El ser humano es el único bicho viviente con consciencia de que tiene consciencia. Es decir, es capaz de pensar sobre sí mismo, sobre sus actos y, especialmente, sobre su tiempo. La muerte, la pálida dama arrinconada por la sociedad en asépticos tanatorios y marmoleas tumbas, condiciona nuestra existencia hasta el punto de convertir en obsesión el tiempo, una construcción mental del hombre dividida en pasado, presente y futuro. “Soy un fue, un será, y un es cansado”, decía el poeta. Aunque a lo mejor Quevedo se equivocaba.

Como casi siempre, la respuesta está en el cerebro. Cronos no deja de ser, después de todo, una divinidad hecha a medida por nuestra mente. El sistema límbico permite la memoria de sensaciones anteriores y la memoria simbólica integra, a través de imágenes, un pensamiento organizado en el tiempo. Pero pese a que nuestro núcleo de pensamiento es racional, nuestra percepción es emocional. Somos inevitablemente seres duales. En la mente se produce un cruce de pensamientos donde se mezclan razón y emoción. A la hora de interpretar el tiempo, la concepción mítica, la que entiende el tiempo como una continuidad que accede a lo absoluto, se combina con la concepción racional del tiempo que avanza a través del cambio y el progreso[1]. El primero accede a la eternidad (el consuelo), el segundo desemboca en la muerte (la angustia).

La prepotencia de presumir de una razón insobornable es, por tanto, una mentira como otra cualquiera. Si nos arrancamos el corazón para usarlo de pisapapeles este deja de latir. Frente a la aplastante lógica racional, resulta más sencillo obviar que morir es una parte más de la vida. Y es que así podemos negar que la realidad individual sea prescindible. Porque todos, de una manera u otra, necesitamos sentirnos únicos e indestructibles. Como también necesitamos tener identidad.

Para sentir la eternidad y tener identidad es preciso tener pasado, lo que otorga a la Historia un carácter redentor. En cierto modo, desde una perspectiva emocional, la Historia se contempla como la compenetración absoluta del pasado, el presente y el futuro. La ocasión, el hecho trascendente llamado histórico, busca la apoteosis que revive las hazañas y la virtus, una virtus comunitaria heredada del pasado por los habitantes de una comunidad o de un lugar, redimiéndose el presente decadente[2] con un pasado glorioso. Así, frente a la Historia racional y científica que opone la verdad y la mentira (aunque exista la limitación de no percibirse el fenómeno en sí, sino los documentos o vestigios del mismo), la memoria acumulativa opone lo que se olvida y lo que se recuerda, contaminando el pasado desde el presente a conveniencia. Surge entonces el “hecho histórico”, el tiempo importante que ocurre, el acontecimiento pasado investigado racionalmente y lleno de ser que destaca por su trascendencia.

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La paradoja emerge cuando las identidades colectivas se han diluido y han desaparecido los valores de grupo[3]. Jean Paul Sartre, al proclamar que “ninguna causa vale la vida de un hombre”[4], pretendía crear una moral existencialista basada en la libertad individual proyectada desde la responsabilidad cívica. Sin embargo, indirectamente estaba consolidando la posición del yo frente a cualquier creencia, idea, ideología o identidad compartida, deslegitimando las últimas. El capitalismo quedaba entonces como único escape para la cultura en Europa y acentuaba un individualismo donde cada cual podía elegir su identidad pues todas eran igualmente válidas.

Borrados por la pérdida de identidad colectiva, los situs comunes (entendido el situs como el lugar o asentamiento en y por el que algo es lo que es, su raíz o suelo) y la occasio transmutan en una cuestión personal. Todo es igual, ningún hecho vale más que otro porque todos tienen la misma valía. Es cada ser humano quien debe determinar qué es digno o no de ser recordado, oponiendo lo que se experimenta a lo que no se vive. El único criterio, por tanto, es la experiencia. Una experiencia sublimada donde cada persona se impone sobre la evocación colectiva, apareciendo la necesidad de vivir emocionalmente el pasado. Porque nada tiene significado si no se ha advertido en la propia carne. Ya no vale comprender la Historia, es preciso vivirla (algo, por otra parte, imposible por naturaleza). El hecho histórico ha cristalizado en algo tan subjetivo como la voluntad de cada persona. Lo anecdótico, lo intrascendente, se ha hecho histórico desde la experiencia individual. Ha nacido, en cierta manera, una nueva manera de leer la Historia que no pretende ni integrarla como parte del imaginario colectivo de su identidad grupal ni asimilarla desde los parámetros científicos, sino recrearla en primera persona. El hecho histórico ha pasado a ser interpretado desde una unicidad donde la trascendencia reside en “haber estado allí/ haberlo vivido como experiencia”.

La reconstrucción de la batalla de Bailén por una asociación cultural a la manera de la ya mítica representación de Gettysburg fue una de las primeras experiencias grupales en España de un fenómeno cada vez más extendido y exitoso: la recreación histórica. Itálica es solo una tendencia más de esta moda que se ha abierto. Ver desfilar a un escuadrón de legionarios romanos por la nova urbs italicense o revivir las costumbres de gineceo ofrecen al visitante una sensación de realidad que las ruinas no proporcionan. Más allá del anfiteatro, cuyos restos sí consiguen esbozar mentalmente el edificio, las demás estructuras apenas son cimientos que requieren un proceso previo de lectura y asimilación. Los figurantes permiten dar más realidad a lo que allí se ve pero, sobre todo, ayudan a generar una experiencia. Y entretienen. Pues ese es el objeto del hedonismo lúdico cuya única felicidad es el placer inmediato, la satisfacción de un eros poco exigente que pasa de un hobby a otro sin interiorizar ninguno, sin ir más allá. Las fotografías empuñando un pilum forjan ilusión y divierten. Obviamente esto atrae visitantes pero, ¿ayuda a entender y asimilar la Historia? ¿O se están convirtiendo los monumentos en parques temáticos redactores de novelas históricas interactivas?

El respeto a las vestimentas, los detalles y las formas, cuidado hasta el extremo (aunque carentes de la mugre pestilente de la época), no debe ocultar una realidad: comprender la Historia es más que disfrazarse de gladiador y ver una lucha en la arena. El teatro es un puente, una vía, no un fin. Es necesario hundir la reflexión en el conocimiento que intenta acceder a la verdad histórica. La cuestión es que el visitante, en la mayoría de las ocasiones, no busca profundizar sino experimentar una vivencia individual que compartir en las redes sociales. Y asimila la representación, no como una forma más o menos aproximada de la realidad pasada, sino como la realidad misma. Al final, se acaba creyendo que es la ficción la que da sentido al monumento y no al revés. Ficción que, además, se interioriza como historia personal planteada desde el individuo para su satisfacción propia y la justificación de la cosmovisión individual. El monumento, la obra de arte, termina convirtiéndose en un mero decorado frente al yo, que es quien otorga trascendencia al hecho histórico[5]. La anécdota reemplaza a lo sublime, a lo bello, a lo histórico.

Desde siempre, la mentira es mucho más hermosa que la verdad y el mito mucho más poderoso que el logos. Sin embargo, se plantea una nueva lectura del pasado orientada, ya no desde el presente colectivo de la comunidad ni de los valores que genera para la misma, ni siquiera desde la oposición entre verdad y mentira, sino desde el relativismo individualista donde todos somos falsamente iguales, donde todas las interpretaciones son igualmente válidas. Y mientras los historiadores presentes permanecen encerrados en sus burbujas académicas, la nueva realidad fraccionada va fijando una nueva manera de escribir la Historia, personalista, poco científica y sin beneficio social, orientada simplemente al disfrute y al entretenimiento. El lamento llegará no tengamos más raíces que nuestro yo limitado y el olvido.

Francisco Huesa (@currohuesa)

[1] CHIC GARCÍA, Genaro: El comercio y el Mediterráneo en la Antigüedad. Madrid, 2009.

[2] DUQUE, Félix: El Sitio de la Historia. Madrid, 1996.

[3] REYES, Aarón: Liberté, égalité, Allah Akbar. Revista Distopía (26/11/2015).

[4] SARTRE, Jean Paul: Muertos sin sepultura. Buenos Aires, 2005.

[5] MARÍAS, Javier: Mira lo que hago. El País (30/11/2014).