La peste en España durante los siglos XVI y XVII

La peste, tal como se ha advertido ya, era un mal endémico en Europa desde mediados del siglo XIV. Y España no fue una excepción. Con todo, entre las grandes crisis epidémicas de 1506-1507 y 1597-1602, los reinos españoles gozaron de una relativa calma no falta de acometidas que hoy nos llenarían de terror y que en la época eran consideradas moderadas. Valencia, por ejemplo, sufrió con dureza el brote de 1519, que influyó en la revuelta de las Germanías, padeciendo Barcelona los principales estragos del azote de 1530. Mucho más generales fueron las oleadas de 1564- 1566 y de 1580, que causó gran cantidad de víctimas en Castilla. Estos sobresaltos eran, en cualquier caso, parte del vivir diario y rara era la familia que no había perdido a algún miembro a consecuencia de la peste.

La pandemia que hizo de puente entre ambos siglos, conocida como “peste atlántica”, tuvo carácter continental, con incidencia desde Mar del Norte hasta Marruecos. Un navío nórdico la llevó a las costas de Cantabria y acabó invadiendo casi toda la Península (quedaron islotes sanos en medio de comarcas infectadas), con un mínimo de medio millón de muertos a su paso. Más suerte hubo en 1630 cuando, pese al terror por las noticias de la epidemia que afectaba al Norte de Italia, solo se registró una penetración muy limitada.

En 1647 se produjo la mayor catástrofe demográfica de la Edad Moderna en los territorios peninsulares de la Monarquía Hispánica. La peste entró por Valencia y, aunque existen diferencias regionales importantes e imprecisiones en las estadísticas, las pérdidas fueron en ocasiones irrecuperables, estancando el ya de por sí deprimido siglo XVII. No hay más que acercarse a unos cálculos que, aunque excesivos, han servido de referencia a muchos historiadores: Bennassar sostiene que, de 1600 a 1700, España perdió 2 millones de habitantes[1]. Es cierto que, al igual que en el siglo XIV, influyen otros factores como la inmigración a América y las crisis de subsistencia. Además, los datos revisados al alza por distintos autores que apuntan a una recuperación a finales del siglo XVII. Aún así, la capacidad de aniquilación de la peste y su peso sobre la población resultan indiscutibles.

En cuanto a la facilidad en su propagación, se vuelve a dudar de la relación entre las hambrunas y la difusión de la pandemia. La cuestión biológica es mucho más clara: la Medicina de la época poco o nada sabía hacer contra la yersinia pestis y los remedios más eficaces eran la huida de los lugares apestados, el aislamiento riguroso de los enfermos y la destrucción de las ropas y efectos personales que hubieran estado en contacto con los enfermos. Precauciones que muchas veces no se cumplían y que, como siempre, estaban más al alcance de los acomodados que de los menesterosos. Los municipios intentaron paliar estas deficiencias tomando medidas preventivas como los cortes de comunicación, ofreciendo a los médicos sueldos elevadísimos por trabajar[2]. Nada consiguió evitar la propagación de la peste. Las malas condiciones higiénicas de viviendas y calles y la falta de aseo personal favorecían la extensión de la enfermedad, que encontraba a otro gran aliado en las costumbres y las necesidades. Así, la importancia que concedía la sociedad a la indumentaria hacía que no se cumplieran los bandos que ordenaban quemar las ropas de los muertos a causa de la peste, reutilizándose y comerciándose con ellas y favoreciendo el contagio. Los cadáveres eran otro foco de infección, viéndose obligados a cavar fosas comunes en las afueras de las poblaciones.

Como generalizar es siempre equivocarse, no es adecuado hacer un estudio a nivel estatal de la crisis, con no pocas diferencias de comportamiento de la peste entre comarcas. Si es preciso apuntar que Sevilla, marco de la serie a la cual hicimos referencia al inicio, fue de las regiones más afectadas.

Sevilla y la peste: de la gloria al ocaso.

La elección de Sevilla como escenario para una serie ambientada la Edad Moderna no es un (solo) capricho del director. La capital hispalense fue durante el reinado de los Austrias el principal centro comercial de la Monarquía Hispánica, monopolizando el comercio con el Nuevo Mundo desde su famosa Casa de la Contratación. Cualquier persona que quisiera viajar a América debía pasar por una Sevilla llena de comerciantes, banqueros, navegantes, funcionarios, marineros, prostitutas, maleantes, ladrones, clérigos… y una larga lista de personajes que buscaban hacer fortuna. Todo producto que saliera o volviera del Nuevo Continente debía ser registrado en el puerto sevillano (con permiso del contrabando, naturalmente), lo cual garantizaba un movimiento comercial sin parangón en la Corona.

Sevilla era, como consecuencia, una de las ciudades más pobladas de Europa, solo por detrás de París, Londres y Nápoles. Siempre desde la reserva que merecen las fuentes pre-estadísticas, el censo con certificado expedido por el arzobispado de Sevilla en 1588 apunta a la existencia de 14.381 casas, 26.986 vecinos y 120.519 habitantes, a los que habría que sumar unos 4.000 clérigos y la presencia de personas que escapan de todo registro, algo muy común en una ciudad tan populosa. En total, unos 130.000 habitantes. Para hacernos una idea, en la Península Ibérica solo Lisboa que superaba las 100.000 personas (y de forma muy justa).

La importancia de Sevilla no está únicamente en su población o en el tráfico comercial: constituye un paradigma como reflejo de la realidad de la época. Todas las virtudes y miserias de los siglos XVI y XVII estaban contenidas en dicha ciudad, siendo el paralelismo con la gloria y el ocaso del Imperio Español más que recurrente. Casi todos los acontecimientos, positivos o negativos, que sacudieron a la monarquía de los Austrias y sus reinos tuvieron su repercusión en Sevilla. Y viceversa. Prueba de ello es la peste atlántica de finales del quinientos y principios del seiscientos, vivida con intensidad en Sevilla y que generó intenso debate sobre la naturaleza del mal y las formas de curarlo. El doctor Andrés de Valdivia[3] lamenta que la ciudad estuviera, como casi todas en Castilla, hecha “unos muladares” y propone la limpieza de las calles, impedir reuniones de gentes, dejar de celebrar comedias y cerrar las casas públicas, viendo igualmente esencial el aislamiento. Estas medidas, por supuesto y como lamenta el doctor Ximenez Guillén, no se cumplieron. Don dinero siempre fue un poderoso caballero y mucha gente, entre los cuales se encontraban mercaderes y miembros de los veinticuatro[4], se oponían a estas medidas por miedo a sufrir pérdidas económicas. El extremo de negación llegó a tal que algunos incluso afirmaron que la peste no era contagiosa, hecho desmentido radicalmente durante el brote de 1649.

La peste ya hacía estragos en Andalucía en 1648, pese a lo cual en Sevilla no se establecieron una vigilancia de la enfermedad ni cortes de caminos. En febrero del año siguiente ya se registraron casos, agravándose la situación con los aguaceros y la falta de medidas durante Semana Santa, siendo la plaga una evidencia en abril de 1649, cuando morían centenares de personas al día. Los remedios de urgencia se hacían insuficientes: Se abrieron zanjas en las afueras de la ciudad para enterrar los cadáveres pues los cementerios de las parroquias estaban repletos y el Hospital de la Sangre se llenó de apestados y los enfermos se agolpaban en la explanada a esperar su final entre los terribles síntomas de la enfermedad[5]. El contagio duró hasta primeros de julio, cuando existen noticias de la Casa de la Contratación anunciando que el número de casos remitía después de haber tenido que suspender el navío de mayo por falta de mareantes. El fin de la pandemia lo atribuyeron los sevillanos al Cristo de San Agustín (una de las mayores devociones de la ciudad en ese periodo, curiosamente hoy casi extinta), que fue sacado en procesión como rogativa de último recurso, hecho contraproducente desde el punto de vista médico y que refleja la mentalidad y el peso de la ciencia médica en la época.

Durante los cuatro meses que duró la pandemia Sevilla perdió la mitad de su población, que se quedó en 60.000 habitantes, no superando los 80.000 hasta dos siglos después. Y aunque es imposible calcular la cifra exacta de decesos, la documentación nos acerca a la magnitud del drama. De esta forma, en una inscripción de la iglesia de San Sebastián reza que fueron enterrados 23.443 cuerpos en 26 carneros, pudiendo sumar unos 47.000 los sepultados en los osarios situados a extramuros. Si añadimos la estimación de los enterrados intramuros y en otros lugares peregrinos, los fallecidos no bajan nunca de los 65.000.

Más allá de los números, los dramas fueron incontables. Muchos frailes murieron prestando ayuda, al igual que médicos, cirujanos y sangradores. La peste se llevó por delante a gran cantidad de sacerdotes que acabaron contagiados por personas cuyas voces les asediaban por las calle pidiendo que se les administraran los sagrados sacramentos. Las casas nobiliarias no se salvaron, sirviendo como ejemplo las 30 personas que fallecieron en la Casa de los Marqueses de la Algaba o las 34 de la casa del rico mercader Don Fernando de Almonte[6]. Figuras destacadas en el ámbito cultural como el escultor Martínez Montañés o el arcediano Vázquez de Leca también murieron de peste. En los barrios populares la enfermedad se manifestó de una forma especialmente cruenta por las malas condiciones de higiene y la imposibilidad de aislarse o huir, quedando despobladas calles enteras. Las pérdidas económicas fueron incalculables, empezando por la interrupción del comercio y la escasez derivada de la misma.

El ambiente general era de tristeza y de desesperación. Los ejemplos de caridad se mezclaban con los de cobardía, presenciándose escenas conmovedoras y horribles: Moribundos esperando en la puerta a ser admitidos en el hospital, personas confesando a gritos delitos atroces, gente perdonando deudas, uniones irregulares que se legalizaron, niños huérfanos llenando la Casa Cuna… La viva imagen del Apocalipsis en la tierra. Sevilla perdió un punto de despreocupación, volcándose en la devoción y dándose un empobrecimiento general que se acentuó con el traslado de la Casa de la Contratación a Cádiz.

La depresión de una ciudad agotada se notó en la economía: en 1680 se autoriza a los navíos provenientes de América a descargar indistintamente en Cádiz y en Sevilla. En 1717 se traslada la Casa de Contratación a Cádiz. Sevilla, al igual que la rama española de los Habsburgo, estaba acabada. De capital cosmopolita a ciudad provinciana. Nunca nada volvió a ser como antes. Que se lo digan a Alberto Rodríguez.

Francisco Huesa (@currohuesa)

[1] BENNASSAR, Bartolomé (Coord.): Historia Moderna. Madrid, 2005.

[2] La mayoría de los médicos se iban de las ciudades y no aceptaban los trabajos pese a los elevados sueldos, ya que el trabajo con enfermos de peste probablemente les condujera a una muerte segura.

[3] VALDIVIA, Andrés: Tratado en el qual se explica la naturaleza de la enfermedad que ha andado en Sevilla. Sevilla, 1601.

[4] Los veinticuatro eran los miembros que constituían el concejo/ ayuntamiento de Sevilla, llamado así por el número de integrantes.

[5] CARMONA, Juan Ignacio: La peste en Sevilla. Sevilla, 2004.

[6] Domínguez Ortiz, Antonio: Historia de Sevilla. La Sevilla del siglo XVII. Sevilla, 1984.