Once de julio de 2010. Johannesburgo. Final del Campeonato del Mundo de Fútbol. Un gol de Andrés Iniesta en el minuto 116 llevaba a España al Olimpo del balompié. Era la cúspide de una aventura larga y repleta de sin sabores. Sin sabores que, cuando Casillas levantó la copa, sabían a aprendizaje previo. El gol de Cardeñosa, los penaltis ante Bélgica, la falta de Stojkovic, el fallo de Salinas, la cantada de Zubizarreta o el robo en Corea se convirtieron entonces en las piedras de un camino que llevaba la gloria. Se había hecho realidad, por fin, el sueño más anhelado del deporte español: éramos campeones del mundo.

Sin embargo, más allá de los complejos y las vanidades deportivas de un país del sur de Europa, aquel día también se estaba coronando una idea futbolística, una filosofía de juego. Y es que, por primera vez, el llamado fútbol total ganaba un mundial. Irónicamente venciendo a Holanda, una selección que en 2010 había renegado de unos principios que la habían hecho grande.

Para quien no lo sepa, el futbol total es un sistema de juego basado en la posesión casi total de la pelota, la presión al contrario, la exigencia táctica y las triangulaciones fluidas en ataque. Aunque algunos ven el origen en la Hungría de los años 50, ese Equipo de Oro entrenado por Gusztáv Sebes y donde jugaban mitos como Ferenc Puskás, Zoltán Czibor, Sándor Kocsis o Nándor Hidegkuti, la gran mayoría de los expertos adjudica la patente del fútbol total a Rinus Michels. Entrenador entre otros del Ajax y de la Selección Holandesa, Michels revolucionó el fútbol mundial con un sistema de juego que ahogaba a los contrarios presionándoles a todo campo y haciéndoles correr detrás de la pelota. La precisión de su fútbol era tal que, bajo su mando, la selección de los Países Bajos comenzó a ser conocida con el sobrenombre de la Naranja Mecánica. La brillantez de hombres como Cruyff, Rensenbrink, Rep o Neeskens primero, y Gullit, Koeman, Van Basten o Rijkaard después (el gran título a nivel de selecciones de Michels llegó en la Eurocopa de 1988) hicieron el resto.

Los dioses del fútbol quisieron que Michels, que lo había ganado todo con el Ajax y que había creado una selección de leyenda, se muriera sin ganar un Mundial. El destino lo llevó a chocar con la Alemania de Beckenbauer, Müller y compañía en la final del Mundial de 1974. Cuatro años después, otra selección anfitriona les arrebataba el título a los sucesores de Michels. La nueva versión de la Naranja Mecánica entrenada por el austriaco Ernst Happel caía derrotada en la prórroga por los goles de Kempes y Bertoni. La Argentina de Menotti y Videla ganaba su Mundial.

LuisAragonés

Por entonces, la Selección Española andaba en pañales. En Alemania ni aparecimos y en Argentina nos quedamos helados en el caos de la concentración de Mar del Plata (¡qué pena, don Julio, que a usted se le recuerde por un fallo y no por su inmenso talento!). El fútbol de selección era el recuerdo del gol de Marcelino y un rosario de falsas ilusiones. Curiosamente, fue en estos años grises cuando la semilla que terminaría transformando el fútbol español se presentaba en Barcelona: Johann Cruyff, en guerra con el Ajax, fichaba por el Barça como acto de rebeldía frente a su club, que tenía muy avanzadas las negociaciones con el Real Madrid. Nada más llegar, el tulipán volador revolucionó la Liga 1973/ 74: arribó a un Barcelona penúltimo y lo hizo campeón. Por medio, la goleada 0-5 al Madrid en el Bernabéu y el gol de espuela al Atlético de Madrid. Y aunque solo ganó una Copa del Rey más en su periplo como jugador culé, que terminó en la 1977/ 78, ese era el principio de una gran amistad.

Cruyff volvió a Barcelona en mayo de 1988, esta vez como entrenador. En sus manos Núñez puso un proyecto a largo plazo que tardó en arrancar pero que, a la larga, transfiguró el club. Su idea era tan simple que resultaba terriblemente complicada: quería hacer asumir a sus jugadores (y a todo el club) su filosofía de juego, basada obviamente en el fútbol total que Michels le inculcó. Tras un comienzo gris, se reclutaron jugadores extranjeros de la talla de Laudrup, Stoitchkov y Koeman, que se unieron a los Bakero, Beguiristain, Zubizarreta y Guardiola. Nacía el famoso Dream Team, que ganó cuatro ligas consecutivas y conquistó la primera Copa de Europa del club.

No obstante, el verdadero legado de Cruyff iba más allá de los títulos. Había instaurado su estilo de juego y su filosofía futbolística en todos los escalafones del club. Desde los infantiles hasta primer equipo, desde el portero del cadete al extremo izquierda del Barça B. Todos compartían el fútbol de toque. Y tocaban, tocaban y tocaban. Se había impreso en el alma del club una versión mejorada del fútbol total. Los famosos ronditos de los entrenamientos eran la mejor prueba. Luego vendrían Frank Rijkaard y, sobre todo, Pep Guardiola para perfeccionar el sistema. El resultado lo conocen ustedes sobradamente.

La Selección Española, por su parte, seguía a lo suyo. Cierto es que se habían logrado victorias parciales. Ahí estaban el 12-1 a Malta, el subcampeonato en la Eurocopa de Francia de 1984 o los goles del “Buitre” en Querétaro. Pero ningún título. Quizás la medalla de oro olímpica en 1992, que no dejaba de ser un botín menor. Ni el cerrojazo de Clemente, ni la furia de Camacho, ni Raúl en vinagre. En el momento de la verdad, siempre caíamos en cuartos.

Entonces llegó Luis Aragonés.

Vaya por delante que el Sabio de Hortaleza no era un entrenador santo de mi devoción. Y es que, como bético de corazón, nunca podré perdonarle que desmembrara al equipo que más me ha hecho disfrutar sobre un rectángulo de juego: ese Betis que montó Serra Ferrer con Finidi y Jarni en las bandas, Vidakovic y Alexis como columna vertebral y Alfonso Pérez Muñoz, el mago de las botas blanca, en punta. Ello no me impide, mal me cueste, reconocerle Luis Aragonés la transformación de la Selección Española en un equipo ganador que practicaba (y practica) buen fútbol.

Luis Aragonés debutó como seleccionador nacional español el 18 de agosto de 2004, venciendo a Venezuela por 3-2. La clasificación para el mundial no fue un camino de rosas y el fracaso se ratificó en la fase final, celebrada en Alemania. España caía en octavos ante la Francia de un Zidane al que Marca prejubilar. Acabado el campeonato, y pese a los varios amagos de espantá, Luis decidió continuar hasta la Eurocopa de Austria y Suiza. Emprende entonces un proyecto ambicioso cuyo peso principal recae en los bajitos y para el cual prescinde de Raúl (el siete de España, como lo bautizo la prensa madrileña), un símbolo por aquel entonces. Los jugadores pasaban de estar en el centro a estar al servicio del concepto, un concepto que apuntaba hacia el fútbol total y que tenía como ejes a Xavi Hernández e Iniesta. El trabajo psicológico vino después: Aragonés consiguió imprimir confianza y mentalidad ganadora a unos jugadores extraordinarios, probablemente la mejor generación de futbolistas nacida en la piel de toro.

Luis había hecho lo más difícil: los jugadores creían en su forma de juego y en sus posibilidades. Y sobraba el talento. Pero el talento también necesita suerte. Como la que hubo en la lotería de los penaltis ante Italia. Después vinieron la exhibición ante Rusia y la final en el Prater, un estadio al que se le cambió el nombre en honor de Ernst Happel. El fútbol total renacía triunfante en Viena.

LuisAragonésBetis

Zapatones no continuó como seleccionador después del título de campeón de Europa. Lo había dicho ya antes del campeonato. Su legado lo supo gestionar a la perfección su sucesor, Vicente del Bosque, un hombre en muchos aspectos antagónico Aragonés. Porque Luis era, no lo olvidemos, un hombre antipático y en ocasiones maleducado. Querido por los jugadores, arisco con la prensa y poco considerado con el público, su carácter estaba muy lejos del virtuosismo apolíneo que nos venden ahora sus panegíricos. E igual que tuvo éxitos sonados, también tuvo estrepitosos fracasos.

Su papel como seleccionador le absolvió, a los ojos del planeta del balompié, de todo lo anterior, colocándolo por encima del bien y del mal. Tal vez hasta justamente. Es cierto que coincidió con unos futbolistas extraordinarios (olvídense de los relevos de Xavi, Iniesta o Puyol, no los hay) y que no inventó nada. Pero supo recoger una tradición anterior y convertirla en el signo de identidad de una selección cuyo principal recurso era la garra. Luis fue el eslabón que casó el fútbol total con la Roja, el entrenador que sustituyó la furia española por el tiqui-taca. Con él España recogía la herencia de la Naranja Mecánica, ese fútbol preciosista que aterrizó en España de la mano de Johan Cruyff. Todo sería diferente desde entonces.

Dos años después de la victoria en la Eurocopa, Del Bosque culminaba en Sudáfrica un proceso que había empezado 40 años antes. El fútbol total alcanzaba su primer mundial en una final casi simbólica contra Holanda. Aunque esa final es otra historia. Este artículo habla de Luis Aragonés.

Descanse en paz.

Francisco Huesa Andrade