacionalsocialista y se eche por encima la piel del oso que mató al hijo de Pelayo como único atuendo.
Me subo al bloque de granito para tratar de dar con la maldita fuente pública que llevo buscando horas. Pues no hay.
El agua es un bien escaso, monopolizado y caro según el barrio de Madrid donde a uno le haya dado por hacerse el Lawrence de Arabia una tarde de julio. Una turista que espero fuese italiana porque solo las italianas saben cómo ser turistas me hace una foto. Se me ocurre que lo mismo quiere ligar, doy un salto simiesco y mucho antes de tocar albero la señora ha aligerado el paso cosa fina, bien agarrada a la correa del bolso.
Ciao madonna.

-Hola, me llamo Isaac.
-¿Te llamas Isaac?
-Me llamo Isaac.
-¿Te llamas Isaac?
-Isaac me llamo.
-Isaac se llama nuestro director de recursos humanos.
-Yo también.
-Ya es casualidad.
-Es que es un nombre muy bonito. Y tiene dos vocales seguidas. Casi nadie tiene dos vocales seguidas en el nombre.
Además, pienso, suele provocar anarquía y confusión.
Ismael, Israel, Samuel, Isabel. A lo largo de mi vida muchos han caído mentalmente derrengados ante la imposibilidad de recordar semejante concatenación vocálica. Me siento muy orgulloso de los poderes ocultos de mi código de barras bautismal.

Cuatro. No, cuatro no. Seis cajones del tamaño de los IBM que llevaron al hombre al espacio a lo largo de las paredes de la sala de espera. En la esquina hay un microondas de aspecto desvencijado sobre un precario estante de metal atornillado tan alto que ni siquiera yo podría abrir la puerta.
La media de edad de los candidatos es: 19 años.
Me siento tan deprimido que decido irme pero nada más despegar el culo de la silla la recepcionista pronuncia mi nombre con dos vocales seguidas. Arriba, pase.
Paso.
Adiós post-adolescentes.
Hola qué tal. Yo muy bien. Siéntate.
Me cuentan un drama muy complicado sobre una famosa empresa de gas española y cómo le expropiaron el 80 % de los clientes («¿se pueden expropiar clientes?» me pregunto mientras asiento fingiendo que encuentro del todo comprensible que los fieles pagadores de una empresa se intercambien como el pie de atleta en ese gimnasio tan barato al que usted va y yo no porque me voy a morir pronto porque no hago ejercicio ni como sano), sobre las razones para contratar a jóvenes ingenuos y salivosos solo de recibir su primer estipendio y, espera, guau, según este currículum has hecho cantidad de cosas.
Sí, digo.
La entrevistadora se pone nerviosa. Mi experiencia laboral la pone nerviosa. De repente flota en el ambiente la pregunta que yo mismo me llevaba haciendo desde la noche anterior, solo que ahora, al ser tácita e incómodamente compartida, incordia todavía más.
¿Qué narices haces aquí?
-¿Qué te motiva a trabajar con nosotros?-me reformula amablemente la entrevistadora.
Dinero.
Dinero.
Más dinero.
Conocer otras culturas.
Ser mejor persona.
-Bueno…(carraspeo)… Yo quiero dedicarme a escribir. Entretanto me apetecía encontrar un trabajo sencillo que me dejase tiempo para lo que realmente me gu…para…otras cosas. Para formarme. Para crecer. Adoro el gas.
Por suerte a mitad de respuesta las palabras se fueron amontonando en un indescifrable puré de sonidos de la espesura de la plastilina bañada en brea candente.
-Mmmmm… Veo que no tienes mucha experiencia en el trabajo puerta a puerta.
-Pensé que era telefónico.
-La gente se fía más si vamos puerta a puerta.
Yo no.
Nunca abro a desconocidos. Ni a conocidos: pueden ser tíos de Amena que, tras haber estudiado los hábitos de tus vecinos, han adoptado su forma para tratar de convencerte que volver a 1996 está bien.
Pero nada relacionado con 1996 está bien.
Así que nunca abro a nadie.
Jamás.
-¿Puedes venir mañana a las diez para una demostración práctica? Isaac interpretará el papel que desempeñaréis los comerciales y tú harás de cliente de La Famosa Empresa de Gas. Será solo una hora.
No entiendo nada.
Me están pidiendo que vuelva mañana para pasar una hora con un tío que se llama como yo haciendo de mi futuro yo entrevistando a ex clientes que no son yo pero yo haré de ellos.
Intento no torcer el gesto, cosa que nunca funciona. Siempre se me nota la angustia existencial, sobre todo en la comisura de los labios. Se me pone cara de retortijón.
-Mañana nos vemos entonces, ¿no? A las diez. Recuerda, a las diez. Intenta no retrasarte, Isaac, porque luego eso retrasa al resto de candidatos y nos descuadra la mañana y… ¡Anda! Acabo de caer en que te llamas…
-Sí. Igual que el director de recursos humanos.
-Ja, ja. Ya verás cuando se lo cuente.
-Ja,ja, Bueno, hasta mañana.
-Hasta mañana.
Pero Isaac se queda sin conocer a Isaac.
Lo que, la verdad, es un giro de guion que se veía venir.

Me he comido una hamburguesa en un bar donde si pides hamburguesa no te ponen mantel y, además, no tienes derecho a pimplar en el comedor con el resto de la gente decente. La gente decente son: hombres de mediana edad sentados a solas con un tenedor en una mano y el dedo índice de la otra dándole golpecitos a la pantalla del móvil, hombres a punto de entrar en la mediana edad reunidos alrededor de una paella como si en lugar de en una habitación de cinco metros cuadrados estuviesen en una terracita de Benicarló, hombres en edad de pre-jubilarse atrapados en el limbo atemporal que va del postre a pedir la cuenta.
El bar es bastante cutre. No obstante, tiene su fiel parroquia de clientes con aspecto de tener más ceros a la derecha en su cuenta corriente de los que yo tengo a la izquierda, seguidos de una dolorosa coma.
Lo siento por el evangelio según San Chicote, pero tanto aquí como en el Sur Profundo como en Kazajstán del Norte, los bares, tascas, tugurios y restaurantes de medio pelo no se van a hacer gárgaras por la calidad de su manduca. Al igual que el mito madrileño, una vaga sensación de certidumbre no pronunciada le empapa a uno la epidermis: todos sabemos que el cliente casi nunca tiene razón, que cuando la tiene no sabe expresarla y que, admitámoslo, el placer culpable de meternos toda esa bazofia radiactiva servida en plato de metacrilato sigue siendo infinitamente superior a ponernos exquisitos por pura pose médico-social. O por lo menos sigue siendo fácil. Y que tire la primera piedra la pareja que no ha nacido bajo este irresistible y universal condicionante.
Claro que como todo evangelio de pantalla, la fuerza no solo está en predicarlo sino también en creérselo.
Mientras se me descompone el huevo de la hamburguesa en la mano y el tomate sale disparado hacia la mesa de al lado, confirmo que sí, que San Chicote se lo debe repetir todas las noches mientras se aprieta un cilicio contra el fémur.
Después de todo, puede que esa sea la clave del éxito.
Y del fracaso como una involuntaria elección moral.

La redacción española de Esquire está al lado de mi casa.
Se encuentra en Lavapiés, unos neones supermodernos instalados bajo el frontispicio forman algo más o menos identificable como nombre de la editorial y la cara gigante de George Clooney observa la calle desde un marco tan descomunal que no puede colgarse en el diminuto vestíbulo de entrada, así que lo dejan tumbado contra la pared, como las fotos de los santones de Peshawar. Esquire siempre coloca a los mayores símbolos de elegancia en sus portadas, lo que me hace dudar de mis posibilidades.
Nunca la he leído. Imagino que hablan de chaquetas y pañuelos de tela para diferentes horas del día y aguas minerales con multitud de sabores que el resto de los mortales reducimos a Limón o Algo Parecido al Limón.
Cada vez que dejo el currículum en una revista lo hago absurdamente esperanzado en que justo en ese momento estén sufriendo una crisis editorial y algún jefe de redacción a lo Jonah Jameson pida al borde de la úlcera estomacal sangre fresca, joven, de esa que se pasa por el forro las normas clásicas de puntuación.
Porque eso es lo que hace el talento espiritualmente no octogenario, extrarradialmente convulsionado, paupérrimamente desheredado de cursos, cursillos, escuelas y círculos masónicos de contactos empijados: escribir mal pero con ganas.
Cantar mal pero con ganas.
Vivir mal pero con ganas.
Si les parece una pueril proclama punkeraadolescente acuérdense de su sobrino, si, ese con el titulo de Administración de Empresas en una mano y el Trabajar Mucho Pero En Menuda Hora Me Metí Yo Aquí en la otra.

Mi máxima aspiración es ser rey de España.
Algunas personas no me toman en serio cuando lo digo. Desconozco por qué.
Tan solo tengo que esperar unos cuantos años, labrarme una escalera de contactos lo suficientemente sólida como para arrimar el ascua a la candela que más me interesa, o sea, la de Leonor, engatusarla, venderme como un tío guay a la par que serio y profesional, dejarla preñada para asegurarme una indemnización de muy señor mío en caso de despido improcedente á la Marichaleur y chim-púm.
Tal como yo lo veo, el proceso es idéntico a tener columna propia en un periódico, solo que cambiando el Tanqueray por coca y la palabra escrita por el balbuceo ante un juez.
Y a veces no hace falta ni eso.

Cuando no sé dónde caerme muerto me escondo en el Reina Sofía.
Se está fresquito, hay obras de artistas que me caen bien porque no se tomaban muy en serio casi nada pero creían con fervor arrianista las cuatro nociones con que se escurrían por el mundo y, además, no hay nada más divertido que ver a gente mirando cuadros.
Eso y que me sale gratis por tener no más un cuarto de siglo a mis espaldas.
Adoro esa norma.
Esa norma es mejor que la Convención de Ginebra.
Esa norma es mejor que Ghandi durmiendo la siesta abrazado a Nelson Mandela, Santa Teresa de Calcuta y Buda juntos. Roncando oxígeno y comida para todo el planeta.
Así de buena es.
Descubrir que en la cuarta planta exhiben una exposición temporal para la que se han traído cuadros de Soutine, Van Gogh, Gaugin y otros manchalienzos hipnóticos casi está al mismo nivel. Todo es delicia, todo es alma levitando alzada por querubines tocando tubas, trompetas y cuernos vikingos. Al menos hasta que el Reloj del Apocalipsis marca que faltan quince minutos para cerrar, los guardias custodios del museo se miran entre sí y comienza un arcano ritual consistente en espantar a la gente como si aquello fuera la curva de Estafeta.
-¡Que no pase nadie más por aquí!-grita un guardia calvo colocando los brazos a ambos lados del marco que separa una sala de otra. Me siento atrapado y amenazado, recuerdo las reacciones del gato bipolar con que convivo, ardo en deseos de que una invisible mano amiga me acerque un casco de fútbol americano para poder pegar un carrerón con placaje directo al plexo solar del calvo.
Una chica que no conoce el parpadeo (la llevo siguiendo un rato porque mi interés por la pintura tiene límites y esos límites suelen tener pechos y esta chica no ha cerrado los ojos ni-una-sola-vez) deambula por la sala en que nos ha atrapado el guardia pelón. Al parecer su amiga se ha quedado en la otra sala. Familias enteras se ven divididas en cuestión de segundos. Busco rápidamente la reacción de algún turista alemán. Ellos saben de estas cosas, ya lo hicieron una vez, ellos nos sacarán de aquí. O por lo menos me gustaría saber si he caído en el lado comunista. Pues no. Solo quedamos el guardia con placa (es decir, uno de esos que es vigilante genérico con uniforme como de tienda de disfraces, que lo mismo está aquí echándole un ojo al post-impresionismo que está de sereno ante una caja de mandarinas en el Mercadona) y una masa desorientada y nerviosa de visitantes a la que me sumo poco después de que Vigilante Genérico me dedique un gesto a lo Birkenau por atreverme a demorar el sagrado procedimiento de desalojo del Reina Sofía. Quería memorizar el nombre de la exposición para volver.
Ahora quiero regresar solo para poner nerviosa a la Gestapomuseumpolizei.
Es mi segundo pasatiempo favorito, por detrás de hacerme pasar por ciego en el Metro. No es que sea así de gilipollas todo el rato: en realidad lo que soy es un miope atroz y un poco vago y resulta un verdadero engorro andar cambiándose las gafas de vista por las de sol cada vez que me meto en las catacumbas ferroviarias.

Siempre he sentido cierta fascinación por los vigilantes de los museos, sobre todo los de los museos pequeños o esos cuyas visitas rozan la afluencia de un solar manchego de extrarradio el cuatro de agosto a las tres y media de la tarde. Atrapados entre las mismas obras, los mismos compañeros, la misma crítica fría, desvaída, rayana en el delirio farmacológico del perfointérprete de turno.
Son seres admirables a la altura de otros héroes de la descomposición mental, hermanos en armas del operario que da vueltas durante ocho horas a latas de melocotones para confirmar la ausencia de abolladuras en el envase o de un técnico de sonido de Cadena Dial.
Dios chorree maná del cielo sobre vosotros, hermanos.
En cambio la dirección del Reína Sofía decidió que sus guardias no iban a tener ni un ratito para morirse del asco como el resto de compañeros del gremio. Ni hablar. A ellos los iban a poner a perseguir visitantes, aunque solo de la segunda planta para arriba. Que es donde está colgado el mamotreto del Guernica, que es de Picasso, quien fue, es y será por los siglos de los siglos pasta gansa y lironda, como lo fue, es y será Dalí.
Se está acercando demasiado.
Está respirando demasiado fuerte.
¿Eso es un whatsapp o usted, jodido filibustero, tratando de tomar una foto de extranjis?
-Es que me gusta mucho esta declaración de la República.
-Lo siento, no pueden tomarse fotos.
-Pero de esto no hay postales.
-Lo siento, fotos no.
Miró. Dalí. Juan Gris. Picasso.
Esta gente vestida como de orquesta de cámara de pueblo no ha sido contratada para noquear al siguiente pirado al que se le ocurra eyacular pintura rosa sobre cualquier Mona Lisa. La Gestapomuseumpolizei en que se convierten los vigilantes del Reína a partir de la segunda planta pululan inquietos, parkinsonianos perdidos de una sala a otra, atentos a que a ni un solo visitante se le ocurra poner a prueba las teorías de Walter Benjamin en la era de la reproducción mecánica.
¿Qué narices creen que voy a hacer con mi foto pixelada, mal iluminada y peor encuadrada? ¿Montar una red de falsificación de arte en el váter de mi casa? ¿Revelarle a la República Popular China los confidenciales secretos del arte europeo de vanguardia?
Ni siquiera se trataba del estúpido Guernica por el amor del Altísimo.
Yo solo quería tomar una instantánea de una serie de reproducciones en miniatura de carteles encargados por la II República durante la Guerra Civil en los que garantizaba la libertad, la futura convivencia y la rigurosa desmilitarización de la sociedad.
Justo entonces una lacaya de las fuerzas supremas echó a correr en mi dirección para recordarme que de eso nada, que ni se me ocurriera apretar el botón.
Que esto era la segunda planta y debemos honrar la memoria del arte bendecido con la retórica de la liberación, así que baje ese móvil despacio y nadie saldrá herido.
Hail Picasso.
Hail.

 

Isaac Reyes