Manuela Carmena es Jesús Gil. Cuando terminen de leer este artículo pueden proceder a pedirle a los que llevan esta revista que dejen de contar conmigo o aplaudirme. Pero déjenme que me explique.

Cuando hace unas semanas les hablaba de Andalucía (“Clientes, votantes y unicornios”) les comentaba que las elecciones andaluzas no podían entenderse en clave nacional. Hace poco, sin embargo, les decía respecto a las británicas que quizá fuera oportuno ver si era necesario observar las barbas del vecino inglés para ver a quién se las iban a cortar en España. Si intentan averiguar qué ha pasado recurriendo a los principales medios se van a volver ustedes locos.

Me van ustedes a perdonar pero creo que el primero que empieza a dar en la clave es Alfonso Ussía en La Razón (venga, vayan sacando los clavos que ya sé que quieren crucificarme). Porque lo primero que deberíamos distinguir es el resultado en Madrid, del resultado en Barcelona, del resultado autonomía por autonomía, y no digamos ya de las capitales andaluzas. En estas elecciones se ha votado, como se dice vulgarmente, al que adecenta tu patio, y no al que te permite comer todos los días. Al candidato local se le conoce casi cara a cara, y cuando leí la magnífica entrevista que esta revista publicó del candidato del PSOE en Sevilla noté que, precisamente, había caballo ganador porque se conocía la calle y la calle lo conocía a él.

Fíjense en la actitud de tres candidatos del PP escogidos al azar. Hablo por ejemplo de Esperanza Aguirre. Su actitud desde hace mucho tiempo ha sido ofensiva para su electorado, no digamos ya para el resto. Como señala el propio Ussía, el abandono de la Presidencia de la Comunidad de Madrid fue una bofetada a unos votos que habían llegado masivamente a su candidatura, dejando al partido a merced de alguien de dudosa reputación como González y dando la sensación de que huía justo cuando empezaban a estallar con más fuerza escándalos como el de Granados. Aguirre no se iba por dignidad, se iba por miedo.

Al votante madrileño le dolió, aún más, que se le dijera que la marcha era para dejar la política y meses después volviera a la primera línea que, en realidad, nunca dejó. Para más inri, protagoniza una campaña electoral plagada de ofensas, chulerías y frivolidades como la de sacar a pasear al perro frente a una candidatura, la de Manuela Carmena, llena de ilusión.

Apunten esta palabra, ilusión, luego verán por qué.

Quienes me lean que no sean madrileños quizá no entiendan una cosa: al madrileño no le hace falta sentirse importante, ya sabe que lo es porque vive en Madrid. No de forma excluyente, estamos encantados de que vengan y se queden, y hasta que vivan como nosotros y con nosotros. Pero lo que no consentimos es el ninguneo, y Aguirre descaradamente utilizaba Madrid como trampolín a La Moncloa. Algo que Gallardón siempre supo disfrazar, por cierto, y nos lo tragamos.

Llegó un punto en que Aguirre era un histrión al que, con cierto tono un tanto sarcástico, e incluso podría considerarse que cruel, la gente iba siguiendo esperando “a ver qué dice o hace ahora”. Mientras Carmena hablaba de proyectos, de necesidades, de qué iba a hacer, Aguirre se dedicaba a insultar, vestirse en San Isidro o protagonizar un teatrillo bochornoso a cuenta de su nómina.

Miedo, apunten esta otra palabra.

Entretanto, en Barcelona, no ha existido ningún frente “anti-PP” al que derrocar porque Ada Colau no es ni nacional-separatista ni tan siquiera es estrictamente de Podemos. Es Ada Colau. La diferencia es notable por un motivo sencillo: en Barcelona ha ganado la esperanza, (si me permiten el chiste, en Madrid ha perdido…) mientras que en la capital de España ha ganado la ilusión. En ambos casos, triunfan los mensajes positivos.

Cuando tu campaña la encabeza una candidata que suscita un rechazo agudo entre los que no son tus votantes más fieles, y se recurre al miedo como argumento básico, “la hostia” que diría Rita Barberá está asegurada. Fíjense que, de hecho, han perdido todos los candidatos del miedo frente a los de la ilusión. No a los del cambio.

Les dije que recordasen la palabra ilusión porque es más fuerte que cambio. Un cambio implica pedirle al votante que confíe en el futuro, mientras que la ilusión hace que crees tus propias expectativas. Ahí sigue estando la clave del fracaso de cualquier alternativa a PP-PSOE en Andalucía (ya les dije que las clientelas allí son fuertes) donde los socialistas no se han presentado como cambio sino como continuidad natural. Sus campañas no han sido invocando a cambiar o subvertir el orden de las cosas sino, al contrario, a devolverlo a su estado habitual.

No se puede comparar lo que sucede en las comunidades realmente conservadoras (Andalucía, Castilla-La Mancha y Extremadura) de lo que sucede en otros sitios. Fíjense en Córdoba o Sevilla. En la capital autonómica el electorado se ha pronunciado muy claramente: de cambios nada. Achacar a la corrupción cualquier estructura del voto resulta absurdo teniendo en cuenta que allí el PSOE está mucho más hundido y afectado (casos ERE) que el PP. El problema que ha tenido Juan Ignacio Zoido es que su dogma ha sido el mismo que el del partido nacional: el dinero lo es todo. Y, por mucho que se diga, la gente nunca unirá la creación de empleo o la mejora de las arcas a las necesidades de un ayuntamiento sino a los cambios visibles en la ciudad o, como mínimo, al mantenimiento de lo que había de forma correcta.

Porque, créanlo, la corrupción no ha sido determinante en la caída del PP, ni siquiera en el sonado caso de Valencia. Si la corrupción fuera la causa Barberá habría estallado de forma histriónica como luego hizo Aguirre en 2011, cuando Gürtel era ya un escándalo mayúsculo. Si fuera la causa Susana Díaz no estaría a punto de ser Presidenta de Andalucía y el alcalde de A Coruña conservaría su puesto. El electorado no castiga la corrupción ni clientelar (PSOE) ni personal (PP).

Lo que se ha castigado en estas elecciones es la soberbia y la vanidad. Cuando en un ayuntamiento como el de Majadahonda quitas a alguien de la lista que tenía prestigio entre sus conciudadanos para colocar a tu profesor de golf, la gente te castiga. Porque, insisto, demuestras que no te importan los ciudadanos.

Por eso les decía que Manuela Carmena es lo que fue Jesús Gil, con la salvedad del propio Gil. Carmena no ha ninguneado a los madrileños sino que su campaña ha consistido en decir “como importáis, me importáis”. Frente a la sensación de ser un lugar de reparto o trampolín, la proclamación de querer hacer algo por la ciudad. Por supuesto, de Carmena, a diferencia de Gil, se espera al menos sensatez porque la distancia mental y política entre ambos es infinita.

En Madrid, al final, ha funcionado la ilusión, frente al ninguneo de Esperanza Aguirre ejemplificado en su esperpéntica rueda de prensa. El ofrecimiento de la alcaldía a Antonio Miguel Carmona, tercera fuerza política, e incluso a Ciudadanos, cuarta, solo vuelve a mostrar que ser alcaldesa es lo que menos le importa. Lo que realmente quería con esa rueda de prensa es manifestar una actitud severa, firme, y, sobre todo, postularse como alternativa a Rajoy. No lo duden, su último desprecio a los madrileños ha sido subastar el sillón municipal para abanderar un camino alternativo al tancredismo del Presidente del Gobierno.

Es terrible, no obstante, que se haya envuelto en la bandera de la constitucionalidad y la democracia precisamente Aguirre. Justo la persona que no tuvo reparos en llegar al poder tras comprar a dos diputados socialistas, y hacerse con la presidencia de la comunidad. Justo quien subvirtió mediante mafia y caciquismo el orden democrático, se eleva ahora como defensora de esos valores.

O tempora, o mores!

Fernando de Arenas