Si un domingo cualquiera usted entra en una iglesia y pregunta por el dogma de la transubstanciación, la mayoría de los feligreses le mirará con cara de espanto. Hasta corre el peligro de que algún adolescente ignorante y pajillero (todos somos hijos de Dios) se cachondee de su persona. Sin embargo, si interpelara sobre la fiesta del Corpus Christi, la respuesta será otra. Probablemente equivocada, pero desde luego mucho más general y cercana. Cosas del “déficit de eclesialidad”, que diría un arzobispo.

El Corpus, como popularmente se le llama, es una festividad católica muy extendida en España. De hecho, en lugares como Toledo, Granada (feria incluida) o Sevilla ese jueves del año que “brillan más que el sol”[1] es festivo local. En estas ciudades (y en muchas otras) se organizan para la fecha fastuosos cortejos donde procesionan custodias[2], imágenes y autoridades eclesiásticas, civiles e incluso militares. Pero, ¿qué hay debajo de todo este patrimonio material e inmaterial? ¿Cuál es su significado? 

El Corpus Christi conmemora cómo el pan y el vino, tras su consagración, cambian su sustancia para convertirse en el cuerpo y la sangre de Cristo. Basada en el sentido literal e inmediato de las palabras de Jesús de Nazaret en la Última Cena[3], este enrevesado dogma se sustenta en la aristotélica distinción entre sustancia y accidentes[4]. Presente en la doctrina católica desde el siglo IV y utilizado como término por primera vez Hildeberto de Lavardin alrededor del 1097, la transubstanciación ha sido negada por múltiples facciones de la Iglesia Católica, declaradas heréticas con posterioridad. Figuras como Wyclif, Jan Hus, Martín Lutero, Zwinglio o Juan Calvino[5] nunca la aceptaron, al igual que albigenses, cátaros o petrobrusianos.  

Visto desde la perspectiva actual, puede parecer cómico discutir sobre si Dios está presente en sustancia o en consustancia en un pedazo de pan (aunque es muy serio debatir sobre el triunfo o fracaso de Mourinho, of course). Pero no podemos olvidar que durante la Edad Media y la Edad Moderna la religión tenía un papel fundamental. De hecho, discusiones de tipo teológico, mezcladas con componentes políticos y económicos, provocaron guerras sangrientas, condenas a la hoguera y cismas. Porque la religión influía en todos los ámbitos de la vida, desde la legitimidad y el ejercicio del poder hasta en el menú de los viernes de cuaresma.

Por eso debemos ir más allá de la creencia[6]. En un mundo donde no hay separación entre lo espiritual y lo terrenal, la transubstanciación se entiende como un dogma fundamental para mantener el papel del clero como estamento privilegiado. Sólo los sacerdotes podían consagrar el pan y el vino, algo que les confería un estatus superior: Eran intermediarios entre la divinidad y los laicos. Las innumerables herejías eucarísticas de la Edad Media no hacían más que poner en jaque este rol. La Iglesia Católica, en respuesta, declaraba herejes a quienes cuestionaban la transubstanciación (herejes que también tenían intereses más allá de lo doctrinal), “asando” a la parrilla a no pocos individuos. Al mismo tiempo, se multiplicaban en toda Europa los milagros obrados por la hostia consagrada. Era, en definitiva, una guerra religiosa donde participaban todos. El hecho de consagrar un día a la Adoración del Cuerpo de Dios fue un instrumento más. Sólo era cuestión de iniciar el proceso.

A raíz de las visiones de Juliana de Monte Cornilon en un monasterio a las afueras de Lieja y del llamado “Milagro de la Miasa de Bolsena”[7], Urbano IV instituyó, por la bula Trasitusis de hoc mundo (1264), la fiesta del cuerpo de Cristo. Dos prestigiosos teólogos como santo Tomás y san Buenaventura fueron los encargados de redactar el oficio de la fiesta, prevaleciendo la versión del primero. Sin embargo, pese a los esfuerzos, la fiesta tardó en consolidarse y encontró resistencias, asentándose únicamente en ciudades y regiones concretas como Lieja o la Corona de Aragón. La fragilidad de la fiesta fue tal que Clemente V primero (1311) y Juan XXII después (1317) se vieron obligados a refrendarla.

El auge de la fiesta del Corpus Chirsti llegó más tarde, con la Contrarreforma. Con un protestantismo que declaraba el sacerdocio universal y modificaba el sacramento de la Eucaristía, la Iglesia Contrarreformada buscó reforzar el papel de los curas y la importancia de los sacramentos. En la sesión decimotercera del Concilio de Trento (11 de octubre de 1551), se trataba de nuevo la doctrina del Corpus Christi, manteniendo los términos doctrinales pero añadiendo un sentimiento de verdad sobre la herejía. Era una forma de anunciar la victoria de la Iglesia Católica y la veracidad de su dogma, el de la transubstanciación entre otros.

 A partir de entonces, la fiesta del Corpus obtiene una suntuosidad y vistosidad extraordinarias, encargándose obras que pretendían reafirmar el credo católico, apostólico y romano. Y no se escatimó en gastos: en 1594 el Cabildo de Sevilla destinó 5.500 escudos para la celebración del Corpus de ese año, cifra nada despreciable para la época. Este esplendor se mantuvo hasta el siglo XVIII, cuando la Ilustración empieza a imponer una mentalidad más racional. Al ser una fiesta fuertemente jerarquizada y estar excluida la burguesía emergente potenció más esta decadencia.

Sin embargo, la festividad del Corpus ha sobrevivido. Probablemente con menor peso doctrinal y sin las implicaciones ideológicas tan exacerbadas, sigue siendo una de las fiestas donde mejor se plasma las estructuras sociales y políticas. Un análisis profundo de sus formas y simbología nos desvelará los intrincados hilos de la historia y del presente de las relaciones. Porque la comprensión de nuestro mundo siempre empieza por el pasado.


[1] El refranero castellano afirma que “Hay tres jueves en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y día de la Ascensión”. Aunque hay Jueves Santos en los cuales el agua gana ampliamente la partida.

[2] La orfebrería española cuenta entre su producción con hermosas y enormes custodias. Especial mención merece la dinastía de los Arfe, inaugurada por Enrique de Arfe/ de Colonia (1475-1545). Autor entre otras de la custodia de Toledo, vio como sus hijos Antonio y Juan continuaron su labor. También sobresalió su nieto, Juan de Arfe, tratadista y autor de la custodia de Sevilla.

[3] “Y mientras comían, tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y dio a sus discípulos, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo. Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados”. Mateo 26; 26-28.

[4] Explicado de manera rápida y general, sustancia es aquello que hace que una cosa sea lo que es. Accidentes son las propiedades no esenciales y que son perceptibles por los sentidos.

[5] Muchos de ellos hablan de consubstanciación que, aunque no negaba la presencia real, hacía permanecer la sustancia del pan y el vino al lado de la sustancia del cuerpo y sangre de Cristo.

[6] Desde el punto de vista histórico, el valor de la creencia no reside en su autenticidad sino en cómo influyen en el pensamiento y el comportamiento humano. Como explicaba en sus clases el profesor Genaro Chic, todos los dioses han existido mientras haya habido gente que haya creído en ellos y hayan vivido influenciados por su doctrina, su filosofía y su moral.

[7] Milagro representado por Rafael Sanzio en las Estancias Vaticanas.

Francisco Huesa Andrade