El final de mayo tiene un siniestro punto de horror vacui. Tal vez sea por el ambiente irrespirable que empieza a germinar en esta ciudad del Mediodía. Por las calles desiertas pasea un sol poco caritativo jugando a recalentar el mercurio. Los anhelos toman la forma de una brisa suave de atardecer que calmen el sofoco, el sudor y las sandalias de goma. Mientras, como las aves, las fiestas empiezan a emigrar a un Norte donde el invierno muta en primavera tardía de verbenas y flores a María.

Yo, además, me pongo de mala leche por esta época. Recogida la túnica de la tintorería y con los farolillos marchitos, en el horizonte solo diviso una larga diáspora de apuntes y de exámenes a corregir, un panorama que haría llorar hasta al ukelele de un hawaiano. Casi tan lejos como Honolulu queda el paraíso prohibido de playa y agua salada, de la calma y las olas, antídoto perfecto que disuelve las manchas de polvo de tiza. Terapia de los solitarios, el negro sobre blanco alivia mi espíritu. Despotricar encima de colectivos insufribles y conductas enervantes es un ejercicio reconstituyente, al mismo tiempo que una bonita manera de hacer amigos. Porque si hay algo que le sobran a esta su revista de cabecera, son amigos. Los caballeros jedi, las juventudes de Falange Española, los psicólogos reputados, los beatos de la transición democrática, las refractarias de la depilación femenina y los enemigos de Fernando Jaúregui pertenecen a este selecto club que, después de este artículo, sumará nuevos socios.

No se trata, sin embargo, de desparramar bilis por las paredes de la redacción. Nobleza obliga a trazar un argumento que encadene las críticas con cierta lógica y elegancia. Buscando llenos, con el pretexto de tener un tema para juntar letras y repartir estopa, me encerré en una sala de cine previo abono de su importe. Historia, política y el séptimo arte. Lo mismo así, además de las amenazas de muerte, captamos algún lector para la causa.

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Dalton Trumbo, comunista.

Dalton Trumbo era comunista. Es complicado precisar qué es ser comunista. De hecho, ni siquiera Marx lo sabía. Probablemente Lenin si tuviera una idea más aproximada del concepto cuando planeaba el asalto al Palacio de Invierno desde el Instituto Smolny. El soviet es el soviet y cierra Rusia. Stalin, un señor de piel gruesa, carácter férreo e ideas claras, centró el debate en los Procesos de Moscú. “Siberia, región de vacaciones”, rezaba el lema de una promoción de inolvidables estancias en un gulag frío con vistas a la árida estepa.

Europa, empeñada en llevar la contraria, tiraba por la calle de en medio. Entre los vapores taberneros de su sede de St. James, la Sociedad Fabiana adquiría una pincelada romántica de intelectualidad y compromiso. H. G. Wells, George Bernard Shaw o Emmeline Pankhurst tenían un glamour del que carecía Bad Godesberg, pragmático como color gris hormigón del muro que dividía Berlín. Enrico Belinger, sardo de talante creativo, se salió por la tangente, mandó a la Unión Soviética más allá de Vladivostok y comenzó a dar sus pasos sin la tutela del gran gigante comunista. Eran los años 70. Italia quemaba, Stalin había muerto, Dios tenía la voz de Andreotti y la gasolina había doblado su precio por obra y gracia de las guerras árabe-israelíes. No obstante, en Europa seguíamos sin ponernos de acuerdo en qué era un comunista. Pablo Iglesias y Alberto Garzón, entre sonrisas y corazones, se lo están preguntando ahora mismo mientras se duermen la nuit debout.

Y luego está Estados Unidos. Ser comunista en Estados Unidos es como ser diabético en una pastelería. Sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial. Truman había lanzado su doctrina, sentando las bases de su tesis sobre el término comunista: literalmente, el malo. Corea oscilaba sobre el paralelo 38, Europa del Este sucumbía al rojo y Lavrenti Beria había detonado con éxito la RDS-1 en el sitio de pruebas de Semipalatinsk. Vencido el enemigo nazi y con “la bomba” en manos de los rusos, se hacía más arduo aún (casi contradictorio) predicar la desaparición del sistema capitalista en el país donde el libre mercado es una religión (como en casi todo el mundo hoy). Cobrar una nómina de Hollywood tampoco lo hacía más fácil. Dalton Trumbo lo comprobó en sus carnes. La feroz campaña de persecución del senador McCarthy haría el resto.

Ponerse enfrente de republicanos, irlandeses, italoamericanos, católicos y alemanes, pero sobre todo del entonces presidente del Screen Actors Guild (Sindicatos de Actores de Pantalla) Ronald Reagan y del afamado John Wayne debía tener su gracia. De esta forma lo entendieron el propio Trumbo y nueve amigos suyos, bautizados para la posteridad como “Los Diez de Hollywood”. La broma de reivindicar la presunción de inocencia y la libertad ideológica al negarse a declarar ante el Comité de Actividades Estadounidenses descubrió sus cartas. La guasa la pagaron con un pijama de presidiario y una temporada a la sombra. Cosas de la mayor democracia del mundo.

No hay nada nuevo bajo el sol. Cuando Dalton y sus colegas fueron encarcelados durante la llamada “caza de brujas” habían transcurrido más de cuatro siglos desde que Inocencio VIII reconociera la existencia de las brujas en la bula Summis desiderantes affectibus. Era 1484. Tres años después, Heinrinch Kramer y Jacob Sprenger publicaban su bestseller, el archiconocido Malleus Meleficarum. Caídas muchas las hojas del calendario, en 1947, diez hombres consagrados al séptimo arte pactaban con Satán para rendirle culto a cambio de una serie de poderes, como causar maleficios, volar, transformarse en animales y simpatizar con el comunismo. Si quieren conocer el resto de la historia, pueden ver “Trambo: La lista negra de Hollywood”, de Jay Roach, o leer Las brujas de Salem de Arthur Miller. O vean “Vacaciones en Roma”. No tiene nada que ver pero Audrey Hepburn y Willy Wilder nunca decepcionan.

CANNES, FRANCE: American movie director Dalton Trumbo pose for photographer 17 May 1971 in Cannes as he presents his latest movie "Johnny Got His Gun". Trumbo (1905-1976) was a victim of the anti-Communist witchhunt campaign instigated by John Parnell and Senator Joseph McCarthy between 1947 and 1954. In 1947 Trumbo was condemned by the HUAC (House Un-American Activities Committee) along with nine other Hollywood personalities. The group is known as the "Hollywood Ten". In the 1960's Trumbo could work again under his real name thanks to the intervention of actor Kirk Douglas. (Photo credit should read AFP/Getty Images)

Dalton Trumbo, guionista.

Me acabo de saltar la nueva regla de mi código ético no escrito: prohibido recomendar películas. Acusado por mis “rollos culturales” y de friki (¡qué más quisiera yo!), no tengo ánimo de cargar con el estigma de ser el pedante e intenso pseudo-intelectual que recomendó “La Gran Belleza” a un espectador impaciente casado con la acción y los valores absolutos. La doctrina de Mani viene del siglo tercero después de Cristo. Narrar un guion de dos principios eternos (el bien y el mal) luchando entre sí puede tener su momento, pero abrazar una concepción dualista del cosmos me parece excesivo. Especialmente si se disfrazan con máscaras o combaten con espadas láser. Lo peor de la exquisitez moral es asimilar las aristas de un mundo poliédrico donde el blanco y el negro son ideas irrealizables, además de una excusa para no enfrentarse con valentía a los cambios de la vida. La contradicción es más auténtica. Y más divertida.

En la sociedad posmoderna, el hombre unidimensional es víctima de su propia moral y de su carencia de filosofía. Recitar un mantra de principios irrenunciables dignos de tuitear regala followers a costa de perder profundidad. Marcuse tenía razón. Sartre también. La libertad es una condena. Una bendita condena bañada con la sangre de las almas heridas. Plegarte a las exigencias del régimen o resistir. Ser uno mismo o seguir a la mayoría aborregada. Perder todo luchando por lo que amas o arrugarte a las circunstancias arrimado a la calidez de la tranquilidad. El pensamiento o el dólar. Somos nuestras elecciones, el camino escogido en una sucesión de encrucijadas hacia ningún destino prefijado. Ello nos hace responsables de nuestros actos y culpables de nuestros errores. Son las desventajas del libre albedrío. Se está mejor siguiendo la corriente del manriqueño río de la vida que nadando a la contra. Después de todo, nadie se libra de desembocar en el mar.

Dalton Trumbo era guionista, una profesión tan arriesgada como su militancia política. Y no por las condiciones laborales, el salario y el papel dentro de la industria cinematográfica. Escribir, bien sean artículos, ensayos, novelas o guiones, es una introspección personal, un océano de dudas al borde del abismo. Es responder en un puñado de páginas si merece la pena la valentía o resulta más productiva la cobardía. Es abordar las dudas propias y ajenas en la soledad de una bañera adaptada. No lo beatifiquen. No hay bien ni mal, solo una disyuntiva, matices, miedos, pasado, deudas, complejos y futuro. Trumbo escogió trabajar de guionista. Como también eligió ser comunista. Simplemente eso, decisiones. En el trayecto dejó damnificados, muchos de los cuales no lo considerarán jamás un héroe. Adolescencias perdidas, moradores de una peregrinación por el desierto sin tierra prometida, Judas ahorcados en la revancha con su sombra… Trumbo, con la consciencia mancha por la culpa, no es el bueno ni el malo. No sean seres inhumanos. De juzgar se ocupará la mano que sostiene la balanza de pecados y virtudes de las postrimerías. El escritor, con sus valores al hombro y la consciencia vacilante, estaba solo frente al estrado. Tenía la última palabra, la suya. Desatar la tempestad o anclar la quietud. Ya lo dijo un escritor de mi pueblo: “ser fiel a uno mismo se parece bastante a la soledad”.

Advertido estaba. Si quieren enterarse de algo más les va a tocar ver la película. Aunque no salga Audrey Hepburn.

Francisco Huesa (@currohuesa)