Soy escoria. Soy la basura putrefacta y ponzoñosa que rezuma verde líquido a medio camino de lo pegajoso y lo extremadamente viscoso. Y es esta la conclusión a la que llegué hace tres días, tras observar  un hecho infame, violento, rebosante de sangre y desgracia con la risueña perplejidad de quien duerme menos horas de lo médicamente recomendado. Ese luctuoso acontecimiento tuvo lugar a cien metros de la morada que actualmente cohabito en régimen de gratuidad familiar y, la verdad, es que no tiene nada que ver con el tema central del artículo.

Salvo con las dos primeras frases.

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Hace tres días sufrí una revelación a causa de esa tragedia hiperbólica atestiguada por estos ojitos que se han de comer la tierra. Dos horas más tarde, tras limpiar los restos de glóbulos y vísceras de mi excepcionalmente divertida camiseta de Batman, una fuerza superior me hincó de rodillas en el suelo sin intenciones analmente perversas. Simplemente ahí estaba, padeciendo los efectos de la Epifanía Azarosa, iluminación celeste que esta vez me arrojó con la fuerza sideral del cosmos contra un asunto de excepcional importancia para quienes habitamos este pedazo de tierra recortada con la silueta de un país hermosamente ignorado como es Portugal a un lado, dos guaridas del tesoro pirata a norte y sur y la Manga del Mar Menor a un lado.

Creí haber descubierto qué puñetas le pasa al cine español que más se angustia cuando piensa en sí mismo, como un funcionario interino o un hepático en la fase final de su agonía amarilla.

Por supuesto, como toda revelación que se precie, estaba cargada de inexactitudes, ausencia de matices responsables y justos para con los protagonistas y, sobre todo, repletita de una mínima verdad acorazada a base de experiencia inevitablemente personal.

Permítanme pues que comparta con ustedes este breve pensamiento ahora que se acerca el verano y tendrán tiempo para protagonizar sus propios ramalazos de sapiencia divina.

Creo que el problema mayor de no solo el cine, no solo la literatura, no solo la música, sino las artes y la cultura y los medios españoles tiene que ver con un milenario, ancestral campo de batalla tristemente olvidado, desterrado a base de transformarlo en un entorno rancio, prematuramente apergaminado y desfasado: la lucha de clases.

¿Y eso por qué? ¿A qué viene auto-pegarse una patada y arrojarse al siglo XIX ahora que estamos tan meridianamente bien en el XXI? Pues porque si a ustedes les entra la risa floja cuando oyen en las noticias o en las cuevas de los tertulianos con micrófono que se está “desmantelando la clase media” e inmediatamente después la carcajada les sacude el cuerpo cuando escuchan la infame descripción de lo que para el tertuliano o el post-becario de redacción es “clase media”, entonces lo que viene a continuación no les va a pillar de nuevas.

Porque si uno le dedica hora y media a husmear con el afán rastreador de mi perro Procropio (un labrador precioso, dorado) las biografías de los directores de cine patrios aglutinados en todas y cada una de las secciones de festival bautizadas como “NUEVAS OLAS”, “RESISTENCIAS”, “PANORAMA JOVEN”, “YOUNG FILMMAKERS” y otras etiquetas sacadas de un creativo de planta de El Corte Inglés, descubren detalles fascinantes.

Así, echando un rápido vistazo, porque toda vida tiene algo mejor que hacer que cotillear los mundanos orígenes del auteur, uno descubre la extraña progresión de cada generación de cineastas españoles desde, pongamos, el Año Uno Después de Franco, una (quiero imaginarla así, porque me chiflan) desquiciada línea curva que comienza con Daniel Sánchez Arévalo y el siempre grimoso Elías León Siminiani compartiendo estudios en la New York Film Academy gracias a una beca Fullbright. Bueno, dirán, ¿qué tiene eso de malo? ¿Es que te come la envidia, amargado de los cojones, eh? No, para nada, la verdad. Es de admirar que alguien pueda decidir dónde y cómo convertirse en director de cine, incluso si es continuando la ya tan trillada hagiografía artística del “me gasté una pasta gansa en una escuela privada del arte que sea y no me enseñó nada salvo a conocer gente y lo que soy lo he conseguido gracias a mí mismo y mi afán de aprender y blablablá”. Hasta este punto todo parece normal, correcto, una serie de vidas y trayectorias sutilmente determinadas por la suerte y por un poco de afortunados orígenes familiares (los papás de Sánchez Arévalo se dedican a esto del espectáculo videograbado, lo que le abre, como mínimo, un poco más las puertas del negocio, la industria o como prefieran invocar al monstro que al hijo de un miserable panadero de Sierra Morena). Lo extraño y lo incómodo comienza ahora, cuando uno se interesa por los orígenes y la trayectoria de los últimos cachorros lactantes acogidos por las secciones más jóvenes de las muestras de cine españolas y allende las fronteras pirenaicas. Desde Los Hijos a eso que han venido a llamar como La Nueva Ola Gallega, desde Barna a los planos aéreos en ultraHD del Guadalquivir, de un extremo a otro, los veintitantoañeros-treintaypocoñeros que se colocan frente a las salas medio vacías del evento de turno para presentar su obra acumulan tal cantidad de títulos, certificados y menciones académicas que harían bizquear del pasmo a cualquiera de esos abogados fanfarrones que tapizan la pared del despacho con diplomas sacados de Google.

Las menciones incesantes a cursos de cine en la escuela de San Antonio de los Baños, al agujero negro de masa cero que son los másters en la Pompeu Fabra, a la escuela TAI, a la ECAM, a la ESCAC, al CCCB, a la New York Film Academy (de nuevo) y a otras tantas enseñanzas regladas dan, como mínimo, bastante que pensar.

¿Se imaginan qué hubiera sido de la música popular de los sesenta, setenta y ochenta de haber salido casi exclusivamente de a) los salones de las casas de no niños de papá, sino niños no tan ricos pero en absoluto pertenecientes a la escoria obrera y b) he aquí la pesadilla goyesca más aberrante: de los despachos, laboratorios, aulas y cursos de las universidades?

El pijerío de baja y alta intensidad ha dado grandes, grandísimas obras a la humanidad. He aquí el ejemplo más tosco y, sin embargo, más admirable: Buñuel era un señorito de tomo y lomo, sí, pero un señorito más tarde convencido de una ideología comunista que acabó llevando a la práctica en su propia persona (o eso dice en sus memorias). De hecho, asomarse a las vanguardias de cualquier década es asomarse a un montón de chavales cuyas preocupaciones existenciales más inmediatas les dejaban tiempo más que de sobra para hastiarse de las formas y las tripas de la literatura, la pintura o la música del momento. Si ustedes me preguntan yo les responderé que no, que por favor no los desprecien por este lamentable resentimiento de clase. Los niños de papá son absolutamente necesarios para el arte y quien diga lo contrario, bueno, quien diga lo contrario seguramente ahora tenga todas las papeletas para estar experimentando un orgasmo escuchando el disco de algún grupo de rock salido del garaje de una zona residencial californiana.

Dicho lo cual, ¿qué ocurre cuando la proporción se descompensa? ¿Cuándo tanto el cine (odio con furia china llamarlo así, pero para no andarnos con más rodeos ni tecnicismos) “popular” como el de los diez mil géneros bautizados hoy Cine Marginal y mañana Cine Invisible y al otro Ese-Otro-Cine y el mes que viene LittleSecretEuropeanContestatariosFIlm, en fin, qué pasa cuando todos esos discursos, esa sucesión de imágenes e ideas e insinuaciones las ejecutan personas que en su mayoría comparten una trayectoria extraordinariamente paralela en muchos sentidos?

¿Es posible que esa sensación de falta de autenticidad de conexión con lo que es estar vivo y en el mundo y tener terminaciones nerviosas fabricadas con la intención de recibir estímulos genuinos, no sobreintelectualizados, de todo ese cine, de vanguardia o retaguardia, de Lluis Miñarro o Enrique Cerezo, tenga algo que ver siquiera remotamente con el hecho de que en su gran mayoría nace, crece y se reproduce endogámicamente en entornos académicos, universitarios, institucionalizados y, sobre todo, de la mitificada clase media que no es tal?

Vuelvan a rastrear. Tópense con el colmo de la sobrecualificación académica que es el último efebo gallego, Lois Patiño. Cita a Straub-Huillet, por supuesto. Cita a Guerín. Cita a todos los lugares comunes del cine salido de asignaturas que empiezan con “Análisis de…” y acaban con el hermoso amor por el arrullo de tus propias reflexiones sobre lo que estás viendo o, peor, sobre lo que vas a ofrecer ver.

Repito: proceder de una familia de clase media o incluso media-alta que se puede permitir desembolsar las astronómicas cantidades que suponen que el niño se vaya a Barcelona o, peor, a La Capital del Mundo a estudiar cine y seguir acumulando títulos y luego casi autoproducirse la tesis-ópera prima-clon de auteur europeo de reportaje del Cahiers y luego pagarle la manutención cuando tenga que buscarse un trabajo con el que poder pagarse el alquiler en Sol, nada de eso es intrínsecamente malo, nocivo o deriva en un cine peor o mejor. Lo jodido es cuando la progresión se vuelve drásticamente a su favor.

Lo puñeteramente jodido tiene lugar cuando la evolución de los escalones más bajos del acceso a los medios y las artes se orientan cada vez más a la aleatoria condición de dónde has nacido. De si puedes permitirte el lujo de aceptar becas no remuneradas (también conocidas como trabajar gratis), de si la fuerzas de la difusión y la capacidad de presentar el fruto de tu trabajo musical, literario, artístico va a depender de lo herniado que termines tras la jornada laboral en tu empleo de mierda para sobrevivir allí donde se supone que tienes que ir para raspar la verja de, no sé, llamémosle mundillo. Y ésa desde luego tan solo es la superficie de un problema que, como todos los problemas de verdad, tiene la noble condición de alimentarse a sí mismo.

La crítica seria y la que no lo es tanto, los analistas de la caverna impresa y de la gruta digital, los de la melé de publicación amateur y los de acreditación al cuello, los hooligans boyeristas y los gentlemans antiboyeristas y anticahiers, todos al final acaban admirando la misma contradicción, lamentando este joven cine viejo antes de nacer, perdido, desorientado entre tanta “deuda” para con sus maestros de escuela, entre tanta introspección del lenguaje y la (lo siento, Señor, apiádate de mi verbo) “sintaxis”, acusando de esterilidad, encorsetamiento y amuermamiento feroz a esas jóvenes promesas que ellos mismos forman y educan.

Si no han dado con la paradoja es porque viene ahora, cuando encendemos el ordenador y descubrimos el inigualable placer de ver un capítulo de Louie y su talento de cómico sacado de una vida, de un puñetero saco de experiencias personales que ahora uno ni se atrevería a meter dentro de la falsaría etiqueta de clase media.

La de los hijos de esa clase media que creen que conformarse con un Volvo de segunda mano del año 2004 es padecer los rigores de orígenes modestos. Que coger un autobús por las mañanas  desde su piso de estudiantes en el centro porque la facultad la han levantado donde Cristo perdió la sandalia es la Dura Vida del Joven Desheredado. Que limitarse a mejorar tu alemán en la Baja Sajonia durante seis meses subvencionado con dinero familiar porque no pueden financiarte el Máster en Documental y Comisariado de Exposiciones es “otro síntoma de la crisis que azota a la juventud”.

Como decía al principio, quien les habla es escoria, parte de esa inmundicia de extrarradio que se pasma silenciosa y caballerosamente cada vez que forma parte de una conversación donde las encrucijadas monetarias, clasistas de ciertos conocidos son las opciones inexistentes de un servidor. Tampoco se equivoquen en esto: dedicarse al cine, la literatura, la música o la papiroflexia profesional, da igual, siempre ha sido un camino sembrado de ortigas y penurias. Sin embargo, eso que algunos todavía se empeñan en llamar “juventud” no existe, al menos no en el ámbito de los oficios de la cultura de este país. Con una universidad cada vez más esculpida a la manera de las escuelas privadas, donde los rebeldes pagan religiosamente sus matrículas para despreciar cada curso, a cada docente, presentando al mundo los frutos de su inconfundible debate intraacadémico particular, con los chicos de genuina clase obrera atrapados empírica e ideológicamente en el prejuicio de que nada bueno puede salir del extrarradio, que la falta de miras y aspiraciones hacia la “alta intelectualidad de departamento de facultad y/o revista especializada y/o jurado de Locarno” equivale a un rango menor de sensibilidad e inteligencia, con, en definitiva, un sistema de arte y medios de comunicación populares y marginales y de cualquier tipo concebible cada vez más organizados en función de dónde vienes y de quién eres hijo, pueden estar seguros de una cosa: vamos a tener una cultura eminentemente Pre-Pija.

La clase de pre-pijerío que se puede permitir el lujo hartazgo existencial por encima de cuestiones más mundanas, diarias, notables, universales. La que un buen día se cansa del debate filosófico y se deleita con algún drama social.

La cultura que silenciosa pero tácitamente se lo puso cada vez más difícil a la juventud que todavía se parte y se monda maravillosamente cuando le presentan al supertraumatizado Xavier Dolan como emblema de cineasta joven, transgresor y rebosante de talento.

Qué bueno sería verlos a todos juntos, revueltos incluso, como una de esas calles londinenses (ya que estamos) de los documentales setenteros, con mods malencarados a un lado de la avenida, punks bailongos a otro y en medio cantidad de chavales de todas clases, mezclando el discurso de desquiciada alegría furibunda de unos y la serena calma poética de otros y, coño, de repente también se puede aprender algo de esos que salen de la universidad.

Ahora asómense por los círculos más especializados de cualquier disciplina, por las redacciones de cualquier periódico nacional, de cualquier televisión, echen otro rápido vistazo. Traten de oír alguna voz genuinamente joven, una que no sea la copia de un director de tesis, de un profesor admirado, del sibaritismo Pitchfork, de un mecenas exquisitísimo de la cultura de premios y certámenes, una voz que no se enfangue en la crítica reseca de mano-bajo-el-mentón o de Mi Vida Es El Cine/ Mi Vida Es La Poesía Tardo-Gótica.

Nosotros, escoria cultural, estamos bien jodidos, por nosotros mismos, por los que aspiran a algo más y acaban impartiendo las mismas charlas a cambio de créditos universitarios que tanto despreciaban, por la mitificación propia y ajena de lo que significa salir desde el extrarradio con el cerebro bulléndote y la cuenta del banco a la altura de tus “conexiones con el mundillo”. Cero.

Somos minoría, pero no se preocupen: probablemente en un lustro hablarán de todo esto dentro del programa de algún ciclo de iniciativas culturales.

 Isaac Reyes