Es posible que alguien haya tenido la suerte de asistir a alguno de los conciertos que Serrat y Sabina han ido dando por España y Latinoamérica en los últimos años. Se trataba de la unión de dos amigos de vidas diferentes, estilos ligeramente tangenciales pero que, al unirse, no nos sonaba a esas canciones que algunos interpretan notándose que siempre han sido de otros sino que llegan a sonar como propias. Con Sabina y con Serrat sucede que en la sonrisa socarrona del barcelonés uno intuye que el espíritu de crápula de Sabina ha sido redimido por canciones que le hablan a la soledad elegante de los campos del Ampurdán, al Mediterráneo y a la nostalgia infantil de unos saltimbanquis. Mientras que el jiennense adoptado por Madrid le ha cantado a una forma sincera de amor, con una voz que siempre ha sonado canallesca, recitando poemas a ladrones y a hoteles que eran más felices que el propio hogar. Ambos han tenido una raíz en un mismo sitio aunque sus hojas tengan matices diferentes.

Esta comparación es la que ustedes podrían intentar hacer en su cabeza para imaginar una situación imposible. La de Aute y Serge Gaisbourg haciendo una gira juntos. Ahora que hace 25 años que nos dejó el gran compositor francés, Aute parece que da sus últimos pasos para convertirse en leyenda. Sus vidas, como sucede con Serrat y Sabina, no podía ser más diferentes a la vez que parecidas. Gainsbourg era un judío que había nacido en París porque sus padres huyeron de la Revolución Soviética, sólo eso es para hacerse una idea de lo que podía pasar por su cabeza. Entendamos también que Gainsbourg, cuando dejó de huir de las persecuciones antisemitas, no tuvo más salida que la artística. Hijo de un pianista de bar, se dedicó hasta los 25 años a aprender a pintar, e incluso le ofrecieron comprarle sus cuadros. Nunca lo hizo por el pudor que le causaba el hecho de sentirse menor que todos aquellos artistas que había conocido.

Fue entonces cuando entró en su vida la noche. Aute se ha convertido en el prototipo de cantautor, al estilo de Leonard Cohen por ejemplo. Gainsbourg tuvo el problema de que en la Francia de los 50 o eras compositor o eras cantante. Él tocaba el piano, como lo había hecho su padre, en locales de mala muerte, los llamados ambientes de la Rive Gauche (la zona del Barrio Latino sobre todo). Lo habitual era hacer la transición de la bohemia de la Rive Gauche a los ambientes más mainstream de la Rive Droite donde tocar en el Zénith o el Olympia era un privilegio de masas. Para hacernos una idea, Gainsbourg se «limitaba» a tocar el piano junto a futuras estrellas como  Juliette Gréco, y eso le permitió ir conectando con unos ambientes y una nueva juventud que iba a cambiar la chanson française hacia registros más cercanos a lo que sucedía en otras partes del mundo. No es de extrañar que fuera clave en este punto su creciente amistad con Boris Vian.

Gainsbourg

La receta de creación de una leyenda como Gainsbourg estaba ya mezclada y lista para cocerse. Por un lado, bares de ambiente discutible con jóvenes promesas, y no tan promesas, donde las mujeres y el alcohol eran ya parte indisoluble de su vida. Por otro, Vian, que introducía en las letras de la música francesa temas como la lucha de clases, la destrucción de las estructuras sociales, la rabia o la vida de aquellos ambientes. Porque Vian fue el primero en romper los rígidos moldes de la canción francesa, atreviéndose a componer y a cantar, a gritar las infidelidades y convertirlas en el estereotipo que sigue recorriendo los tópicos sobre el amor en Francia. Con 30 años casi recién cumplidos, Gainsbourg sigue sus pasos y saca su primer disco, «Du chant à la une» (1958), que impresionó a la crítica y dejó al público con el dinero en el bolsillo. A pesar de retratar perfectamente la vida del compositor y cantante que era un reflejo de la de muchos jóvenes de aquel tiempo. En «L’alcool» nos habla de cómo la postguerra deja a la generación que se hizo adulta en ella anclados a la búsqueda de puntos de fuga como los que luego buscará el protagonista de «Al final de la escapada». Igual que en «Les femmes des uns sous les corps des autres» relata la desazón y el vacío que producen la falsa promiscuidad de la bohemia parisina, expuesta como un teatro de hipocresías y banalidades que esconden los miedos a que los compromisos, entendidos como perpetuidad, se rompan. La monotonía, en fin, que se hace patente en gran parte de la música francesa y que va desde «Le Poinçonneur des Lilas» hasta «Monochrome» de Yann Tiersen varias décadas después.

Hay casi dos décadas de diferencia entre ambos y, aún así, habrían podido hacer una gira magnífica. Aute tampoco es del todo originario del país donde se hizo artista. Nacido en Filipinas, hijo de andaluces emigrados a Cataluña y luego a Manila donde su padre había ido a buscar trabajo en la empresa de Tabacos casándose con la hija de un burgués local de origen también español. Esto le imprimió a su futura obra una gran particularidad que lo alejó de la tradición de la música española del momento, del costumbrismo que entonces se respiraba. Su educación infantil fue en inglés, disfrutó y quedó marcado por «Niágara», por «La ley del silencio», y, como Gainsbourg, comienza a pintar sin descanso muy influido por el Expresionismo Alemán. En lugar del piano, Aute opta por la guitarra que su padre le regala y se entrega en su adolescencia a ambas pasiones, guitarra y pinceles. Pero Aute no quema todas sus obras como hizo el francés. Al contrario, llega a exponer a comienzos de los 60 y lo combina con un fenómeno que empezaba a afianzarse en ese momento en España a imagen y semejanza del exterior: las boy bands. Desde Los Sonor a Los Pekenikes, Aute queda atrapado por la tendencia de su momento, acompaña con su guitarra en los grupos pero quiere más, y no tarda mucho en salirse de los grupos para centrarse en la pintura y sus estudios. Cinco años después de que Gainsbourg publique su primer álbum y a punto de publicar el tercero, Aute llega a París.

La coincidencia en la capital francesa de ambos nos dejó, al menos, una preciosa canción el año que Gainsbourg murió, L’amour avec toi en la que relata algunos de los días allí vividos:

Fue una primavera…,

arrancaban los sesenta con la vida en banderola…,

yo tenía diecisiete y me decía:

«Ya eres muy mayor,

debes intentar vivir un gran amor…

Y apareciste por un kiosco de Saint-Germain…,

pedimos al unísono un Salut les compains

y, entre canciones de Françoise Hardy,

logré invitarte a un té en Le Paradis…

Y te hablé de la poesía

de la carne y el placer…,

y tú, de la alevosía

que se oculta en la mujer.»

Aute volvió a España a hacer el servicio militar y seguir con una carrera que parecía fulgurante más en la pintura y casi en el cine (fue segundo unidad de cámara de Mankiewicz en «Cleopatra» y rodó varios cortos). De hecho, expuso en esos años en París, California, y consigue hacerse un hueco en el mundo del arte plástico. Sin embargo, sus idas y venidas inaugurando exposiciones le hacen recalar no sólo en EEUU sino también en Brasil. Queda así impregnado de Dyan y de Báez, de quienes toma notas para algunas brillantes canciones de esta época: Rojo sobre Negro, Rosas en el Mar, Aleluya Nº1, Made in Spain, Don Ramón, nos muestran a un Aute capaz de sintonizar los ritmos eléctricos del Dylan que estaba cambiando el folk con el tono más melódico de la música latina. Aleluya nº1 llegó a ser un éxito tan rotundo que incluso se hicieron versiones en inglés con una enorme popularidad en EEUU y, según Aute, McCartney contaba que Let it be la escribió en contestación a esa versión inglesa que había oído. En ella afirma que la vida es «una eterna carcajada de cenizas, polvo y nada», y él mismo afirmaría que, en efecto, entiende la vida como «El grito» de Munch, un grito de pavor o una carcajada ante la realidad. Pero la música le decepciona y decide dejarla para centrarse en sus cuadros e incluso en relatos y guiones.

Aute

Gainsbourg, entretanto, seguía siendo Gainsbourg. Había publicado L’étonnant Serge Gainsbourg, su tercer disco, en el que se acerca de forma magistral a la literatura francesa incluyendo homenajes a Nerval, Víctor Hugo o Prévert. Se muestra cercano al surrealismo e incluso a la ironía, tanto a la hora de adaptar al propio Prévert, poeta que destacó en este movimiento, como en llevar a cabo metáforas que generan imágenes imposibles. Un elemento frecuente en nuestra época pero que, para mediados de los 60 con Brel llorando a moco tendido su «Ne me quitte pas», era toda una declaración de intenciones. Es curioso que, justo en este momento, Gainsbourg y Aute comparten un mismo sentimiento: desencanto por la música y vuelta a la pintura. Está harto de que el paso a la Rive Droitte se haga sólo por la apariencia y la farfolla, por la facilidad de letras sin trasfondo. En ese mundo, donde Gainsbourg apenas tiene un éxito medio, se siente fuera de lugar y huye a Belgrado.

El refugio balcánico lleva a Gainsbourg a límites insospechados. Empieza a experimentar, a probar nuevas músicas, se adentra en el jazz, la samba, genera nuevos juegos de palabras de gran maestría demostrando ser un inmenso conocedor de la lengua francesa. Estamos hablando de un cantautor que había huido de su país quejándose de la falta de fondo de los nuevos cantantes dejando tras de sí un disco con adaptaciones y homenajes a genios de la literatura de su país. Es como si Paco Ibáñez hubiera escrito alguna vez sus propias letras. En «Baudelaire» hace que el poeta nos suene a ritmos que actualizan la canción francesa, en un álbum, «Nº 4», que salió con unas expectativas enormes y fracasó en las ventas como era de esperar. De no ser por Juliette Gréco que puso voz a «La Javanaise», probablemente el retiro de Gainsbourg hubiera estado más cerca. Y, como Aute, acabó por enrolarse en el cine, no como alguien con espíritu técnico sino simplemente haciendo pequeños papeles para subsistir.

Tras haber huido a los Balcanes y haber fracasado en su rebelión contra el sistema, Gainsbourg acaba por casarse con Béatrice, de la alta burguesía, y en su quinto álbum, «Gainsbourg Confidentiel» (1963) abandona la intelectualidad para sumergirse en canciones cercanas al pop, con un estilo suelto y facilón. Aunque en el vídeo de canciones como «Chez les yeyés» le seguía mostrando como un admirador del surrealismo y el dadaísmo, Gainsbourg traiciona su propio estilo y, aún así, fracasa en las ventas. Lo que él había asumido simplemente como una «experimentación estilística» se vuelve su obesión: buscar un estilo que le permita triunfar. Por supuesto, como era de esperar, como si de un político populista se tratase en un arranque de justificar el fracaso electoral, Gainsbourg dijo que la culpa era de que el público no había entendido sus intentos de intelectualizar un estilo superficial y vacuo. Su siguiente disco, «Gainsbourg Percussions», un ejercicio de exploración en la música primitiva africana supone un nuevo fracaso.

Eurovision era, y sigue siendo, el espacio que todo cantautor suele odiar. Serrat estuvo a punto de participar y acabó, como Gainsbourg, viendo que una canción suya interpretada por una cantante con un talento relativo, se llevaba la palma. Fue la memorable «Poupée de cire poupée de son» cantada por France Gall la que puso a Gainsbourg en el punto de mira de la música internacional.

Je suis une poupée de cire

Une poupée de son

Mon cœur est gravé dans mes chansons

Poupée de cire poupée de son

Suis-je meilleure suis-je pire

Qu’une poupée de salon

Je vois la vie en rose bonbon

Poupée de cire poupée de son

Ahí estuvo la clave para Gainsbourg. Pensemos que necesitaba, como lo ha necesitado Sabina con el tiempo, hacer que su personaje de canalla, de desastrado, con un punto machista incluso, crápula, fuera eso, un personaje. Porque luego, en su evolución musical, demuestra que necesita comer como todos. Mientras triunfaban los Beatles o los Rolling, Gainsbourg se hundía en su intento por escupirle al público que él era más inteligente que ellos. Se negaba a aceptar que los de Liverpool habían introducido arreglos innovadores para su época o que Keith Richards y Jagger ofrecían reflexiones sencillas pero igualmente profundas sobre su época al declarar «I can get no satisfaction». Así llegó no el gran Gainsbourg, sino el Gainsbourg que se adaptó al gusto del público manteniendo el personaje. De alguna forma, igual que Sabina acabó por «sabinizarse», (o en el cine Tarantino por «tarantinizarse»), Gainsbourg aceptó el juego del mercado, pero lo hizo a su manera. Porque no hay que olvidar que estamos ante un verdadero genio del lenguaje que no duda en introducir dobles sentidos para quien los sepa ver. Como en «Les Sucettes», en la que Annie chupa unas piruletas de anís como trasunto de una felación en la que incluso queda patente el líquido cayendo por su garganta. France Galle, inocente y mediocre, tardó en darse cuenta de ello y cuando se lo dijeron no volvió a colaborar más con Gainsbourg.

Aute sigue en esos años como el Serrat que hemos elegido para la comparación de esta pareja imposible. Colabora con Carlos Cano o Sabina en la revista que él mismo había fundado y sigue rondando los ámbitos musicales aunque sin meterse en ellos. En los 70, como Gainsbourg aunque sin la necesidad imperiosa que tenía el francés para poder sobrevivir, compone nuevas canciones para otros. Surge así «La secretaria ideal» o «Las cuatro y diez» para Rosa León, canciones que son una parte más del ímpetu creativo de Aute cuya vinculación al cine sigue siendo total. Son canciones hiladas finamente, como sucedía con casi todos los cantautores de su generación. Si Gainsbourg había introducido los dobles juegos por la lucha entre la presión por el éxito y la capacidad intelectual que lo persigue, Aute lo haría por la lógica de vivir en un régimen privado de libertades como era la Dictadura. Con el tiempo, cuando se vuelven a hacer lecturas de las canciones de aquella época se adivinan sus intencionados juegos de palabras para eludir la censura y, sobre todo, para eludir la cárcel. El mejor ejemplo sin duda «Al alba», una canción escrita contra los Procesos de Burgos que ha sido siempre entendida en clave de amor.

Tanto Aute como Gainsbourg se vieron atrapados en los 70, al menos musicalmente ya que el español sí tenía otros mercados artísticos, entre la necesidad de su genio y la necesidad que les imponía el mercado. Donde Gainsbourg resolvió con ironía aunque también con una parte de rendición, Aute buscó sus juegos entre editar un álbum como «Sarcófago» donde la muerte es la temática principal. El título de la canción que abre el disco «Tímidos suicidios en ayunas», ya es una demostración de la profundidad que embargaba este momento creativo del hispano-filipino. Se trata a veces, como en esta canción, de pequeñas composiciones extraídas de «La matemática del espejo», sin una pretensión de ser entendida por un gran público pero que enlaza con el estilo de los cantautores de su momento:

«Blando,

poroso razonamiento ante el espejo

del mal aliento y los grifos,

confesionales, afiladas justificaciones

como la hoja de afeitar.

Suele,

suele brotar la sangre:

poca,

suficiente.

Tímidos suicidios en ayunas

Ahí es donde Aute encuentra su suerte mientras Gainsbourg debía encontrarla en Jane Birkin. En España, su situación histórica hacía que aunque algunas boy-band tuvieran repercusión, la canción de autor pegaba con fuerza en el tardofranquismo, la Transición y los primeros pasos de la democracia. Más que cantar, y aunque es indudable la potencia de la voz por ejemplo de Carlos Cano, mucho contaban más con su capacidad de recitar y de entonar medio bien, incluso con la particularidad de su voz como el caso de Serrat o Perales, que con un gran talento tonal. De hecho, la época de los grandes galanes como el fallecido Nino Bravo, quedaba como un recuerdo de lo que era la música de la Dictadura, hecha para entretener e incluso adoctrinar como el caso de «Gibraltar» con José Luis y su guitarra. Tanto es así que aunque «Sarcófago» es un disco elaborado para experimentar, su disco para poder vivir, «Babel», no esconde críticas mordaces que van desde las bases americanas a los toros. Cuando publica su siguiente álbum, «Albanta», Aute ha comprendido los ritmos de su época, son los finales de los 70 y en el mundo el rock está rendido a la decadencia del punk que empieza a alumbrar unos 80 mucho más nihilistas con toques psicodélicos al hilo de lo que Jim Morrison o Jefferson Airplane habían introducido en el panorama anglo-americano. Es en este disco donde publicó «Al alba», y es en esta etapa, tras tocar para conciertos organizados por la CNT y viajar a Cuba para cantar junto a Silvio Rodríguez o Pablo Milanés, donde su activismo es mucho más evidente.

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A los años 70 Gainsbourg había llegado convertido en el hombre más envidiado de Francia. Durante 86 días se enroló en la misión de mantener a flote su personaje mientras los medios se cebaban con su relación con Brigitte Bardot. Aquel encuentro era casi el que Lautrémont había soñado al buscar en la escritura automática la base del surrealismo, era

el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección. Quizá el surrealismo que tanto admiraba Gainsbourg le permitió enarbolar en su vida una bandera que le llevaría a su primera canción de amor, «Je t’aime mon… non plus», muy sencilla, hecha con sonidos que recuerdan al gemido sexual, y que le daría uno de sus grandes hitos a pesar de ser una canción de despedida entre ambos. Un adiós tan brutal (Bardot intentó evitar que se publicara la canción) que llevó a Gainsbourg a Londres para componer usando como base a Dvorak y con interpretaciones de Poe y Baudelaire una auténtica obra maestra como es «Initiales B. B.».

Inglaterra le daría además a Jane Birkin, reforzando su imagen de crápula y hombre algo atormentado pero seductor. Así fue como entró en su gran década, los 70, en la que, además de sacar 4 discos, se afianzó en su imagen pública. Se permitió el lujo de experimentar en estos años con una idea sublime, la del disco temático que gira entorno a un personaje inventado sobre el cual cada canción cuenta algo. Ello no oculta sus propios complejos personales. Birkin es una hermosa joven de 24 años y él le doblaba la edad. Quizá por ello su primer disco de esta época nos recuerde la historia de una chica joven de la cual el protagonista se enamora. También es la década en la que tiene su primer ataque al corazón y que le lleva a reforzar su imagen de canalla maldito, prometiendo que se curará doblando sus dosis de alcohol y tabaco. Eso le lleva también a escribir una célebre composición, Vue de l’Éxterieur: Je suis venu te dire que je m’en vais, donde vuelve a interpretar a un poeta francés, en este caso Verlaine. Nos habla de la despedida, de la muerte, del sentimiento y del conocimiento de saber que, por la diferencia de edad, él se irá antes, mucho antes, que Birkin. Pero ya Gainsbourg, tras la madurez alcanzada en este disco donde se recrea en su «gainsbourismo», empieza un camino de refuerzo de su personaje que le lleva a una extravagancia y una definitiva espiral de autodestrucción incluso musical. Empieza a sacar discos que lo mismo hablan de temática nazi recordando su infancia con un tono irónico que sorprende (para mal) a sus compatriotas. Apela al cinismo de una sociedad francesa que se remueve contra esta actitud a la par que no cierra sus heridas persiguiendo a los que colaboraron con el horror.

En «L’Homme à la tête de chou» Gainsbourg vuelve a brindarnos un álbum donde hilvana una historia surrealista. El tono en el que se expresa es menos experimental, con una complejidad menor en los acordes pero con una labor de auténtico miniaturista del verso perfectamente engarzados unos con otros. Porque Gainsbourg, en los años en los que Aute vuelve a la música, se afianza ya como un personaje. Es el momento clave de esta carrera tan divergente. La diferencia entre un tour de conciertos de Serrat y Sabina y lo que habría sido uno entre Gainsbourg y Aute es la diferente época en la que se volvieron clásicos. Volverse clásico es empezar a gustarle a una generación que no es la tuya, a la que no escribes y que, probablemente, te admire por el halo que vas dejando. Prueben con «Sin embargo» de Sabina y verán que se repite por doquier entre cierto público adolescente sin llegar a valorar el contexto social ni personal en el que fue escrita. Lo mismo sucede cuando el público joven de finales de los 70 repite los coros de «Marilou Reggae» y especialmente de su álbum «Aux armes et caetera» donde mantiene esos tonos cercanos a Bob Marley que estaba en boga en esos momentos. Tanto es el clasicismo de Gainsbourg en estos momentos que la polémica por la canción que daba el nombre al disco del mismo nombre, una reinterpretación del himno nacional francés en clave de reagge, forma parte ya de su acervo. La brigada paracaidista que boicotea su concierto, su puño en alto, los jóvenes coreándolo como héroe. Se trata del punto álgido de Gainsbourg haciendo valer la máxima nietzscheana de hacer de la vida una obra de arte.

Ahí quizá ya sí que habría sido imposible que ambos colaboraran porque las carreras de los dos se encontraban en puntos diferentes. Aute entra en los 80 en un estado de creación febril. Combina sus nuevos discos de tonos tranquilos y melódicos como «Alma» donde podemos escuchar la magnífica «No te desnudes todavía». La capacidad de Aute para crear mundos sensuales en sus baladas acompañadas por la banda Suburbano lo disparan como un cantautor de una impronta especial que se distingue de los que adaptan poemas de otros (Ibáñez), destacan como renovadores de estilos regionales (Carlos Cano, Labordeta) o se encuentran en fase de experimentación sinfónica (Serrat). El panorama español, de todos modos, es parecido al francés. Los cantautores por un lado se encuentran elevados al nivel de una intelectualidad que los aprecia por su activismo, como es el caso del propio Aute.

La convergencia en los 80 de cine y música permite al hispano-filipino tener una independencia excepcional en un panorama tan rutilante como es el de la música dominada por la llamada Movida Madrileña. Graba un disco en directo en Salamanca con Silvio Rodríguez, Serrat, Milanés. Aute, a diferencia de Gainsbourg, sí vende y su reconocimiento llega incluso a niveles institucionales. Su estilo emplea juegos de palabras más sencillos, buscando más la metáfora en la circunstancia, en el ambiente. Reduce el número de instrumentos en su disco «Nudo» (1985) sin perder la fuerza de unos arreglos muy bien trabajados donde demuestra un gran conocimiento musical. Su gira de conciertos es exitosa y sus vínculos con otros cantautores no dejan de reforzarse como demuestra su tema y colaboración con Sabina en «Joaquín Sabina y Viceversa en directo». Desde ahí hasta «Slowly» (1991) Aute no deja de consagrarse como un cantautor de gran prestigio que tenía, además, el marchamo de ser un artista mayúsculo en cine y artes plásticas.

Gainsbourg

Quizá sí puede echársele en cara cierta redundancia. Las letras abordan temas diferentes en cada disco, pero manteniendo las fórmulas que le funcionan. Hay poca experimentación, lo que no es de por sí algo negativo ya que experimentar por experimentar no lleva a nada generalmente. Sin embargo, sí lo diferencia de Gainsbourg quizá porque no necesitaba como él de un personaje que lo sustituyera. Aute no era un incomprendido, vendía discos, hacía grandes giras y las discográficas se lo rifaban. En esos mismos años Gainsbourg saca adelante su segunda película como director, una autobiografía en clave (Evguénie Sokolov)  y trata de superar el abandono de Birkin con Bambou, una joven 30 años menor. Mientras Aute profundiza en esos años en la duda y el amor, Gainsbourg graba en New York un disco, «Love on the Beat» donde se interesa por el incesto o la prostitución con melodías rock, funk y punk. Lo mismo suelta unos versos donde el almirante Nelson se declara a su contramaestre Hardy que inquieta al público hablando de incesto a su hija Charlotte. Disponía de una ventaja, su personaje era su máscara. Si quería hablar de incesto o sacar un último disco totalmente prescindible por su simpleza y recurrencia al absurdo, podía hacerlo. Porque, al final, siempre aparecía la chispa del genio, ese «Gloomy Sunday» donde el suicidio se convierte no en algo a lo que nos empuja la vida sino en una forma de dominarla.

Fue entonces cuando dio aquel memorable concierto en el Zénith. Si la vida fuera justa Aute habría conocido a Gainsbourg en París, se habrían hecho amigos y habría participado en aquel concierto, uno de los pocos en los que el francés colgó el cartel de «no hay billetes». Habrían cantado juntos haciendo lo que cada uno ha sabido hacer. Gainsbourg renovando por completo la música francesa al sacarla de sus corsés melódicos para incorporar los tonos que cada época iba generando, rock, reagge, funk. Aute ha sido capaz de imprimir a la figura tan rancia del cantautor español la impronta del arte en grado sumo, sin estridencias, sin elevar la voz ni la necesidad de crear un personaje de sí mismo para sobrevivir. Hablando de la mujer en lo cotidiano o del miedo común a todos a la muerte o la desaparición de los demás. Ambos, como Sabina y Serrat, podrían habernos dado una gira memorable que ahora disfrutarán aquellos que los acojan donde quiera que vayan los héroes que fueron artistas antes de morir.

Marina Ortega