Suele mencionarse a Max Weinreich como autor de la frase “un idioma es un dialecto con un ejército detrás”. Siendo sin duda una cierta exageración, no deja de ser cierto que para que una lengua cuaje tienen que darse una serie de condicionantes sociales, económicos y sobre todo políticos que van asociados a la estructura clásica de los Estados-Nación. La situación particular de España es un buen indicativo. Su constitución habla de “lenguas cooficiales”, lo que otorga al euskera, el galego o el catalán el rango de lengua al mismo nivel que el castellano. En realidad, si nos paramos a pensarlo y como vamos a ver, sólo el euskera puede considerarse una lengua al mismo rango que el castellano ya que son totalmente distintas. El castellano sería de este modo una lengua común para todo el territorio, una especie de koiné para todas las variantes dialectales del territorio que parten del mismo tronco latino. Pero vayamos por partes.

Vamos a fijarnos en lo que pasa por ejemplo en EEUU. Existe un debate cada vez más creciente de lo que se ha venido en llamar el “Black English”, una formulación particular asociada generalmente con la población afroamericana del país. En un reciente libro, “Talking Back, Talking Black” de John McWhorter, se expone que el Black English se ha convertido en una verdadera lengua franca de EEUU. La idea de McWhorter no es nueva, ya que él mismo hace dos décadas trató de implantar su estudio en las escuelas públicas de California y fue ridiculizado por emplear una “gramática pobre y vulgar”. Sin embargo, aunque hizo que McWhorter reculara en su intento de difusión, animó a otros lingüistas a abrir un campo que en Europa ha estado siempre más normalizado por la multitud de dialectos derivados del tronco indoeuropeo.

Desde entonces, McWhorter ha hecho carrera fuera de la universidad como un filólogo populista, comprometido con la defensa de las novedades lingüísticas a menudo ridiculizadas como erróneas o precursoras de un relajamiento en los estándares del lenguaje. Él ve en tales innovaciones la evidencia de una única constante en el lenguaje: su interminable mutabilidad, y su correspondiente capacidad de sorpresa. McWorther ve en ello el llamado «upwalk», la tendencia a poner fin a las sentencias declarativas de la voz que normalmente acompaña a una pregunta.

McWhorter demuestra la «legitimidad» del inglés negro descubriendo su complejidad y sofisticación, así como el desarrollo que aún posee. También rechaza a sus compañeros lingüistas por su incapacidad para presentar argumentos convincentes a favor del lenguaje vernáculo. Ellos se han equivocado al enfatizar la «sistematicidad», el hecho de que las particularidades de un lenguaje no son «al azar, sino que se basan en reglas». Por muy lógicos que sean los ejemplos del Black English, no han logrado respeto de la comunidad filológica porque para la mayoría de los norteamericanos la gramática no existe como una regla lingüística de uso, sino como un conjunto de reglas específicas que se les ha enseñado a obedecer. McWhorter ofrece un par de ejemplos típicos: «No digas menos (less) libros, digamos menos (fewer) libros». Esta estrecha noción de gramática ha ascendido a un esnobismo peculiar: cuanto más oscura y aparentemente compleja sea la regla gramatical, más tendemos a afirmar su importancia y a estimar a aquellos que han logrado dominarla. «La gente respeta la complejidad», escribe McWhorter. Su adaptación sarcástica y algo subversiva a este fariseísmo es enfatizar las formas en que el Black English es más complejo que el inglés estándar.

Una de estas formas -la más verdadera, debo añadir- a mi propia experiencia del lenguaje-es el uso de la palabra «arriba» (up) en conjunción con un lugar. Los fans de hip-hop podrían reconocer esta construcción del estribillo de la canción de DMX «Party Up (Up in Here)»:  “Y’all gon’ make me lose my mind / Up in here, up in here / Y’all gon’ make me go all out / Up in here, up in here,” etc. McWhorter examina varias instancias del uso, concluyendo en la idea de que en este contexto «arriba» transmite la seguridad de la intimidad con el interlocutor: la frase «estábamos sentados en Tony’s», según McWhorter, «significa que Tony es un amigo suyo.» Esta es una lectura ingeniosa y convincente, y McWhorter lo lleva a cabo de una manera fortuamente forense, demostrando su tesis de que, en algunos aspectos, el Black English tiene «más desarrollo vital» que el inglés estándar. Este último carece de un sucinto «marcador de intimidad» como el de Black English «up», y alguien que estudió Black English como lengua extranjera tendría dificultades para averiguar cuándo y cómo implementarlo.

Lo que sucede con este enfoque de querer convertir en lengua lo que no tiene por qué serlo es se hace más hincapié en los vectores político-partidistas, administrativos e incluso intelectuales que en los que verdaderamente transmite un habla: la cultura y el contexto social que hay detrás. El propio McWhorter trató de argumentar en otra publicación que la profundización en el Black English y la reacción en contra de su institucionalización ponían de manifiesto que los problemas de la comunidad negra en EEUU no se deben al racismo institucional sino a deficiencias intelectuales de la propia comunidad como el anti-intelectualismo y el «culto a la victimología».

McWhorter es un demócrata liberal convencional, si bien un poco anticuado. Llegó a la puerta de la sociología con un ramillete de ideas de Daniel Patrick Moynihan justo cuando comenzaban a marchitarse. No negó la persistencia del racismo -investiga todavía contra el encarcelamiento masivo y la guerra contra las drogas-, pero insistió en la realidad del progreso de los años 60, e imploró a sus compañeros negros a extenderse y agarrar la recién extendida mano de su país. Este pensamiento ha pasado de moda en los últimos años, ya que los medios de comunicación de todo el país no han dejado de publicar malas noticias sobre los negros y la policía. La respuesta de McWhorter al radicalismo de la generación más joven, notablemente encarnada por el movimiento Black Lives Matter, ha sido una resignación exasperada. Hoy en día, escribe sobre la raza con menos frecuencia y, cuando lo hace, es a menudo para despreciar la nueva situación como una especie de culto casi dogmático pero corto en métodos para mejorar las vidas de los negros americanos.

Esta situación en Europa ha derivado en varias situaciones diferentes. Las lenguas surgidas en el siglo XIX a raíz de la unificación de territorios que jamás habían constituido un estado como tal (Italia nunca lo fue antes del XIX sino una unidad política dentro del imperio de una ciudad, Roma) tenían un claro origen en el habla vulgar. Es evidente que el italiano por ejemplo procede de una serie de dialectos establecidos para llevar a cabo principalmente las acciones comerciales y diplomáticas que permitían la coexistencia en el espacio geográfico itálico. Sin embargo, hasta el siglo XIX no fue cuando el dialecto toscano-florentino comenzó a constituir la base de una lengua franca para todo el territorio. Fue Manzoni quien comenzó a estructurar un koiné institucional, no basado en la flexibilidad de los practicantes de la misma sino establecida a partir de un programa político y un ideario nacional.

Es lo contrario justamente al castellano, una lengua que se extiende por doquier a raíz de la creación de otro imperio, en este caso el Hispano. En un caso semejante a lo que sucedió con el griego clásico transformado en una lengua totalmente contaminada de usos flexibilizados, neologismos y extranjerismos en su variante difundida por todo el Mediterráneo. ¿Qué significa el concepto de koiné? Para Lázaro Carreter era “cualquier lengua común que proceda de una reducción a unidad, más o menos artificial, de una variedad idiomática”. Hay autores que señalan la importancia de valorar este concepto como forma de establecimiento del español americano. Así, según Guillermo L. Guitarte, sería una “nivelación [del lenguaje de los primeros colonos], término medio [a que llegaron los elementos diversos que formaron los primeros centros europeos del Nuevo Mundo], resultante [de aquellas diferencias], son las diversas denominaciones del concepto con que se explica la formación de la base del español de América”.

El castellano actual que se enseña en las escuelas cumple la misma función que el euskera moderno, el catalán, el gallego, etc. Se trata de establecer un modelo de koiné inversa por el cual se permita a todos los que manejan esos códigos lingüísticos la comunicación entre ellos. Ahora bien, ¿era necesario? Aquí es donde entramos en terreno pantanoso.

En el caso del euskera estamos hablando de un caso bastante curioso y cercano a lo que sucedió con el italiano. El crecimiento del nacionalismo vasco a comienzos del siglo XX provocó que, rápidamente y como decía supuestamente Weinreich, se buscara la creación de un ‘euskera batua’ (euskera unificado) apoyado en la fuerza política que había detrás. La única forma de hacerse valer era demostrar que existía una lengua que unía a todos los vascos era, al igual que habían hecho los italianos, crearla partiendo del labortano clásico. Tardaron 50 años en ponerse de acuerdo pero al final emplearon la suma de tres dialectos para crear una nueva lengua que unificara las decenas de dialectos del euskera que se hablaban por todo el territorio. No son pocos los que se quejan de que los motivos de 1918 eran los de evitar la caída en desuso del euskera precisamente por la cantidad de dialectos que había, y que a partir de 1968 precisamente el euskera batua ha llevado a la extinción de los mismos. Algo semejante sucede con el catalán y con el gallego.

Pero llegamos al castellano que se enseña en las escuelas. Y aquí llega el bombazo: la enseñanza del castellano normativo, una lengua apoyada en la existencia de un estado detrás muy fuerte y tan artificial como el italiano o el euskera batua, es la que garantiza precisamente el “verdadero castellano”. Podemos explicar esto si pensamos de nuevo en el Black English. Es cierto que la utilización por ejemplo de un término como “nigger” en esa variante dialectal del inglés nos permite conocer un concepto más amplio que el de nombrar simplemente a una persona étnicamente, es una idea más amplia que habla de hermandad dentro de un grupo y de identidad. Eso no implica que tenga que estar normalizado dentro de lo que podríamos llamar una lengua. La propia no regulación del Black English porque ya existe un inglés estandarizado que permite comunicarse con cualquiera hace que mantenga su conceptualización. Al normalizarse el grupo social que lo generó perdería la propiedad sobre su concepto y podría derivar en algo totalmente alejado de su función principal que es comunicar ese mismo concepto.

Es aquí a donde llegamos al castellano más avanzado, el dialecto andaluz. La inexistencia, a pesar de no pocos intentos de normalizar el habla andaluza, de un idioma con normas fijadas ha permitido mantener una riqueza extraordinaria semejante a lo que sucede con el Black English. El dialecto andaluz existe gracias a que el castellano normalizado permite comunicarse a todos los individuos de una comunidad, y de este modo cada variante local asume con profundidad los conceptos que le son inherentes. La creación de una “lengua andaluza” con su consiguiente institucionalización acabaría provocando su enseñanza, la exigencia de su uso, su corrección y por tanto la desvirtuación del contexto social que la vio nacer.

Noelia Arlandis