El servicio militar obligatorio en el Tzáhal, acrónimo con el cual se conoce al ejército israelí, dura tres años para los hombres. Y de regalo, a la reserva activa hasta los 45. Cosas así me hacen, a veces, dar gracias por haber nacido en España. Para un cobarde como yo, imaginarse surcando la franja de Gaza en un tanque blindado Merkava es sinónimo de descomposición de vientre. De hecho, si algo le agradezco al gobierno de Aznar (que no goza de mi simpatía precisamente) es la abolición de la famosa mili. Torpe, con mala puntería e incapaz de matar a un gorrión, hubiera sido carne de cañón. Y luego a rezar para no acabar en un cuartel dejado de la mano de Dios. Ya tengo yo suficientes kilómetros encima gracias a la Consejería de Educación como para añadir año y medio de destino en Cerro Muriano.

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Tal vez por la falta de estas prácticas militares extremas, o tal vez por el novelero afán de buscar nuevas experiencias, me embarqué en pleno mes de agosto en una visita al Parque Nacional de Doñana. Hora de salida: cinco de la tarde. No sabía Lorca cuando le escribió a la muerte de Sánchez Mejías como pega el sol a esa hora. Para estas vicisitudes Dios creó el gorrito de paja, que evita insolaciones y te hace parecer un granjero paleto del Medio Oeste. O un expresidente de la Junta de Andalucía con apellido compuesto. Lo mismo es.

Si van a Doñana alguna vez lo primero que deben hacer es cerciorarse bien del lugar de salida de su excursión, no vaya a ser que, a quince minutos de la salida, se encuentren donde no es y tengan que saltarse los límites de velocidad en una carretera de un carril con la benemérita haciendo caja. Por suerte, la autoridad competente también hace la digestión y las cabezadas sobre el volante del guardia civil con bigote reglamentario nos libraron de la multa. Salvado el malentendido, ahí me veo yo, en el Centro de Visitantes del Acebuche, con mis zapatos deportivos blancos, mi polo de niño de ciudad y mis vaqueros fresquitos largos. En la mochila, tres litros de agua, un cuaderno para tomar apuntes y un bote de colonia Heno de Pravia por si el hedor en el autobús se hace insoportable. Adaptación al medio le llaman.

A nuestra llegada unos ocho vehículos Mercedes UNIMOG con motor Euro 4000 aguardaban ya repletos. Según las especificaciones técnicas de la página web que organiza las visitas, el mastodóntico bicho cuenta con un tanque de urea que ayuda a reducir por inyección la emisión de gases. Así cumple con los requisitos legales vigentes, respetando los ecosistemas sin alterarlos. El poder de la orina. Los derroches de ecologismo y modernidad no le quitan al camión un inquietante aire castrense, más propio de unas maniobras con los Regulares en Sidi-Ifni que de un tour turístico. El interior tampoco lo mejora: los revestimientos conocieron tiempos mejores y las tapicerías tienen manchas dignas de una tesis doctoral en el antiguo Instituto de la Grasa. Pero en honor a la verdad, el armatoste funciona. Y bien. La falta de aire acondicionado la suple la velocidad que trae aire a las ventanillas, los asientos son relativamente cómodos y los enormes ventanales permiten observar a la perfección el paisaje. ¡Qué sería de un escritor si no se queja un poco!

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Capítulo aparte merece el conductor. Orgulloso de sus más de veinticinco años de servicio, con pelo cano y gafas que le impiden disimular la edad, el susodicho es una caja de sorpresas. Su nombre es, irónicamente, Ángel, y por su forma de conducir podría apellidarse “de la Muerte”. Como buen guerrero, gusta de presumir de sus habilidades al volante, no teniendo reparo en adelantar, en apurar la frenada o en pasar rozando los árboles y señales. Todo este alarde de masculinidad y de manejo se viene abajo cuando toma el micrófono. Su atiplada voz nasal choca con su barriga de trienios acumulados. Sin estar concentrado, cuesta identificar algunas palabras y hay que reconstruir frases echándole imaginación. Por suerte, como la mayoría de turistas españoles, consideramos más interesantes nuestros comentarios que los del guía. Más preocupados nos mostramos por la brusquedad de su maniobras, que deja la montaña rusa a la altura de un tiovivo de parque decimonónico. Tener un accidente no es tan divertido como cachondearse de alguien con voz de muñeco de Jim Henson.

La mayor ilusión del visitante, diluida en la primera explicación, es la de ver al afamado lince, uno de los animales más caros del mundo. El animalito no se dignó a saludar pese a ser pagado con nuestros impuestos. Más educados fueron los caballos salvajes, las parsimoniosas vacas, el jabalí, la garza, el colirrojo real o las gaviotas sin premio. La diferencia, como en todo, está en los detalles. O en los cuernos, principal contraste entre el ciervo y el gamo además del tono de su pelaje. Dos cuñados, cuyo acento los señala como oriundos de un punto indeterminado al norte de Despeñaperros, vociferan sobre si la sombra negra que hay en el horizonte a la derecha es de ciervo o de gamo. El redactor de la sección de Historia de esta su revista amiga, también en el camión, sentencia:

-Estos dos han pisado menos el campo que tú, que ya es decir.

Los bichos, por su parte, transitan ajenos a los excursionistas, como si no les importase lo que piensan de ellos o las fotografías que les toman en la lejanía. El hambre y no ser carne de un depredador están por encima en su escala de valores. Vivir sin vanidades, ese gran misterio. Casi tanto como un pequeño agujero de agua con pasaporte al Averno. Desconfiado por naturaleza, uno pregunta escéptico pensando que las arenas movedizas solo existían en las películas de Indiana Jones. Para mi angustia, aquel pequeño boquete de barro burbujeante es capaz de absorberte hacia las entrañas de la Tierra. Y nadie ha vuelto para contar que hay en su interior. Tirando del dicho “la curiosidad mató al gato”, prefiero dejar la demostración empírica para otros. Lástima que el padre del niño de la segunda fila le quitase al chaval la idea kamikaze de meterse en el hoyo.

El paisaje de Doñana no es tan siniestro como este hoyo. Los bosques mediterráneos y sus variantes ofrecen un cuadro hermoso donde por momentos te sientes en la opresiva sequedad del desierto y en otros en el frescor de los jardines de una villa imperial romana. Justamente, la variedad paisajística es una de las peculiaridades del parque. Me resultaría fácil enumerar cada una de las zonas en forma de listín telefónico (todo está en Internet, los corta y pega son muy socorridos), acumulando datos concretos de gran valor positivista pero sin ningún significado más allá de lo puramente científico-racional. Los datos, sin interpretación, son solo eso, datos, y sirven únicamente para el lucimiento del tonto enciclopédico, ese que apostilla fechas, cifras y nombres en latín haciéndose notar con pedantería en las conversaciones. El mensaje de Doñana es poderoso, sobrecogedor, en cierta manera hiriente, en cierta manera bello. Ignorar esta evidencia sería pervertir el espíritu del artículo.

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Los urbanitas, encerrados en nuestras cuevas de hormigón, tenemos la manía de pensar que todo es cultura. Achacamos los comportamientos y reacciones a ese ente represivo llamado red cultural, ese conjunto de estructuras que organiza y jerarquiza el comportamiento humano para prolongar su vida a cambio de renunciar a parte de su instinto (y a veces incluso de su alma). Con todo, aunque nos empeñemos en negarlo, los seres humanos somos biología. Respondemos con impulsos, nos condiciona nuestra fisiología, nuestra genética, somos, en definitiva, física y química. En el pedestal hedonista donde está subido el hombre se olvida en demasiadas ocasiones su insignificancia frente a la fuerza constructora y destructora de la naturaleza, infinitamente mayor. La asimetría de esta relación de poderes se manifiesta en la desembocadura del Guadalquivir, entre las verdes islas mínimas que surcan botes de pescadores. Los colores de Doñana, pintados por Laffón desde Bajo de Guía, son desgarradores, de una paleta cromática inabarcable. Sanlúcar, desde esta orilla, resulta vulgar. Repleta de edificios de ladrillo, apenas resaltan los campanarios de alguna iglesia y las cubiertas a dos aguas de las bodegas. La obra humana resulta aquí frívola, insustancial, y en gran medida destroza el perfil de lo natural. Quizás nos deberíamos haber detenido antes a pensar qué estábamos haciendo.

Pensando se adivinan los conceptos de los que la naturaleza está impregnada. Tras una discusión a voces al estilo de los hermanos Kalamázov sobre si mi compañero de revista, escondido entre la maleza con unos prismáticos, se parece más al Mariscal Rommel o a Moshé Dayán (“te falta el parche, niño”), mis pies se clavan en la tierra. Las dunas móviles, las que piso, las que veo, componen un parque efímero que siempre es el mismo pero que nunca se volverá a repetir. El fluir heracleo de la arena obliga a la vegetación a desplazarse, a cambiar, a morir. Nunca será ese lugar igual y sin embargo seguirá siendo. “Cambiamos para seguir siendo”, que diría el maestro. Es el continuo transcurrir de la vida ejemplificado en un conjunto de dunas. Asumir el cambio porque todo gira y se transforma, todo se mueve como la arena que se pierde entre las manos. In ictu oculi. La vida se transforma sin remisión y, si nos mantenemos estáticos, desaparecemos, no somos nada. Como la garriga que muere. Aunque haya cosas que sean eternas.

Precisamente la nada es lo que se presentó ante nuestros cuando contemplamos la marisma seca. Como un espejo inverso a la bucólica estampa de ciervos y jabalíes bajo el verde de los pinos que se veía por el lado derecho, se desplegaba el tapiz gris pardo de la marisma, resquebrajado por la sequedad del verano. Un mosaico de tierra seca con final más allá del horizonte. Es extraño como el caos une conversaciones, momentos y temas. Días antes, en una noche de playa y barbacoa, recapacitábamos sobre el vacío (sí, las barbacoas de la redacción de Revista Distopía son así de pedantes). Doñana nos dibujaba su encarnación. No había en ella, sin embargo, angustia. Pues la nada no es la ausencia de cosas o de ruido sino la falta de alma. Se puede estar vacío rodeado de personas y cosas, en medio de una gran urbe, repleto de objetos. La marisma, sin relieve, infinita, hueca, tenía ser. Ethos y pathos. Significado y forma. Como la obra de arte que desasosiega y, a la vez, tranquiliza. Esta creación, no obstante, estaba fuera del alcance del género humano.

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Y de la nada al final. La excursión tocaba a retirada previa parada en unas preciosas cabañas de paja y madera con urinarios de mármol en su interior. El camión sorteaba troncos dejándose arañar por las ramas. Poco a poco, el entorno se fue despejando. Y de repente, el mar. No se puede tener nada en contra de la nostalgia cuando esta es feliz. El faro de Chipiona, augusto, esbelto, me empieza a devolver a la infancia, a las tardes de agua y risas. El sol, como en aquellos días, cae sobre el mar descomponiéndose en cristales de luz que brillan sobre las olas. La Belleza, en la sencillez de un atardecer, retorna del ayer al hoy. Las raíces son importantes. Se la nota cerca, definitiva. Y aunque se vaya (o nos vayamos nosotros), se queda grabada en las entrañas del alma.

El camión gira, enfilando hacia Matalascañas. El conductor hace un último pavoneo entre los botes del respetable. Ha sido un éxito: ninguno hemos acabado incrustados en la luna delantera. El horizonte ya ha cambiado de bando y aparece la piscina de un hotel repleto de veraneantes. Chalet, casas adosadas y urbanizaciones bonitas. Rutina. Una muchacha embutida en unas mallas corre por el carril bici. Luego, la carretera. En medio de la vorágine, es necesario empezar a asimilarlo todo. Ha pasado casi un mes y todavía estoy escribiendo.

Francisco Huesa (@currohuesa)