“Se entiende por economía de prestigio aquella que se basa en un planteamiento sobre todo emocional. La persona que quiere prosperar en ese campo procura manifestarse de forma destacada ante los demás y demostrar su supremacía haciendo favores o concediendo gracias a los otros, los cuales a cambio han de reconocer la mayor calidad del ser de esa persona benefactora, o sea su especial gracia. La manera de devolver esa deuda de gratitud es intentando por todos los medios agradecer con el propio comportamiento los favores recibidos procurando hacerle los más posibles al benefactor, generando así un fluir de gracia entre las partes implicadas. Es más, la provocación a través de los favores es la base de la competencia, que sostiene al sistema y que puede llegar a ser agotadora.” [1] (Genaro Chic).

Y tanto, me atrevería a decir, como para tener que traer a los terroristas de ETA en trenes de Alta Velocidad. En 1988, España y Francia firmaban un acuerdo por el cual los trenes del AVE se fabricarían en el país galo mientras que los motores serían suministrados por la sueca Siemens. Hubo quien se atrevió a relacionar este hecho con el cambio de política antiterrorista de los franceses, que pasaron a atacar a la banda terrorista (o al Movimiento Nacional de Liberación Vasco como dijo Aznar) como nunca antes.

El AVE era la primera gran obra pública de la España moderna. Henchidos de orgullo patriótico (y moderno), nuestros políticos de todo color y condición, pero sobre todo de color rojo y condición socialista (ay, aquellos maravillosos años pensará Rubalcaba) que ocupaban cargos por doquier en ese país de ensueño, podían al fin presumir de nuestro nombramiento flamante como sedes de unos Juegos Olímpicos y de una Exposición Universal. Era la hora de las grandes obras públicas.

Cuentan que el emperador Augusto gustaba de presumir de cómo estaba quedándole Roma. “Encontré una ciudad de ladrillos y dejo una ciudad de mármol”, dijo al parecer. Tampoco Hadriano, de origen hispano, tuvo reparos en ponerse a construir por todas partes, especialmente en la bética Itálica donde legó un anfiteatro que no solo tenía más capacidad que habitantes la ciudad sino que, además, se ubicaba en un entorno ya saturado de anfiteatros. No importaba, era cuestión de prestigio. Construye, que algo queda.

No se pasa a la posteridad, por lo que se ve, construyendo una biblioteca, sino La Biblioteca. Igual que no se puede impedir ese espíritu tan arraigado en el ser humano de figurar. Por eso no basta con construir un puente, hay que encargar a un arquitecto de renombre que haga El Puente, El Edificio del Ayuntamiento, El Palacio de Congresos, El Pabellón de la Gran Exposición. Y… así. Podrían enumerarse infinitud de casos en los cuales el gobierno de turno de tal corporación municipal, autonómica o estatal han llevado a cabo auténticas barrabasadas para convertirse en los nuevos emperadores romanos. Augusto legó una Roma de mármol, Vespasiano arrasó el complejo palacial de Nerón para construir el Coliseo, Constantino se empeñó tanto en Bizancio que no solo le cambió el nombre a la ciudad sino que la dejó irreconocible. Para bien.

Otra cosa es la cuestión del dinero. Cuentan las malas lenguas que Tiberio era un emperador algo “agarrado” para las cuestiones del dinero. Igual que Marco Aurelio tuvo que subsanar “la herencia recibida” por su abuelo adoptivo Hadriano a base de subidas de impuestos. Nihil sub solis novum, vamos, que todo sigue igual. No hay dinero en Valencia después de las grandes fiestas y fastos por las carreras de Fórmula 1, los Palacios de las Artes y las Ciencias, los aeropuertos sin aviones y otros desmanes varios.

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Rita Barberá, Camps o Zaplana no podían limitarse a pasar a la historia como buenos gestores públicos. Habrían sido como esa infinitud de romanos que ocuparon algún tipo de cargo público y de los que solo se dice “pues lo hicieron bien, oigan”. No, hombre no. Necesitaban como Lucio Porcio en el siglo II en Carcabuey (Córdoba), construir templos, foros y muchas cosas grandes que luego las arcas municipales no podían mantener. No importaba entonces, ni ahora. Lo que importaba era tu cara reflejada en algo, en las fotos, en el prestigio de haber llevado al “pueblo” lo que ellos no sabían que necesitaban.

Llámenlo también Despotismo Ilustrado Postmoderno. Y perdonen por lo de postmoderno. Los valencianos no sabían que necesitaban la Ciudad de las Artes y las Ciencias, pero Barberá y Zaplana sí, así que nada mejor que darle 1300 millones de euros a Calatrava (se concedió en 308 millones). Los zaragozanos lo ignoraban, pero qué falta les hacía invertir 88 millones de euros en el Pabellón Puente (el doble de lo presupuestado), igual que los santiagueses necesitaban la Ciudad de la Cultura (300% de sobrecoste), los ovetenses el Palacio de Congresos de Buenavista (76 millones inicialmente, pero eh, que es de Calatrava así que ya van por 306), los sevillanos el Mercado Metropol (las “Setas” que han costado 96 millones de euros), los jiennenses su tranvía, y así hasta multitud de excusas para la fotografía.

Cuentan que los políticos de la recién estrenada democracia, allá por el final de los 70, se jactaban de que nunca harían como Franco. Siempre creyeron que hacía pantanos para inaugurarlos y que así pareciera que en España se hacían cosas. Luego se dieron cuenta que los pantanos se hacían para llenarlos de agua y que el proyecto hidrológico de la Dictadura se heredó de la II República y ésta a su vez de Primo de Rivera. No contentos con olvidarse de que toda obra pública debe servir primero a la utilidad (pública, se entiende), se rodearon de constructores y una parafernalia folclórica ad hoc con el fin de practicar a diestro y siniestro una economía de prestigio un tanto  mal entendida.

O muy bien, según se mire. La gratitud de los constructores y arquitectos de postín con la forma tan generosa en la que los gobernantes de turno invertían graciosamente en megaproyectos se manifiesta en las cuentas de Bárcenas, en los perdones a Botín, en las concesiones a dedo porque Calatrava es Calatrava y Foster es Foster, y así hasta poder conceder una entrevista en la que presumir de que el mejor arquitecto había hecho el edificio más importante que pondría a la ciudad tal en el mapa mundial. No digan que no les suena la frase. “¡Es el prestigio, estúpidos!” le faltó entonar al alcalde de Sevilla cuando inauguró el Mercado de la Encarnación bajo una cubierta gigantesca y descomunal con un sobrecoste aún más gigantesco y descomunal.

España suma, solo en este siglo XXI, 6118 millones de euros en obras públicas desproporcionadas que van desde el tranvía de Jerez de la Frontera (que el propio ayuntamiento ha pedido a la Junta de Andalucía que cambie por otras inversiones y la Junta insiste en hacerlo) hasta el aeropuerto de Huesca. Sí, Huesca.

¿Cómo se retroalimenta esto? Muy sencillo. Usted es un gobernante y necesita medrar. Ya sea socialmente, ya sea por su propio ego o ya sea por intereses políticos. Ha empezado por abajo, en algún municipio, autonomía, etc. O simplemente usted quiere que su efigie esté en el aeropuerto, como le pasa a Fabra. Es algo muy humano, piénsenlo. A usted le van a hacer un favor, una gracia que usted devolverá concediendo casi a dedo (o sin el casi) el proyecto a un estudio de arquitectura con más portadas que edificios sostenibles. Claro que, para que todo quede fino, el estudio se lo ofertará a un precio “razonable”. ¿Cómo devolverles el favor? Permitiéndoles los “modificados de obra” que en España llegan a suponer un desvío del 30%, algo absolutamente inaceptable en una economía de mercado donde supuestamente a un concurso público se va con un proyecto real.

Salvo en España, Italia y Grecia. Ahí lo llevan.

Aarón Reyes

 

 

 


[1] G. Chic García, “Perdona nuestras deudas. La delgada línea roja”, en G. Chic y F. J. Guzmán (coord.), Perdona… op.cit. pág. 3.