El pasado 9 de enero se cumplieron 100 años del fin de la Batalla de Galípoli, una de las matanzas más célebres e inútiles de la Gran Guerra.

A lo largo de aquel día, los supervivientes australianos y neozelandeses del ANZAC[1] abandonaron las playas turcas y reembarcaron, dejando a los turcos dueños del campo de batalla.

Desde abril de 1915 se luchó en un estrecho terreno montañoso enmarcado por el mar, donde pronto quedaron a merced de las alimañas algo más de 500000 hombres.

Galípoli

Los ANZAC’s se lanzan al ataque

TURQUÍA, 1915

La Turquía que participó en la Gran Guerra seguía siendo el “Hombre enfermo de Europa”, aunque quizá el enfermo no estaba tan pachucho.

En 1909, la revolución de Jóvenes Turcos supuso un intento de revulsivo para el secular atraso otomano. El sultán Abdulhamid II, autócrata paranoico[2], fue sustituido por uno de sus hermanos, Mehmed V, una marioneta en manos de los jefes del movimiento de los Jóvenes Turcos, conocidos como los Tres Pachás[3] (Enver Pachá, Talat Pachá y Cemal Pachá).

Poco tardaron en buscar modelos para intentar modernizar el país, usando el mismo expediente que otros Estados anteriormente: modernizar la Marina (usando el modelo británico) y el Ejército. El mismo proyecto llevaba fracasando más de una centuria.

Al mismo tiempo se llevó a cabo una serie de pactos bilaterales con Alemania, deseosa de entrometerse en Oriente Medio y desestabilizar la posición británica en la zona: el ferrocarril Estambul-Bagdad fue construido por una concesión alemana.

A ello se unió una serie de expediciones científicas, militares y económicas (pero sobre todo militares) destinadas a que los turcos adoptasen un modelo estructural y político similar al del aliado teutón, que buscaba un aliado militar con una importancia estratégica capital.

Sin embargo la realidad del Imperio, multiétnico, multirreligioso y con unas bases sociales tremendamente débiles, era mucho más difícil de enderezar de lo que creían los bienintencionados alemanes (como tantas otras veces les ocurrió con gentes del Mediterráneo): la Guerra Ítalo-Turca de 1911 y la I Guerra Balcánica de 1912 se saldaron con sendas derrotas y las consiguientes pérdidas territoriales (además de lo ya perdido en conflictos precedentes como la Guerra Ruso-Turca de 1877).

Se resarcirían en la II Guerra Balcánica, imponiendo a los bravucones de Bulgaria la humillante Paz de Bucarest.

Con estos inciertos precedentes, los alemanes se jugaron la baza turca: el premio era grande: el control de los Estrechos del Bósforo y los Dardanelos, bloqueando el acceso al Mediterráneo (perjudicando a Rusia) y apoderándose de la ruta del trigo ucraniano. No era moco de pavo. A ello habría que sumar los contratos con las fábricas alemanas de armamento (especialmente la de los fusiles Mauser) y para la realización de infraestructuras de todo tipo.

Tan pronto como el 2 de agosto de 1914, en plena carrera de ultimatos, la Sublime Puerta y el irascible minusválido de Guillermo II firmaban una alianza militar contra la Triple Entente: los turcos temían las ansias inglesas y francesas sobre sus territorios, que ya habían esquilmado en el pasado (como por ejemplo, Egipto) y vieron la alianza alemana como un mal menor.

Además, el ansia de recuperar algunos territorios balcánicos perdidos y de ajustarles las cuentas a los rusos en el Cáucaso hicieron el resto, espoleando la volcánica imaginación de Enver Pachá, verdadero amo de la política turca, fanático guerrero y partidario de un nacionalismo “panturco”[4] que iba a enfrentarle quisiera o no, a Rusia.

Con las cartas encima de la mesa, el juego comenzó a fines de 1914: en diciembre Turquía declaró la guerra a la Entente y Enver Pashá ordenó una ofensiva contra los rusos en el Cáucaso (en pleno invierno, recuerden), que acabó fracasando y provocando la contraofensiva rusa.

En represalia, los turcos masacraron a los armenios, a los que culparon de su fracaso por apoyar a los rusos, cristianos como ellos.

LOS PLANES DE CHURCHILL

En estas estaban cuando el Lord del Almirantazgo inglés (título equivalente al de Ministro de Marina en otros países), Winston Churchill, que por aquel entonces aún estaba en su peso ideal, ideó un plan maestro para sacar a Turquía de la guerra.

Se trataba de cruzar los Estrechos (Dardanelos y Bósforo) con una flota y un cuerpo anfibio y atacar directamente Estambul.

Según Churchill, el efecto sería el colapso turco, considerado el punto más débil de la Triple Alianza, la salida al Mediterráneo de la Escuadra rusa, recluida en el Mar Negro y la salvaguarda de Egipto, pieza clave británica en la guerra.

Así, en abril de 1915, una escuadra anglo-francesa se abrió paso por el Mediterráneo oriental hacia los Dardanelos.

Mal informados, los marinos intentaron destruir los fortines artilleros de los turcos en la península de Galípoli (Gelibolu en turco) bombardeándolos desde el mar.

Lo que no sabían era que los turcos, considerados poco menos que deficientes mentales por los europeos occidentales, habían minado las aguas del estrecho previamente.

Tras perder varios barcos, la escuadra desistió del paso por los Dardanelos y se decidió la ocupación de la árida y estrecha península por un ejército transportado al efecto para controlar la artillería de costa.

El plan era ocupar sucesivamente ambas orillas de los Dardanelos, cruzarlos y repetir la operación en el Bósforo para atacar Estambul.

EL ANZAC SE PONE EN MARCHA

Para dicha operación los británicos prepararon un ejército considerable, reclutado en todos los rincones de su imperio: gurkhas de Nepal, británicos, hindúes y un núcleo de australianos y neozelandeses que alcanzarían fama inmortal.

Galípoli

Un australiano con su compañero herido

Acuartelados en Egipto y entrenados allí, los muchachos de las antípodas fueron embarcados en Alejandría y enviados a lo que parecía iba a ser un paseo campestre: matar a los turcos, miembros de una raza decadente, cobarde y atrasada, infieles bárbaros sin punto de comparación con los mocetones del Imperio Británico.

Estos eran un conjunto más o menos homogéneo de hijos de granjeros reclutados recientemente y que nunca antes habían combatido. Algunos oficiales tenían experiencia por haber servido en las guerras de los bóers en Sudáfrica, pero poco más.

Metidos en bamboleantes cascarones se plantaron con desparpajo ante las playas turcas esperando la desbandada de la caterva bigotuda que les esperaba en las colinas.

JOHNNY TURK SE RESISTE

El desparpajo duró el tiempo justo en que las baterías costeras turcas comenzaron a repartir pepinazos sobre los barcos, haciendo el desembarco casi imposible.

Bajo un nutrido fuego, los británicos lograron desembarcar y desalojar a los defensores de las playas. Creían haber tomado la iniciativa, empujando a los desarrapados turcos hacia el interior de la árida península. Pan comido “boys”.

El problema es que las baterías seguían fuera de su alcance y los avances de los primeros días no fructificaron. De hecho, en varias zonas ni siquiera habían podido abandonar las playas, siendo masacrados desde lo alto de los acantilados por las tropas del sultán.

Pronto los turcos demostraron que eran un hueso duro de roer. En primer lugar estaban motivados por la Guerra Santa y en segundo lugar sus mandos eran conscientes de la situación y dirigieron la batalla de un modo realista.

El equipo estaba dirigido por el general alemán Otto Liman von Sanders, que organizó el dispositivo defensivo y aprovechó las numerosas meteduras de pata de los mandos de la Entente. Entre sus colaboradores iba a destacar el coronel Mustafá Kemal[5], ascendido a general por su competencia y que andando el tiempo iba a ser el fundador y dueño de la nueva República Turca.

POCA AGUA + MUCHAS MOSCAS= CAGAR SANGRE

Contenidos en los alrededores de la Bahía de Suva y del Cabo Helles, los británicos se dedicaron a emplear las típicas tácticas de asalto frontal contra las trincheras enemigas, garantizando la carnicería.

Por si fuese poco, la llegada del verano en un clima mediterráneo semidesértico trajo nuevas complicaciones: gigantescas bandadas de moscas, atraídas por los hinchados cadáveres en putrefacción, hicieron acto de presencia.

Estos invitados constituyeron un verdadero incordio: infectaban las heridas abiertas, abrían las que se estaban cerrando y se abalanzaban sobre las paupérrimas raciones de ambos bandos.

Por si fuera poco, los soldados de la Entente carecían de información sobre los escasos pozos de agua potable de la península, que estaban casi todos en manos turcas.

Galípoli

Los turcos esperan la llegada de los británicos

Sus suministros, irregulares, provenían de la lejana Alejandría, a algo más de 1000 kilómetros. Cuando llegaban a las playas corrían el riesgo de ser destruidos por los bombardeos turcos o de venir en mal estado.

Agobiados por la sed, los soldados bebían agua de los charcos cuajados de mosquitos o bien rellenaban las cantimploras con las ásperas gotas de lluvia de las torrenciales lluvias que inundaban las trincheras.

Poco tardó en desarrollarse una epidemia de disentería: las trincheras, ya casi impracticables, se vieron llenas de soldados que vomitaban y se cagaban encima o morían de forma poco honrosa, al ser tiroteados cuando iban a las letrinas, o incluso mientras estaban aliviando sus maltrechos cuerpos.

En los casos especialmente graves, los enfermos llegaban incluso a defecar sangre mezclada con las heces. Un divertido panorama.

Mientras tanto, los turcos sufrían otro tanto, aunque demostraron ser una tropa más sufrida y mejor dirigida, resistiendo las acometidas enemiga, acumulando con el tiempo refuerzos que hicieron poco a poco que la situación aliada fuese casi insostenible.

NOS VAMOS CHICOS

Realizando asaltos frontales (en ocasiones cuesta arriba) contra las trincheras turcas en medio de una epidemia y tras pasar un verano tórrido lleno de moscas, un otoño lluvioso y un invierno no menos molesto, la moral de los británicos era de todo menos alta.

Los mandos se vieron en la tesitura de reconocer que se habían equivocado y ordenaron el repliegue de las tropas.

Este se hizo de un modo sorprendentemente inteligente y apenas hubo que lamentar bajas: entre los días 8 y 9 de enero de 1916 el cuerpo expedicionario se retiró de vuelta a Egipto, dejando a los turcos dueños de la situación.

Medio millón de hombres se quedó en las playas y los resecos barrancos de la península de Galípoli. Los aliados no habían ganado nada y los turcos quedaron exhaustos. Todavía no habían llegado Verdún ni el Somme[6], aunque la lección bien se podría haber aprendido en Galípoli.

EL BALANCE

A corto plazo el fiasco de Galípoli supuso la dimisión de Winston Churchill como Lord del Almirantazgo. Corroído por la responsabilidad del sacrificio de sus compatriotas, se alistó como oficial en un regimiento y partió a combatir a los alemanes en Francia, quién sabe si buscando también la muerte[7].

Galípoli

Mustafá kemal (con uniforme claro) y su plana mayor

Entre los oficiales británicos la batalla supuso el miedo atroz a las operaciones combinadas de desembarco, que sólo desapareció (no sin cierto miedo) en Sicilia y Normandía, ya en la II Guerra Mundial.

Para los australianos, a pesar de la derrota, supuso su espaldarazo como nación independiente y la forja de su espíritu nacional, lo mismo que para los neozelandeses (curiosa ideología el nacionalismo, que vive de victorias inventadas y derrotas convertidas en martirios) que lograrían resarcirse en Palestina y Oriente Próximo.

Otro tanto significa la batalla en el lado turco: tras años de derrotas y humillaciones, demostraron a los europeos (porque ellos no lo son, aunque EE UU y Alemania se empeñen) que su orgullo estaba intacto. Sin embargo sus mejores tropas quedaron casi destruidas en la batalla y a pesar del sacrificado espíritu del soldado común, las reservas estaban casi exhaustas.

A pesar de ello, espoleados por su ejemplo, los turcos dieron desagradables sorpresas a los aliados, aunque al final las débiles bases sociales turcas pasaron factura al país, que acabó la guerra derrotado y casi desmembrado.

Por su parte, el general Kemal iba a explotar el aura de salvador de la Patria para su futura carrera militar y política, no sin cierta razón.

El pueblo turco, nacionalista como pocos, ha erigido un imponente memorial en Galípoli en el que se rinde homenaje a los hombres que allí combatieron, en uno de los cerros que dominan las playas: turcos anatolios, ingleses, franceses, judíos (en el bando turco), australianos, neozelandeses, cilicios, palestinos…desde niños mensajeros[8] a curtidos veteranos.

En el conjunto podemos ver una estatua en la que un soldado turco transporta a un miembro del ANZAC herido. Un monumento que hace 100 años costó medio millón de vidas.

Ricardo Rodríguez

[1] Cuerpo de Ejército Australiano y Neozelandés (siglas en inglés). Nombre del ejército conjunto que Australia y Nueva Zelanda pusieron al servicio del Imperio Británico en la I Guerra Mundial

[2] Las autoridades aduaneras retuvieron durante su reinado una partida de motores porque eran capaces de desarrollar “miles de revoluciones por minuto”

[3] Pachá era un título honorífico otomano, dado a altos funcionarios

[4] Los turcos también se subieron al carro del nacionalismo como medio de modernizar su atrasado Estado y englobar a todas las poblaciones turcomanas de Asia Central, súbditos del Imperio Ruso.

[5] Conocido como “Atatürk” o “Padre de los Turcos”, eliminó el sultanato y acometió la occidentalización de su país, imponiendo el alfabeto, vestidos, peinados y la estructura de los países europeos, instaurando una república laica apoyada por el ejército.

[6] Las batallas más larga y más sangrienta de la Gran Guerra, respectivamente.

[7] Podría cundir el ejemplo entre los políticos salva-patrias.

[8] Era práctica común en algunos ejércitos usar a niños para repartir mensajes entre las posiciones: corrían mucho, obedecían sin rechistar y era difícil matarlos porque eran más pequeños que un adulto.