Si un entrevistador a lo Jordi Évole, o mejor, a lo Pilar Rubio, nos hiciese por la calle una pregunta similar a ésta: “¿Qué personaje de ficción vivía en un castillo?”, la encuesta podría tener un resultado parecido a este:

  • Un 15 % dijeron que la Cenicienta
  • Un 40 % mandaron a paseo al entrevistador
  • Un 45% dijeron que el Conde Drácula
  • Un 100% de los hombres se hizo un selfie con Pilar Rubio

Y es que si alguien, Cenicienta aparte, está asociado con la palabra “castillo” en el imaginario colectivo de la cultura occidental, ése es sin lugar a duda el simpático chupasangre conocido como “Conde” Drácula.

EL CASTILLO DE DRÁCULA, VERSIÓN LIBRO

Aún a riesgo de hacer spoiler, la fuente primigenia de donde surgió todo fue la clásica novela gótica “Drácula”, escrita por el irlandés Bram Stoker a fines del siglo XIX y obra maestra del género.

El autor, ocultista y espiritista practicante, logró la mejor de sus obras mediante las concisas descripciones del lúgubre ambiente donde se desarrolla la acción:

Encaramado en un risco de paredes poderosas, el castillo semiarruinado donde el misterioso Drácula reside y adonde llega el incauto abogado Jonathan Harker es uno de los escenarios más poderosos del libro: laberínticos pasillos, habitaciones prohibidas, una fuerte puerta de gruesa madera, las criptas oscuras, los salones abandonados y llenos de polvo…todo invita al escalofrío y a la intranquilidad.

Intranquilidad que se vuelve a medias horror y placer al conocer a sus moradores: las bellas damas vampiro (a una de las cuales dio vida la espectacular Mónica Bellucci en la gran pantalla) y el Conde, que sale reptando por las paredes del mismo al caer la noche, dejando el castillo protegido por feroces manadas de lobos.

Para la caracterización de esta morada, ubicada en las cercanías del desfiladero de Borgo, Stoker se basó en el conocido castillo de Bran, ubicado en la Transilvania, país tanto ficticio como real de Drácula.

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EL CASTILLO DE BRAN, DE RESIDENCIA REAL A MORADA DE FICCIÓN

El castillo de Bran, cerca de la ciudad de Brasov, en Rumanía, es uno de esas fortalezas típicas de las antiguas tierras de frontera entre poderes en guerra de los que España posee un amplio catálogo.

La historia de Bran es tan ajetreada como rica, al igual que la de estas zonas de paso siempre en conflicto:

A inicios del siglo XIII, la orden de Caballeros Teutónicos obtuvo permiso de los reyes húngaros para asentarse en la zona y custodiar la frontera entre Transilvania y Valaquia, dos principados periféricos entre ellos y el debilitado Imperio Romano de Oriente.

Los teutones, nobles de origen alemán, iban a proteger de paso los intereses de los poderosos comerciantes sajones asentados allí, siendo Brasov[1] su ciudad más rica e importante. Así pues, en las cercanías se construyó el primer castillo de Bran, que debido a vicisitudes varias fue prácticamente arrasado en los vaivenes de la ajetreada vida de esa parte de Europa.

Sin embargo, al tratarse de una zona estratégica, tanto militar como económicamente (recordar a los mercaderes sajones), los reyes húngaros, que a la sazón dominaban la zona, emprendieron su restauración a finales del siglo XIV, para asegurar el comercio y vigilar a los voivodas valacos.

El castillo siguió sirviendo a los intereses húngaros toda la Edad Media y Moderna, hasta que al final de la Gran Guerra, los tratados de paz recompensaron a Rumania con un sustancioso incremento territorial: Transilvania y Valaquia entraron a formar parte de ella, aumentando un 50% el territorio nacional.

Entre los bienes que los rumanos recibieron se hallaba el mencionado castillo, que fue residencia real desde 1920, en tanto que propiedad de la reina María y de su hija, la princesa Elena.

Sin embargo, la imposición desde el fin de la II Guerra Mundial de una República Popular bajo égida comunista (dirigida por Ceaucescu, no menos inquietante que el Conde Drácula), supuso la nacionalización del castillo y su apertura a visitas turísticas.

El número de visitantes y la casi permanente crisis económica rumana afectaron mucho al conjunto, que se deterioró. Para colmo, tras la Revolución de 1989 y la caída del comunismo, Rumanía abrazó el neoliberalismo salvaje con la fe de un nuevo converso: las propiedades privadas nacionalizadas por el gobierno comunista serían devueltas a sus antiguos poseedores, generalmente nobles exiliados, algunos de ellos de origen alemán.

A esta ley de 2006 se acogió Dominic de Austria-Toscana, heredero de su madre, la princesa Elena, al que el gobierno rumano cedió la titularidad del castillo de Bran.

Este ingeniero afincado en EE. UU., haciendo gala del amor por la que fue la casa de su infancia tardó pocos meses en ponerlo a la venta por varios millones de euros.

No hay que decir que numerosos nuevos ricos, entre ellos algunos magnates rusos (como está de moda llamarlos ahora) como el omnipresente Roman Abramovich hicieron acto de presencia.

El problema es que el castillo genera numerosos ingresos por visitas turísticas, que el gobierno rumano temió perder si alguno de esos buitres lo convertía en su finca privada, afectando de paso a la economía local.

SU RELACIÓN CON DRÁCULA

Todo esto está muy bien, pero el amable lector preguntará que qué tiene que ver el vetusto castillo con el Conde Drácula.

Pues bien poco la verdad: Stoker se basó en el edificio para diseñar el castillo de su obra maestra como residencia del “Conde” Drácula, un sediento vampiro, trasunto del príncipe transilvano Vlad III Draculea, apodado “Tepes” (el Empalador), personaje real que se ganó fama de sanguinario en sus guerras contra húngaros y turcos, pero que en Rumanía ha sido siempre considerado héroe nacional.

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Stoker, al usar su nombre, asoció la figura del controvertido príncipe al “Conde” literario, enlazándolo a su vez con el “strigoi”, nombre local del vampiro bebedor de sangre, al tiempo que lo degradaba nobiliariamente.

Para colmo no se sabe a ciencia cierta si el príncipe Vlad llegó a habitar en Bran: las pocas referencias parecen indicar que sólo visitó sus mazmorras, como prisionero.

Esto no ha achantado a los comerciantes locales, que explotan los tres mitos en uno: el del vampiro, el del Drácula de ficción y el del príncipe real. Los turistas así atraídos a la región, de pujante sector terciario, pueden visitar el falso “Castillo de Drácula”, degustar una rica sopa de tomate imitando al célebre bebedor de sangre y comprar todo tipo de postales y camisetas.

El nuevo propietario, que ostenta el decadente y evocador título de Archiduque de Austria, al ver el interés del gobierno rumano y oler las jugosas subvenciones se embarcó en la creación de un patronato conjunto con el Estado para explotar el castillo turísticamente.

Su decisión de desvincularlo de la figura de los dos “Dráculas” no ha sentado nada bien a los hosteleros y comerciantes locales, que ven amenazado el ingente volumen de visitas si esto se produce.

POENARI, EL RUINOSO NIDO DE ÁGUILAS

El lujoso y acogedor castillo de Bran debe ceder, sin embargo, ante un pariente más modesto y en ruinas el honor de haber albergado entre sus muros a uno de los “Dráculas”.

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Efectivamente, el príncipe Vlad III empleó esta fortaleza como residencia y baluarte durante su agitada vida, llena de encarcelamientos, intrigas, venganzas, exilios y campañas militares.

Esto se debió a su emplazamiento en lo alto de un risco casi inaccesible y a su situación, dominando el acceso al estratégico valle del rio Arges.

Construido en el siglo XIII por los valacos, vecinos y rivales ocasionales de los transilvanos, ya se hallaba en ruinas en época de Vlad, que fue quien lo restauró, según la leyenda usando a los boyardos apresados durante una cena de Pascua a la que él mismo los invitó, forzándoles a trabajar hasta la muerte.

Allí se refugió durante numerosas campañas, destacando la de 1462, cuando fue asediado por los turcos, quienes eran, al igual que los húngaros, sus enemigos jurados.

La leyenda cuenta que su esposa, la princesa Cnaejna, al conocer que los turcos iban a sitiar el castillo, se arrojó desde las murallas a las aguas de un tributario del Arges, afluente que recibe hoy el poético nombre de Rio de la Dama, para evitar caer en manos de los infieles.

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Tras ser abandonado y sufrir daños en su estructura, ha sido parcialmente reparado, conservándose sus torres y murallas, aunque no su interior. El turista animoso que se atreva a subir los 1500 escalones que conducen al recinto podrá decir con justicia que está pisando las mismas piedras que el célebre héroe transilvano, convertido para siempre en vampiro por la pluma de un inspirado irlandés.

Ricardo Rodríguez

[1] Por aquel entonces se llamaba Kronstadt. Sus habitantes, que osaron enfurecer al príncipe Vlad III fueron masacrados y la ciudad incendiada