Como el amor o la muerte, el silencio tiene diferentes tipos de sonido. Cuando La juventud acabó entre la melodía de la “Simple song” y las lágrimas de Caine, resonó en la sala el silencio de la sencillez. Una sencillez pura, desnuda y deliciosamente bella. Y todo por un mero asunto de asimetría.

Un balneario en los Alpes suizos puede ser el marco ideal para casi cualquier tipo de película, desde una trama negra de asesinatos a una melosa comedia amorosa. No se trata de eso. El cine se obsesiona con los hilos argumentales, con el relato regular, con las secuencias de escenas que deben llevar, necesariamente, a algún sitio. El empleo de un esquema con planteamiento, nudo y desenlace completa una línea lógica desde el axioma causa-efecto, facilitando al espectador las respuestas. Se olvida demasiadas veces la contemplación, la estética narrativa, la reflexión. Sorrentino no. Por este motivo, el idílico retiro alpino no es un decorado para desarrollar una historia. Es un pretexto más para explorar la belleza. Porque como buen italiano, Sorrentino sabe que la única razón irrefutable en la vida es la belleza. La cuestión está en donde hallarla.

La juventud

“Buscaba la gran belleza y no la he encontrado”. La frase es de Jep Gambardella, el inigualable personaje parido por el director napolitano en La Gran Belleza. Fred Ballinger, el protagonista de La Juventud, sí la ha encontrado. Pero debe asumir como el tiempo se la ha robado de las manos. Caballerosamente británico, Ballinger vive atrapado entre sus recuerdos y su elegancia. Sumido en la apatía, rodeado de dudas sobre su legado, solo le queda el pasado por delante. A sus espaldas, una vida donde todo ha sido prescindible (en especial su familia) salvo la aspiración a trascender a través de su obra. El yo infinito del arte contra la interrogación de la parca. Y pocas formas de encararlo. Una es la inapetencia del propio Fred, preso de sus sinfonías, resignado a la jaula dorada de su jubilación. Otra es la de su inseparable Mick Boyle, en constante huida hacia delante, buscando producir nuevas películas, tratando de recuperar lo que nunca fue suyo. Resulta difícil soportar lo que queda de uno cuando ya no queda nada.

El abismo siempre devuelve la mirada. Al estar cerca del precipicio resulta inevitable preguntarse si verdaderamente ha merecido la pena. Afrontar una vejez para la cual nunca se está lo suficientemente preparado es uno de los grandes enigmas del ser humano contemporáneo. Es cierto, existen los masajes relajantes, los espectáculos nocturnos de funambulistas y las piscinas de agua caliente con hidromasaje. “La frivolidad es una tentación irresistible”, sentencia Ballinger. Poco después, se replica a sí mismo: “la frivolidad también es una perversión”. Esconderse en los oropeles de lo superfluo puede resultar tentador. Especialmente en un mundo donde lo superficial se impone en forma de balón de fútbol. Pero quienes han probado las mieles de su propia fuerza creativa saben de la banalidad de lo insignificante. Hasta siendo el alter ego de Maradona.

La fama no es el éxito. Acercarse a firmar autógrafos a una reja repleta de fans enfervorecidos no alivia la desazón de haber perdido la magia, el toque. Lo peor cuando se marchita el talento que permite elevarte sobre el resto de los mortales no es el anonimato, sino asimilar que las musas besan ahora otras bocas. Para el común de los mortales esto puede carecer de importancia. Sin embargo, los protagonistas de La juventud no son seres humanos al uso. No son gentes normales que coleccionan maquetas y se enganchan al running. Fred y Nick, como el futbolista retirado, el joven actor hollywoodiense o la exuberante Miss Universo, han sido tocados por el dedo de Minerva. Son genios. Y los genios no miran igual que el resto de los mortales. Ni piensan igual. Ni actúan igual. Sus cabezas engendran melodías, filman planos, generan emociones, despliegan ideas. Como un Demiurgo hacedor, desafían a la inmortalidad y a vida para mover el primer motor generador. Si la gloria del reconocimiento mundial llega, bienvenido sea. Mas el fin perseguido no es ese, sino la eternidad de la obra de arte.

Al final, todo es un constante contraste entre lo fútil y lo trascendente. Es el juego barroco del teatro del mundo bajo cuyo telón aparecen los verdaderos significados. El truco esta vez es que la vejez acumula demasiados desengaños como para querer seguir participando de la función. Haciendo balances, ajustando cuentas consigo mismos, Ballinger y Boyle, Fred y Mick, se enfrentan a sus fantasmas con el escudo del humor y la condescendencia de una amistad inquebrantable, lo que no evita un punto de graciosa melancolía. Ayer se fue, mañana no ha llegado y a lo mejor ni existe. El hoy tampoco merece tanto la pena. A veces es difícil comprender que tiene de malo la nostalgia.

Probablemente por ello la vejez no tenga sentido si se define como antónimo cuantitativo de la juventud. Y seguramente la juventud como número tampoco lo tenga. La juventud no es la fogosidad sexual de una artista pop sin cabeza. Ni la aceptación de la derrota de Jane Fonda. Tampoco es el olvido tras los cristales rotos de Venecia. Como una lucha silente de contrarios, la juventud es la madura reacción de una supermodelo con un cerebro acorde con su cuerpo, es dirigir una orquesta de ovejas en la ladera de una montaña, es la luz difuminada mimetizándose en un escenario. Porque la juventud es, más allá de la edad, el poder contemplar la belleza desde la inteligencia que la comprende.

Si buscaban una crítica al uso se han equivocado de película.

Francisco Huesa (@currohuesa)