El doctor Richard Wanley (Edward G. Robinson) se encuentra solo en su casa, ya que tanto su esposa como sus hijos acuden a un viaje que él no puede realizar por motivos de trabajo. Para hacer más encantadoras las veladas y menos solitarias las noches, Wanley acude a su club habitual para tomar unas copas con dos viejos amigos, un médico y el fiscal del distrito. Allí, entre copa y copa, los tres amigos departirán acerca de la pérdida de la juventud y el inicio de lo que, tanto para Wanley como para su colega Michael (médico de profesión) es el principio del final de todo lo bueno y divertido de la vida: fiestas, bullicios y locura. Sin embargo, Frank Lalor, fiscal del distrito tiene un punto de vista muy diferente, defendiendo como normal que a cada edad le corresponda un modo de vida.

En medio del entusiasmo etílico fantasean acerca de conocer a mujeres hermosas, incluso tener una aventura con alguna chica guapa y joven, que no les acarree ningún tipo de responsabilidad; como con la mujer que aparece retratada en un cuadro en el escaparate de una tienda contigua al club: misteriosa, atractiva y hermosa… una mujer “prototipo” para dicha clase de decisión.

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La realidad, en forma de horario, golpea a los tres amigos, y Wanley se quedará solo, intentando combatir la soledad que representa su hogar vacío, tomándose una última copa mientras lee y pide que lo avisen a una determinada hora para no verse obligado a salir del club a horas poco recomendables.

Porque, en horas poco recomendables pueden suceder cosas poco recomendables. O como el bueno de George R.R. Martin pone siempre en boca de uno de los personajes de su saga Canción de hielo y fuego: “la noche es oscura y alberga horrores”. Aunque, ¿desde cuándo los monstruos tienen que ser horribles y desagradables? ¿Acaso no puede ser un monstruo algo o alguien que nos lleve a realizar acciones monstruosas…?

Para el bueno de Richard Wanley todo se tornará una pesadilla en el momento en que, al salir del club, conozca a la hermosa mujer que se encuentra representada en el cuadro, Alice Reed (Joan Bennett) y ésta lo invite a tomar en su casa una copa. Wanley se lanza, timorato, a cometer esa última “locura” antes de que la edad lo empuje a llevar una vida burguesa y un tanto acomplejada como la que hasta el momento había llevado. El asesinato, la extorsión y el cerco de la policía sobre el asesino transformarán el sueño de este cuarentón simple y apocado en un bucle que lo arrastrará a tomar decisiones impensables.

La mujer del cuadro (Fritz Lang, 1945) es toda una obra maestra que nos sumerge dentro del Cine Negro más clásico hasta casi la resolución de la película. Formalmente no puede ser catalogada de otra manera: la fotografía, el guion y los personajes nos evocan las decenas de películas de la década de los cuarenta donde el asesinato, el chantaje y, por supuesto, la femme fatale eran axiomas incuestionables del género. Pero hay algo que la distancia un abismo de ese género, y es el final; que dará todo un giro argumental a la película para descubrirnos una historia completamente nueva y diferente.

Una película que es ininteligible sin el magnífico trabajo de un Fritz Lang que llevaba algunas películas en Estados Unidos y que continuaba explorando, como lo haría en su siguiente obra, la imprescindible Perversidad (1945), incluso con el mismo trío protagonista, los recovecos más oscuros del ser humano; y los límites insospechados hasta los que puede llegar nuestra especie en situaciones que se escapan a nuestro control. Así como sin el personaje de Richard Wanley, interpretado por el genio de Edward G. Robinson, un actor capaz de embutirse como pocos en la  piel de cualquier personaje, desde el más despiadado gánster hasta, como es el caso, un pobre infeliz que, sufriendo la crisis de los cuarenta, desea dejarse llevar por sus hormonas por una vez en su vida.

La mujer del cuadro es una película original y profundamente moral, en tanto que no se centra en el crimen cometido, del que el espectador es testigo en la primera media hora del film, sino en la resolución del mismo, en cómo se va estrechando el cerco cada vez más, inevitablemente, alrededor de ese pobre hombre por el que Fritz Lang consigue que sintamos lástima, a pesar de su condición de culpable. Y profundamente moral porque son, precisamente, los actos morales un personaje más que sobrevuela durante toda la película. Ese sueño de “dejarse llevar” del protagonista comienza a torcerse cuando no se contenta con asomarse al abismo, sino que “se deja arrastrar” por una mujer que encarna todo lo deseable por él; una mujer de puro ensueño.

Ese mismo año, Fritz Lang abordó una temática parecida con la película Perversidad, que a un servidor le parece más interesante, más “redonda” que la que nos ocupa. Pero es imposible entender La mujer del cuadro sin Perversidad, o viceversa, puesto que se convierten en hermanas. Al estilo del dios Jano de la mitología romana, que posee dos caras,  las dos son obras cumbre e imprescindibles de un director que jamás fue suficientemente valorado por la Academia Estadounidense; y que nos ha regalado algunas de las películas más maravillosas de todos los tiempos.

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Se podrían decir muchas cosas más de La mujer del cuadro, podríamos llenar páginas acerca de las teorías de la crítica y los expertos sobre la profundidad y la temática de la película, pero para ello tendríamos que dar a conocer el final, a ejemplo de muchos artículos tan de moda en estos días en los que parece que preferimos leer algo que nos desentrañe fotograma a fotograma la película que vamos a ver, y de este modo no tener que pensar sobre qué deseaba el director o qué nos sugiere a nosotros mismos.

Algo hemos dejado entrever en este artículo, algunas pistas que, como buenos detectives de ese maravilloso Cine Negro del que Fritz Lang se convirtió en un gran exponente, hemos ido sembrando para que las recojan y sean capaces de atar cabos. Ya saben, si algo nos ha enseñado el género negro es que no hay crimen perfecto si uno sabe seguir las pistas. Disfruten de La mujer del cuadro y entenderán el por qué no se debe decir nada más. Que la disfruten.

Carlos Corredera (@carloscr82)