Aunque la Historia es una disciplina científica que reconstruye la realidad pasada anteponiendo la verdad a la mentira, el pensamiento dual del ser humano hace que sea imposible separar razón y mitología. Ejemplo de esto son las biografías de las figuras históricas más relevantes, plagadas de leyendas y favoritismos que divinizan y demonizan a partes iguales. Los nacionalismos, con fuerte base irracional, explotaron estos mitos para crear una memoria histórica (la memoria contrapone lo que se recuerda con lo que se olvida, por lo que el apellido de “histórica” resulta una contradicción) capaz de legitimar su posición y llenarlos de Ser, algo necesario para la comunidad, como acabamos de ver estos días en Francia[1].

En comparación con el país vecino y otros países ahora llamados occidentales, es curioso comprobar como la mayor parte de las glorias e hitos nacionales españoles están vinculados a la derrota. Mientras Nelson luce triunfante en Trafalgar Square y Napoleón corona vestido de general romano la columna de la place Vendôme, el derrotado Daoiz vigila con sus enormes pies la plaza de la Gavidia en Sevilla. El franquismo, que se apropió de los símbolos del país identificándolos con el régimen (como también hace, por ejemplo, el PSOE-A con los emblemas de Andalucía), tiene culpa de ello. Pero igualmente la tienen el escaso peso de la historiografía nacional (hay excepciones) y la interiorización de la “leyenda negra” por los propios españoles.

La “leyenda negra”, según Geoffrey Parker[2], se forjó en Italia en el siglo XV. Acusados de estar emparentados con los musulmanes y los judíos, un pecado grave para una época que aspiraba a la limpieza de sangre, los españoles eran tenidos por gente cruel, lasciva y orgullosa. Esta imagen no era exclusiva, ni mucho menos, de las clases populares y se extendía entre los círculos más elevados, como prueba el archiconocido “non placet Hispania” de Erasmo de Rotterdam. La expansión del poder español por Europa, la lucha obsesiva de los Habsburgo contra el protestantismo y las atrocidades del ejército, saco de Amberes incluido, acrecentaron este odio, que se avivó aún más si cabe tras las denuncias hechas por el dominico sevillano fray Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, obra donde se relataban las crueldades cometidas por los colonos españoles en el Nuevo Mundo.

Felipe II fue, probablemente, el más vilipendiado y desacreditado por esta “leyenda negra”. En un ambiente claramente antiespañol, la negativa del monarca a que se escribiera una biografía “oficial” de su reinado (muy celoso de su intimidad, a Felipe II no le agradaba airear su vida privada ni mostrar su personalidad) allanó el terreno a sus enemigos, deseosos de firmar una historia “no autorizada” donde salieran a la luz todo tipo de defectos, crímenes y zafiedades, fueran ciertas o no. Fue su amigo de juventud y posterior rival político, Guillermo de Orange, quien hizo la primera biografía de Felipe II. Bajo el título de Apologías, esta semblanza era muy detallada y su éxito editorial fue fulgurante. En el año de su publicación, 1581, se imprimieron cinco ediciones en francés, dos en holandés y una en latín, alemán e inglés[3]. Con evidente sed de venganza por el edicto de proscripción revisado por Granvela, Orange acusaba a Felipe II de adúltero e incestuoso, de haber matado a su hijo Carlos y a su mujer Isabel, y de ser un tirano y un fraudulento (los políticos actuales no han inventado ni siquiera lo de calumniarse). Obra propagandística al fin y al cabo, Apologías sirvió de fuente para autores posteriores que, sin ningún rigor, fueron asumiendo las palabras del príncipe holandés.

Felipe II

La otra gran fuente de los autores protestantes para reconstruir la vida de Felipe II fue Antonio Pérez, secretario del rey caído en desgracia. Con acceso a toda la documentación de Estado, los papeles rescatados por el guadalajareño en su huida a Francia le permitieron sacar pingües beneficios con Relaciones, un libro que escoge minuciosamente los documentos divulgados para lavar la imagen de Pérez y manchar la de Felipe, que era presentado como un tirano mezquino, rencoroso y algo obtuso. Las anécdotas narradas por Antonio Pérez dibujaban a un rey arbitrario, injusto y de dudosa legitimidad, muy al gusto de los protestantes.

Esta representación tan descaradamente hostil tuvo eco entre la historiografía católica de la época. Opiniones como las del portugués José Texeira o del muy pelota Íñigo Ibáñez de Santa Cruz[4] se mantenían en la línea de los protestantes. Ibáñez de Santa Cruz llegó incluso a juzgar las costumbres de Felipe II como “afeminadas”. Con todo, no tardaron en aparecer corrientes que enaltecieron la figura del monarca, cuyo reinado acabó identificándose con la edad de oro de la monarquía hispánica. Cristóbal Pérez de Herrera, médico del rey, Diego Ruiz de Ledesma o Baltasar Porreño firmaron auténticos panegíricos, siendo más extensas las publicaciones de Antonio de Herrera y Lorenzo van der Hammen. Probablemente la biografía contemporánea más exacta de Felipe II sea la de Luis Cabreara de Córdoba, Historia de Felipe II: Rey de España. El contacto directo con la corte y la relación con muchos personajes de la época casan muy bien con el tono sensato del autor.

Cuando los historiadores del siglo XIX y XX quisieron levantar, ya con una metodología científica y con papeles en la mano, la vida de Felipe II, no pudieron escapar ni de la “leyenda negra” ni de los estereotipos. Una mala interpretación de la correspondencia personal del rey, hecha de manera descontextualizada, deformó la figura de este, no siendo hasta la conmemoración del cuarto centenario de su muerte cuando se ha tenido una visión más certera de la personalidad de Felipe.

A Felipe II se le describió como a una persona fría, poco afectiva hasta con las personas más allegadas, rígido en sus creencias y en sus decisiones políticas, débil con el poder[5], inaccesible para el pueblo, con un concepto divino de su gracia, inseguro, vacilante, indeciso, tendente a la enfermedad, solitario, aburrido, obsesionado con el trabajo y con ambiciones hitlerianas[6]. Y mientras unos niegan cualquier forma de perfección en él, “ni siquiera en la maldad”[7], otros “no han secado sus ojos, ni cesaran de llorar hasta el final de sus vidas”[8] por su muerte.

Es común que, cuando se llega a tener un conocimiento tan dilatado de la psicología e individualidad de un hombre de Estado como Felipe II, aparezcan rasgos de incertidumbre, vacilación e inflexibilidad en su persona. Detrás del “gran hombre” siempre está el simple ser humano con corazón y cabeza, lleno de dudas y certidumbres, de miedos y soberbia. No se puede olvidar que la segunda mitad del siglo XVI es una época especialmente compleja donde la religión juega un papel crucial, los equilibrios de poder mudan al instante y las antiguas relaciones internacionales basadas en principios morales son sustituidas por acuerdos oportunistas de gran fluidez. Mientras la Iglesia Católica trataba de recuperarse del golpe de la Reforma Luterana, franceses luchaban contra franceses en las Guerras de Religión y anglicanos ingleses apoyaban a protestantes holandeses contra los tercios españoles. La intransigencia religiosa impedía la estabilidad, los monarcas europeos carecían de grandes proyectos políticos y ningún dirigente podía hacer gala de un éxito rotundo porque resultaba imposible mantener el triunfo durante mucho tiempo[9]. Sin entender la época no se puede conocer al hombre.

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Si algún ideal tenía claro Felipe II, ese era la defensa de la Cristiandad. Al igual que su padre Carlos V, era un fiel devoto, temeroso de Dios y fuertemente creyente. Había interiorizado la salvaguardia del catolicismo como una creencia superior a su propia existencia. Su misión como Católica Majestad, título que ostentaba, era combatir la herejía protestante e implantar el catolicismo en todos sus territorios (y en la medida de lo posible, en los ajenos también). Desde un concepto patrimonial de la monarquía, todas las decisiones de Felipe II estuvieron guiadas por la fe y el celo religioso. No obstante, no se debe exagerar hasta el extremo la religiosidad de Felipe II, especialmente si la comparamos con la de sus contemporáneos. Como anteriormente se apuntó, la religión tenía en el siglo XVI (y así fue hasta la Ilustración) un papel central en todos los aspectos de la vida, dominando el transcurrir diario de la personas, fueran pobres o ricas. La política no era una excepción. Y si bien los monarcómacos empezaban a asomar la cabeza en la teoría política, la legitimidad del rey seguía viniendo de Dios. Ir contra la ley divina era uno de los pocos motivos para anular la legitimidad de un monarca (en los sistemas donde Dios es la verdad, el poder va de arriba hacia abajo). Felipe II fue una persona profundamente religiosa sí, pero los grandes mandatarios coetáneos también lo fueron. Quizás en menor medida, pero lo fueron. La diferencia estriba en que Felipe II la convirtió en su principal causa, no en una parte de las mismas.

La delicada salud de Felipe II es otro debate historiográfico. Es cierto que al final de su vida tenía un estado precario, sus ataques de gotas eran constantes y se movía en una silla especial diseñada por Jean Lhermite[10]. Tuvo enfermedades tan “simpáticas” como el paludismo (que sufrieron también su padre y su hijo Carlos) o la hidropesía y llegó a perder la movilidad de la mano derecha, hecho que le impedía firmar los documentos. Pero urge no olvidar que vivió 71 años. La esperanza de vida de la época era de 23-25 años, 29-31 eliminando la mortalidad infantil. Si atendemos a los datos y le sumamos los escasos conocimientos médicos de la Edad Moderna, Felipe II vivió de balde muchos años que no le correspondían. Su salud, de cualquier modo, nunca fue buena y posiblemente su estado se viera agravado por una alimentación poco equilibrada y con muchas carnes rojas. Pero llegó a viejo gobernando. Eso no quita que su cuadro clínico le hiciera depender mucho de los médicos, en quienes no confiaba. Tampoco acudía a curanderos. Prefería andar e ir al campo para remediar los males. Y aunque tuvo periodos de tranquilidad, con los años su estado empeoró, tomando la vejez con resignación.

La imagen de una corte triste pertenece precisamente a los últimos años de la vida del rey, cuando la preocupación por su salud era apremiante. Antes no era así. Asumido el ceremonial cortesano borgoñón (no sin quejas dadas su exigencia), en los veinticinco primeros años de reinado la corte no careció de vitalidad. Los nobles participaban de las actividades con gran interés, al igual que la reina, especialmente Isabel de Valois, que quiso reproducir en Madrid la alegre y decadente corte renacentista francesa. La clientela nobiliaria buscaba obtener empleo y oportunidades en un teatro que no solamente era un ritual sino también un marco de ocio, entretenimiento y diversión. Pese a su frecuente ausencia de la corte, el rey disfrutaba con las fiestas y tenía muchas distracciones. Era bibliófilo (por trabajo no podía leer todo lo que él apetecía), amigo de la música, gustaba de la caza y encontraba enorme placer en las justas y torneos. Felipe, enemigo de las frivolidades, intentaba tomar parte activa en todas las festividades salvo que su salud se lo impidiera. Gozaba de las fiestas. Lo que le incordiaba verdaderamente era la “etiqueta”.

Este escaso amor a los protocolos era, en buena medida, parte de su timidez. Indudablemente, Felipe II no era una persona cálida. Había sido educado como miembro de la realeza, debía de evitar expresar sus sentimientos en público y esconder cualquier resquicio de debilidad emocional. Su rígida formación le imprimió un carácter disciplinado, modesto y en parte austero (todo lo austero que pueda ser un rey). No le halagaban las multitudes y se oponía al culto a su personalidad. En Andalucía, una vez, al hallarse acosado por miles de personas, salió por la puerta de atrás. Inaccesible y separado de un pueblo que le preocupaba de verdad, se impuso la regla de atender a particulares en el camino de ida y vuelta a la misa dominical, caminando deliberadamente lento para dejarse alcanzar. Era un paréntesis. Los reyes, tanto en España como en todas partes, no cultivaban el trato común.

Su sentido de la responsabilidad y del Estado son legendarios (la herencia alemana saltó por ahí): rara vez desatendía su trabajo, su agenda era frenética y su obsesión por controlar las nimiedades más insignificantes era en ocasiones improductiva. El rey, entendía, no podía darse el lujo de descuidar sus labores si bien se lamentaba de las cosas que no podía hacer a causa de sus negocios. En la primavera de 1572, en un trayecto a Madrid, le pesó no visitar los campos “que dicen que están muy lindos”[11]. Añoraba huir de sus labores y deseaba, como cualquier humano hasta arriba de trabajo, estar tranquilo. Ello fue interpretado por los embajadores en la corte como una necesidad de soledad. Probablemente, como subraya Henry Kamen, simplemente trataba de escapar de su jaula de oro.

El mayor sacrificio que suponía para Felipe II el trabajo y, anecdóticamente, el mito más injusto con su persona, era su relación con la familia. Lógicamente, hay que partir del carácter diferenciado de las familias reales: En el siglo XVI las familias reales no eran como las otras familias (tampoco lo son ahora). Todos los aspectos, desde las relaciones interpersonales a los quehaceres diarios pasando por la vida marital, eran diferentes. Felipe II lo vivió de tal manera desde pequeño. Su padre, a quien apenas vio durante su infancia, lo trató siempre con frialdad y la pérdida de su madre Isabel de Portugal a los doce años le privó de su única figura afectiva durante sus primeros años. Educado por sus tutores y una madre postiza, el hecho de presenciar muchas tragedias y numerosas crisis le forjó un temperamento gélido que muchos llegaron a extender en su relación con la familia.

En sus dos primeros matrimonios fue así, especialmente en el concertado con María Tudor, con quien compartió quince días en sus cuatro años de casados. La traumática muerte de su hijo Don Carlos, fruto de su matrimonio con María de Portugal, se enfrascó en falsedades interesadas (cosas de Orange) y consolidó aún más la imagen de esposo y padre desalmado. Tanto que se llegó a acusar a Felipe de asesinar a su propio hijo. Nada más lejos de la realidad. Carlos, perturbado y mermado en sus facultades mentales por una enfermedad que le dejó secuelas, intentó atentar contra su padre, que descubrió la trama y lo confinó en la misma torre donde había estado su abuela Juana, conocida como “la Loca”. Cuando murió Carlos en su cautiverio, Felipe II prohibió a la reina Isabel llorar aunque en su interior él sintió enormemente su pérdida.

Con Isabel de Valois y con Ana de Austria sí tuvo el rey una relación de pareja afectuosa. Isabel, una joven enérgica y poco agraciada, devolvió a Felipe la vitalidad. El embajador francés Saint-Sulpice quiso adivinar amor entre ellos, algo probablemente falso. La complicidad y el cariño sí surgieron con los años, entablándose una relación afectiva fortalecida por el nacimiento de Isabel y Catalina. Felipe siempre estuvo pendiente de Isabel, le concedió todos los caprichos materiales y, cuando murió, sintió profundamente su pérdida. La acompañó en el lecho en sus horas finales, tomándola de la mano, escuchó con ella su última misa y la confortó en el instante postrero. Fallecida y enterrada Isabel, el rey se retiró al monasterio de San Jerónimo en Madrid, donde se negó a trabajar durante más de dos semanas, uniéndose a las oraciones que decían los monjes por la salvación del alma de su esposa[12].

El matrimonio con su prima Ana de Austria nació de la premura por engendrar a un hijo. Inicialmente escéptico a un nuevo matrimonio, Felipe acabó encontrando la felicidad en un periodo de su vida de mayor madurez. Ana le trajo tranquilidad y un heredero varón (en realidad tres, aunque a Felipe II solo le sobrevivió uno, el futuro Felipe III). Felipe, sin estar enamorado, se desvivió por ella durante los embarazos y disfrutó de un hogar donde podía hablar en su propia lengua con su esposa. Una gripe epidémica que el monarca había superado anteriormente se la llevó por delante cuando estaba de nuevo en cinta. Felipe II no se volvería a casar.

Por encima de sus esposas y de sus hijos varones, a quienes no tuvo tiempo de dedicar tanto afecto, el gran amor de Felipe II fueron, sin lugar a dudas, las infantas Isabel y Catalina, las niñas de sus ojos. Buscaba huecos en la agenda para estar con ellas y las llevaba incluso al despacho donde les permitía participar de su trabajo secando la tinta con arena. Siempre las consideró y, cuando partieron lejos de Madrid para acudir con sus respectivos cónyuges, entabló una correspondencia constante donde aconsejaba a sus hijas sobre el adecuado proceder en el extranjero, les consultaba sobre aspectos de gobierno, les preguntaba por su salud y reflexionaba sobre la vida y la existencia. Y, por encima de todo, les decía lo mucho que las echaba de menos[13].

Felipe II, católico, padre de familia y mejor persona. Lejos del estadista fracasado o el monarca triunfante. La vida de Felipe II vista como una amalgama de filias y fobias donde la psicología se mezcla con las creencias y los sentimientos lindan con la razón de Estado. Un hombre de carne y hueso lleno de vacilaciones que, además de a la ardua tarea de gobernar un Imperio, debe enfrentarse a la vida. Ahí está el reto del historiador, en la dificultad de meterse en la cabeza de una persona con inmenso poder y a la vez con los problemas propios de cualquier mortal. El valor de la Historia quizás no esté en saber qué pasó (que también) sino en entender por qué.

Francisco Huesa (@currohuesa)

[1] La reflexión sobre la contraposición de mito y razón en el pensamiento humano es desarrollada de manera mucho más amplia e inteligente en CHIC, Genaro: Pensamientos universitarios. Écija, 1995, pp. 19-30.

[2] PARKER, Geoffrey: Felipe II. Madrid, 2004, pp. 239.

[3] PARKER, Geoffrey: Felipe II. Madrid, 2004, pp. 238.

[4] Secretario del Duque de Lerma, escribió una semblanza muy negativa de Felipe II para agradar a Felipe III, a quien creía contrario a su padre. Pero la jugada le salió mal y acabó siendo juzgado por traición.

[5] Así lo describe MARAÑÓN, Gregorio: Antonio Pérez. El hombre, el drama, la época. Madrid, 1954.

[6] Esta última opinión es de WILSON, Charles: Queen Elizabeth and the revolt of the nederlands. Londres, 1970.

[7] MONTLEY, J. L.: The rise of the Dutch republic. Londres, 1856.

[8] Con estas emotivas palabras cierra su Cabrera su libro Historia de Felipe II: Rey de España, queriendo resaltar la enorme pérdida que supuso para sus contemporáneos la muerte de Felipe II.

[9] PÉREZ, Joseph: La España de Felipe II. Madrid, 2000.

[10] KAMEN, Henry: Felipe de España. Madrid, 1998, pp. 177.

[11] KAMEN, Henry: Felipe de España. Madrid, 1998, pp. 212.

[12] PARKER, Geoffrey: Felipe II. Madrid, 2004, pp. 111.

[13] Se puede leer un análisis detallado de esta correspondencia en FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel: Felipe II y su tiempo. Madrid, 1998.