“Más que con la nostalgia, mi trabajo tiene que ver con lo insoportable del ser”, dijo una vez Juan Muñoz a Cristina Carrillo de Albornoz en una conversación. La figura del escultor madrileño, muerto prematuramente a la edad de 48 años en Ibiza en 2001, supuso la desaparición de uno de los grandes renovadores de la escultura tras el punto límite al cual Carl Andre y otros artistas del Minimal la habían llevado a finales de los 80. Frente a ellos, Muñoz era capaz de crear una serie de representaciones en las que es fundamental la comunicación del espacio en el que se encuentra la escultura, la arquitectura, con la propia obra. Y lo hizo empleando la teatralidad escénica, jugando con el centro temático del hombre en su dominio espacial.

“El espacio habitable es el principio básico de mi escultura”. Este sentido se palpa en su producción cuya puesta en escena nada en las fuentes del surrealismo más teatral. No hay personajes evidentes, sino insinuaciones de troncos, danzarinas sin piernas, enanos de rostros casi extraterrestres que hablan del drama de lo humano en una perfecta simbiosis de tradición y modernidad. Esto es, recogido el guante dejado por Brancusi sobre la transustanciación del vacío escultórico, una modificación del lugar común que es la circunstancia de la obra de arte para todos los espectadores, renovándola mediante una nueva significación.

Nos encontramos en la figura de Juan Muñoz al artista que supo navegar contracorriente en tanto en cuanto aceptó la misión de un arte lleno de una profunda espiritualidad, de un significado que sesga el velo de lo humano frente a la mayoría de las tendencias que se inclinaban por un objeto artístico ajeno a todo menos a sí mismo. Por ejemplo, en el Tren descarrilado, traspasó las fronteras de la simple escultura para adentrarse en la síntesis de ésta con la habitabilidad de la arquitectura. Siempre hay una situación que acaba de pasar o está justo a punto de ocurrir, una dialéctica misteriosa fundada en la lucha de contrarios, la indiferencia del espacio vacío frente al diálogo implícito entre las figuras, el movimiento silencioso y el objeto en soledad, en definitiva, la invitación a adentrarnos en un extraño mundo al tiempo que –como en la coraza que parece proteger el interior de los vagones- nos prohíbe acercarnos.

Juan Muñoz, ya hemos visto, habló de la soledad del ser en la dimensión espacial que ocupa, de un instante sucedido, y el espectador aquí se siente una víctima más del tren descarrilado. El que anda, el espectador que gira en torno a los vagones, lo mira con sobresalto queriendo escapar de su destino; el que mira dentro, el que detiene, busca encontrar sus compañeros heridos. Es el alma puesta del revés, el arte como desvelador de la auténtica personalidad de cada ser humano de relieve dentro de la obra.

Al igual que El éxtasis de Santa Teresa de Bernini sirve en Santa María della Vittoria –y sólo allí- para evocar una síntesis de toda la obra de su autor por el entorno natural que le rodea, este Tren descarrilado expresa en lo agobiante de su espacio y en el profundo diálogo silencioso del dramático suceso con el espectador la persecución que durante toda su vida llevó Juan Muñoz en el arte, la expresión de la soledad que nos subyuga y “descarrila”.

Muñoz comentó en una ocasión las sensaciones que le producía el Balzac de Rodin situado en el cruce del Boulevard Raspail con el de Montparnasse. Formaba parte de la cotidianeidad y de lo insustancial.

Pero no debemos perder el norte. Realmente, este hecho puede ser interpretado de diferentes maneras todas competentes a la situación actual, y de los últimos veinte años, de la escultura. En general, la conceptualización progresiva trae como consecuencia que, al igual que sucede en diferentes estadios del arte prehistórico, el arte termine convirtiéndose en un arte legible más que visible, con lo cual se requiere la determinación de una serie de parámetros previos en los cuales la identificación signo-referente no es válida, en sentido semiótico, sino que es más perentorio el empleo de un sistema basado en la sensación símbolo-interpretación.

Pero por otro lado, esta apreciación que Muñoz hizo sobre la obra de Rodin también manifiesta la decadencia de la estatuaria monumental en el sentido de la admiración que provoca por un lado lo representado y por otro la representación. Ya no hay personajes a los que se suscite admiración suficiente como para ser valorados por el conjunto de la sociedad por una mera representación. La estatuaria monumental, de la que la escultura tanto bebió a fines del XIX y principios del XX, ya no es un valor de base, ya no es válido en el sistema de valores sociales. Lo que importa no es la imagen sino la lectura que se hace de ella. Si no hay lectura posible, sólo imagen, la escultura acaba por hacerse invisible ante el paso de una sociedad del “yo” a una sociedad del “nosotros”.

Al igual que un artista prehistórico, Juan Muñoz no hizo sus esculturas para ser públicas –en el sentido conmemorativo- sino que hizo públicas sus esculturas en la vía de expresar algo que está latente en el conjunto de la sociedad. Hoy, igual que hace miles de años, el mundo vive sumergido en una serie de líneas que se asumen pero cuya verdadera profundidad se ignora o desconoce. Y sólo el artista es capaz de captarlas y manifestarlas de manera material y física. No se expresa una realidad visible sino legible, susceptible de ser leída e interpretada por cada individuo y en ello se manifiestan las mayores semejanzas entre el mundo primitivo y el contemporáneo. No encontraremos en Altamira o en Juan Muñoz retratos ni elevaciones banales que centren el espacio y la mente sino que, al contrario, los pensamientos comunes, los miedos, el sinsentido que existe ante la vacuidad de los valores individuales trasvasados erróneamente a la comunidad, a la totalidad que revierte en la soledad del hombre en sí mismo. Esos mismos sentimientos son los que se expresan en forma de arte.

Las obras de Juan Muñoz son pequeñas iluminaciones en la sombra del arte. Como un hombre primitivo, busca en lo interior de manera instintiva, capta la realidad para transmitirla con la sencillez que requiere. Imágenes simples de un mundo complejo. Antes de hablar de obras concretas, sería conveniente precisar que lo que Muñoz buscaba era la recuperación de la figura humana como valor escultórico, algo muy complicado cuando comenzó su labor allá en los años 80.

En esta época, sus Balcones y Pasamanos son una pura metáfora de lo cotidiano. Son objetos habituales de la vida diaria que pasan totalmente desapercibidos hasta que nos damos cuenta –o mejor dicho hasta que el artista nos hace ver- la trascendentalidad de su función. Pasan desapercibidos por ser lugares de tránsito y, aún más, si el pasamanos es metonimia de toda la escalera el balcón lo es del espacio interior y el exterior. Aparecen aislados de su lugar real, cobrando un sentido sólo valorable desde la perspectiva del artista. E incluso más allá de ello cobra un registro nuevo el sentido del pasamanos como punto de apoyo, como esa búsqueda de seguridad en el tránsito, en este caso como en aquellos kennings que emplearan los poetas nórdicos del medievo sustituyendo la escalera como metáfora del paso de un espacio a otro, un ejemplo de paso de un trance a otro.

En su balcones como Balcón en el techo del sótano (1986) representa puestos de observación imposibles, lejanos a la realidad humana tangible y sólo compresibles desde el esfuerzo del intelecto. Y es que no son lugares desde dónde mirar, como sería normal en un balcón, sino lugares hechos para ser mirados. En este sentido se invierte todo el proceso real y el sentido del balcón. Nadie va a asomarse por él ni podemos subir a asomarnos, sino que se invierten los polos y somos nosotros los que nos acercamos al balcón para asomarnos a verlo a él.

No hay figuras en sus obras de esta época porque lo que Juan Muñoz quiere precisamente encontrar es el valor que tiene la ausencia de la figura, algo así como lo que sucede con las manos en negativo de las cuevas prehistóricas desde Río Pinturas en Argentina hasta las conocidas cavernas europeas. La ausencia de lo material es lo que indica que existe. En sus Dibujos de gabardina recrea escenarios en negativo, donde en oscuras y tenebrosas habitaciones aparece un entorno que a un tiempo denota la existencia de presencia humana pero sin que exista, sólo hay indicios y no indicaciones.

En sus inmediatas series sobre los Enanos, las bailarinas y los Ventrílocuos, emite un juego ambiguo entre lo que es y lo que no es, entre lo que existe y puede no existir, lo que está ahí visto pero cuyo sentido es no ser visto, sino sentido, “ocupado o desocupado, habitado o extrañado”. El propio Juan Muñoz ha declarado que el enano le interesa como un tipo humano, como un personaje que representa algo que está de actualidad en nuestros días, el antihéroe.

En efecto, frente a la estatua común y corriente que ha sido promovida incluso en buena parte de las vanguardias históricas, ahora ya no son los generales ni las personalidades ilustres las que copan los modelos a seguir sino que sus estatuas, como el Balzac de Rodin, se convierten en mobiliario urbano al servicio de los viandantes. Los jóvenes ya no tratan de imitar a los grandes eternos sino a los pequeños fugaces, a quienes obtienen la fama de la manera más banal y rápida posible e incluso aún más, no sólo se fijan en ellos sino que lo que tratan es de imitar sus modos, no de basarse en ellos para tratar de superarlos. Así, en The Wasteland (1987), coloca a una figura enana –no un enano propiamente- sentada sobre un leve estante apenas unos centímetros de un suelo cuyo trazado es geométricamente ilusionista, distorsionador, impracticable, cuyo efecto es el de crear una atmósfera donde el espectador se encuentre incómodo ante lo mareante del suelo. Aquí, la dimensión de la figura pretende crear con la dimensión óptica un efecto de carácter háptico. La pequeñez de la figura, su consabida desnudez e incluso lo absurdo de su asiento hacen que “desocupe” más que ocupar un lugar en este espacio ilimitado por el efecto de la solería.

Este extrañamiento del vivir y de presentar la figura viva se hace más acuciante en sus figuras de bailarinas como en Bailarinas en apartamento (1990). Su base semiesférica simula un tutú que como un castigo mítico las obliga a bailar eternamente donde quiera que traten de ir, ya que precisamente por su forma no pueden desplazarse en el espacio. De paso, plantea la contradicción de la conversión del espacio en tiempo frente al sentido real de la danza en el que es el tiempo a través de la música el que se despliega en el espacio.

Igual sucede en su Escena de conversación (1991) donde las figuras poseen forma de peonza para indicar que es imposible el desplazamiento. Y esta angustia de no poder desplazarse se refuerza en el sonido inaudible siempre presente –o ausente- en la obra de Muñoz. En efecto, las figuras parecen conversar entre ellas pero no hay palabras, no hay nada que indique la vibración pero existe como de hecho se da en la figura que pega su oreja a la pared donde es precisamente la conversación la que está ausente.

Nunca dejó de abordar la incomunicación humana ironizada a través del intento de comunicación y aún más en la angustia de no conseguir esta información recíproca en Conversation Place (1998) donde unos seres peonza tratan de establecer en un espacio abierto una serie de intercomunicaciones entre sí. Es más, una figura central trata de hablar solemnemente como si tuviera algo importante que decir mientras el resto intenta escucharla aún a sabiendas de que no lo harán en un perfecto baile de autistas.

Su última obra, la que le valió el espaldarazo final internacionalmente, fue la que expuso en la Sala de las Turbinas de la Tate Modern Gallery de Londres. En efecto Double Bind (2001) supuso la primera obra expuesta en este espacio por un español. El propio artista comentaba que esta obra se basaba en un “término médico relacionado con las teorías desarrolladas para superar la esquizofrenia y el desplazamiento emocional” que en los años 50 lanzó Gregory Bateson, problemas que él mismo sufrió en persona.

La instalación resume en sí toda la obra del artista. Posee balcones, pasamanos, enanos, bailarinas. Pero sobre todo sobresale la articulación del espacio. Juan Muñoz ha imaginado una serie de nuevos escenarios que involucran al espectador como explorador del cambio de escala entre el edificio y el espacio. La parte superior se encuentra llena de luz y son dos ascensores, con una parte inferior como un traje oscuro donde se despliegan 37 figuras de un metro a mucha distancia unas de otras de manera que el visitante las distingue individualmente y establece un diálogo con ellas.

Es una instalación barroca, por sus trampantojos, sus sorpresas, sus impactos y escenografías, pero es en fin una obra que nos habla de una constante en la vida del hombre desde hace decenas de miles de años hasta hoy. Es la constante de crear mundos, escenas, paisajes, seres inanimados que con su ser, con su hecho de ser creación expresen el interior del ser humano.

Aarón Reyes (@tyndaro)