Cuando la gente piensa en un dictador suele imaginarse a un tipo sanguinario, frío, calculador, sin sentido del humor, ajeno, en definitiva, a cualquier sentimiento humano. Un asco de persona que sería mejor que no hubiese nacido.

Sin embargo, de cuando en cuando surge un espécimen que se aparta del tópico y que nos da pie para hablar de la próxima categoría de dictadores: el dictador simpático (al menos, temporalmente).

Este sería el caso de una figura controvertida de la historia patria, cual es don Miguel Primo de Rivera, oscurecido por la santificación que el franquismo hizo de la figura de su hijo, José Antonio (recuerden aquello de “¡Presente!”), por los hagiógrafos de la monarquía constitucional, que intentan desvincular la figura de los monarcas españoles de cualquier tic autoritario; y por la propia figura del dictador que vino después, Franco.

miguel primo de rivera

Exiliada en las comodidades de la investigación histórica, la persona del general jerezano nos habla de una España diferente pero parecida a la de hoy y nos advierte de lo ingrato que a veces es el ejercicio del poder: logros como la modernización de un país de alpargatas creando la Telefónica, la Campsa y una red de carreteras más o menos decentes se han visto oscurecidos por el pasar del tiempo.

Hasta conocidos defraudadores del balompié y otras gentes vinculadas al mundo futbolístico le deben algo: el visto bueno a la creación de una liga de fútbol profesional.

DON MIGUEL ANTES DE DON MIGUEL

Todas las historias tienen su principio y la de nuestro protagonista comenzó un presumiblemente frio 8 de enero de 1870 en la señorial villa de Jerez de la Frontera, en el seno de una familia de amplia tradición castrense: su abuelo participó en la guerra contra el francés y posteriormente contra los independentistas iberoamericanos.

Cumpliendo la típica biografía de los militares de la época, protegido por la égida de su tío Fernando, ingresó a la tierna edad de 14 años en la Academia Militar y posteriormente pasó por destinos coloniales como Filipinas, Cuba y África, distinguiéndose en la Primera Guerra del Rif (1893-94), provocada por la ineptitud del gobernador militar de Melilla, Juan García y Margallo, bisabuelo del actual ministro en funciones de Asuntos Exteriores.

Llegada la edad núbil, contrajo matrimonio con Casilda Sáenz de Heredia, de rancio abolengo. Don Miguel, haciendo gala de sus habilidades consiguió tener con ella 6 hijos en los 6 años que duró el matrimonio. Su esposa fallecería en 1908.

Un año más tarde volvería a África, donde permanecería hasta 1915, ya ascendido a general, a la edad de 45 años.

Militar africanista, se mostró desde muy pronto partidario del abandono de las colonias norteafricanas, de adquisición reciente (Conferencia de Algeciras, 1906), cosa que el rey Alfonso XIII, sus amigotes del generalato y los empresarios afines a ellos no iban a tolerar. Estaban el juego muchos miles de duros; Primo de Rivera sería relevado de varios cargos de relevancia, acusado de “abandonista” por el gobierno.

En su pensamiento acerca de este tema pudo haber influido la muerte de su hermano Fernando durante el “Desastre de Annual” (1921), tras serle volado un brazo por un proyectil de artillería durante el asedio de Monte Arruit.

Para 1922 fue nombrado capitán general de Cataluña, desarrollando una política de mano dura frente a las protestas obreras y al “pistolerismo”. Esto le granjeó el apoyo de los industriales y de los miembros de la Lliga Regionalista, a pesar de la repulsión del general por los nacionalismos periféricos: las conveniencias económicas hacen extraños compañeros de cama.

Poco tiempo después, en 1923, la mala situación social, económica y política del país era casi insostenible y se llegó a hablar de establecer un gobierno militar presidido por el general Francisco Aguilera, cosa que no llegó a cuajar: los contactos de un grupo de generales conspiradores conocido como el “Cuadrilátero” (Saro, Dabán, Cavalcanti de Alburquerque y Federico Berenguer) con Aguilera no produjeron los efectos deseados.

Sin embargo, las clases acomodadas, especialmente las de las zonas industriales, deseaban paz social (es decir, represión de los obreros) para poder mantener sus negocios. Especialmente activa iba a ser la numerosa burguesía catalana, que contaba como aliado con el general Primo de Rivera.

A esto hay que sumar el escándalo provocado en Cortes por la redacción del Expediente Picasso[1], que responsabilizaba de los desastres de la guerra de Marruecos a una serie de generales muy próximos al rey (Dámaso Berenguer, Navarro y Fernández Silvestre), cuyo apoyo a sus acciones militares temerarias podría comprometer su figura.

El mismo día que se iban a depurar las responsabilidades en las Cortes, Primo de Rivera dio un golpe de Estado en Barcelona, con el apoyo de sectores conservadores e intereses industriales, además de los nacionalistas conservadores de la Lliga Regionalista y los viejos conspiradores del “Cuadrilátero”.

Esta coincidencia no ha pasado por alto a prestigiosos historiadores que, cosa rara, coinciden en señalar que posiblemente Primo se lanzase a la aventura, para, entre otras cosas, salvar la cara del rey Alfonso XIII y mantener su prestigio intacto.

PRIMO EN EL PODER: “MI MUSSOLINI”

Alfonso XIII, de veraneo, no movió un músculo y se mantuvo a la expectativa al conocer el bando del general “rebelde”. Pocos días después lo recibió en audiencia en Madrid y acabó nombrándolo jefe de Gobierno, suspendiendo la Constitución de 1876 (esa que garantizaba el fraude electoral del “turnismo”) y dando paso a una dictadura militar en la que las garantías constitucionales quedaban en suspenso y las asociaciones políticas prohibidas.

Poco tardó en formarse un “Directorio Militar” que iba a detentar el poder entre 1923-25. Entre sus miembros destacaban los componentes del “Cuadrilátero”, que vieron así sus ansias de poder colmadas, aunque pasaron a ser los segundones de Primo.

Haciendo gala de un alto sentido democrático, Alfonso XIII presentaba al general Primo de Rivera en las visitas oficiales a otros países como “mi Mussolini”.

Primo-de-Rivera

Que Alfonso XIII estaba más guapo callado es más que evidente, aunque también tenemos que tener en cuenta que durante el periodo de entreguerras (1919-1939) la democracia no era vista con buenos ojos en la mayor parte de las naciones europeas. Se imponían soluciones de fuerza, gobiernos de dictadores, civiles o militares que tendían a copiar más o menos a la estrella política del momento, Benito Mussolini, ídolo de masas que según rezaba en la propaganda, era el único que había erradicado el peligro comunista de su país.

Así, desde el Báltico al Atlántico, los sistemas autoritarios y anticomunistas estaban en auge, espoleados por el nacionalismo y la crisis política y económica. Nombres como los de Pilsudski, Voldemaras, Dollfuss, Oliveira Salazar, Primo de Rivera, Pangalos, Hitler… sirven como ejemplos de este fenómeno.

Por otra parte, Alfonso XIII era un rey absorto en el universo castrense y con el complejo de reinar en un país permanentemente postrado. Ingenuamente pretendía regenerar el prestigio de España e intentó subirse al carro de la modernidad, cosa que le entusiasmaba personalmente: practicaba numerosos deportes y era aficionado a las innovaciones tecnológicas como aviones, coches y motocicletas (aficiones heredadas por sus descendientes). Siguiendo la moda de gobiernos fuertes, se deshizo de la Constitución, que limitaba su participación en política y se lanzó de lleno a la tarea de revitalizar España.

En primer lugar había que terminar con los problemas más preocupantes del momento: la inestabilidad sociopolítica y la guerra de Marruecos.

Para la primera bastó con poner al ejército y la policía a trabajar, constriñendo las actividades de los sindicatos y los partidos y asociaciones nacionalistas del País Vasco y, sobre todo, Cataluña, sin que el apoyo del nacionalismo conservador catalán se resintiese lo más mínimo.

Para el segundo de los problemas Primo apostó fuerte. Renegó de su abandonismo y reforzó la presencia militar española en el norte de Marruecos. Aliados a Francia, un contingente hispano-francés llevó a cabo una espectacular operación anfibia en la bahía de Alhucemas, cercana al enclave de Axdir, capital de la autoproclamada “República del Rif”. Su líder, Mohamed Abd-el-Krim[2] era el responsable de los numerosos problemas que ambas potencias estaban sufriendo en la región.

Aprovechando la popularidad del fin de la guerra de Marruecos, Primo decidió dar a su régimen un carácter más estable (toda vez que siempre se presentó a sí mismo como una solución provisional) creyendo seguro el negocio.

Para ello sustituyó su gobierno de uniformes por otro de chaqueta y corbata. Aparecía así el “Directorio Civil”, destacando entre sus figuras los jóvenes ministros Eduardo Aunós[3] y José Calvo Sotelo en Trabajo y Hacienda. Sin embargo sería Primo el que detentaría todo el poder efectivo, secundado por su colega, general Martínez Anido (responsable de la represión de la Semana Trágica de Barcelona en 1909 y protector de los pistoleros del Sindicato Libre) desde Vicepresidencia y Gobernación.

Con una base estable, el Directorio se dedicó a emprender una “regeneración” de España desde el propio poder, colmando las exigencias de los intelectuales del 98. De hecho Primo creía ser el “cirujano de hierro” propuesto por Joaquín Costa.

El desarrollo económico, espoleado por las inversiones extranjeras, atraídas por la mano de obra barata y la especulación fue más que notable.

Paradójicamente, el régimen siempre hizo gala de su nacionalismo económico, buscando la autosuficiencia, rasgo copiado de la Italia de los “camisas negras”, así como una organización corporativa de la economía.

Fruto de estas prácticas surgieron la compañía petrolera estatal CAMPSA y la Telefónica, se construyeron carreteras y viaductos, junto a nuevas líneas de ferrocarril y pantanos para el riego del reseco interior hispano.

Incluso se llevó a cabo una política social que contemplaba las populares “Casas Baratas” para obreros, posteriormente impulsadas de nuevo por Franco, algunos seguros laborales, subvenciones a las familias numerosas etc. con el fin de evitar que los obreros cayesen en el “comunismo” en sentido amplio.

En estos propósitos Primo contó con el apoyo de los sindicalistas de la UGT y los miembros del PSOE (de hecho Largo Caballero entró a formar parte del Consejo de Estado), que colaboraron con los Comités Paritarios, organismos compuestos por patronos y obreros que arbitraban los conflictos laborales. La democratísima República los resucitaría con el nombre de Jurados Mixtos.

El cuadro de esta España feliz lo completaba una vida de ocio desconocida hasta entonces: las asociaciones juveniles, amparadas por el régimen, florecieron (los famosos “Batallones Infantiles” ya existentes anteriormente, o los Boys-Scouts), equipos deportivos de múltiples disciplinas, con especial protagonismo del fútbol, sociedades excursionistas, etc., se desarrollaron con el sano propósito de crear un español ágil, sano, valiente y sacrificado. Pero sobre todo agradecido al poder, lección aprendida hasta hoy día.

Junto a este ocio deportivo se encontraba otro más perjudicial para la salud y al alcance de las grandes fortunas: cabarets, music-halls, el charlestón y el faranduleo alcanzaron cotas muy altas, de las que daban cuenta las revistas especializadas, como Blanco y Negro o Estampa.

En plena euforia, Primo decidió incluso perpetuarse en el poder mediante la creación de un partido-movimiento, carente de ideología política más allá de un nacionalismo casi folklórico, la llamada Unión Patriótica. Pronto los “upetistas” fueron legión en un país acostumbrado a los súbitos bandazos.

Sin embargo el apoyo no fue unánime: en 1926 se iba a producir una intentona golpista, la “Sanjuanada”, que fue abortada por la desunión de los conspiradores entre los que se encontraban desde el decrépito general Weyler hasta militares conocidos por su republicanismo radical como Queipo de Llano o Ramón Franco[4].

Además en 1928 problemas económicos derivados del excesivo nacionalismo económico provocaron el descontento de los industriales catalanes, que mudaron la camisa y dejaron de apoyar al gobierno: de repente se acordaron de que el uso del catalán en público estaba restringido.

La crisis de 1929 hizo el resto, aunque el país tenía una economía tan poco articulada y tan esquizofrénica que los efectos del Crack fueron atemperados.

El último intento de Primo por perpetuarse en el poder, el proyecto constitucional de 1929, inspirado en el modelo corporativo italiano, fue un fiasco.

En 1930, el rey, aconsejado por quienes le pedían desvincularse de la figura de quien tanto le había servido, entre ellos su madre, María Teresa de Habsburgo-Lorena (implicada presuntamente en la Sanjuanada de 1926) aceptó la dimisión de Primo.

Éste marchó al exilio, llevando en su equipaje numerosos documentos comprometedores, entre ellos muchos folios del Expediente Picasso. Fue su último servicio a un monarca que perdió el trono menos de un año después: tras hacer como si nada hubiese pasado, Alfonso XIII sustituyó a Primo por Dámaso Berenguer (implicado por el célebre Expediente) cuyo gobierno fue jocosamente conocido como “Dictablanda”. El postrer gobierno del almirante Aznar no pudo más que certificar la muerte de la España de la Restauración.

Primo se instalaría en París, donde moriría por complicaciones derivadas de una diabetes que el “dictador simpático” no cuidó adecuadamente.

LA FIGURA DEL “DICTADOR SIMPÁTICO”

Si algo hizo Primo de Rivera durante su desempeño de cualquiera de sus responsabilidades políticas fue llevar su espontaneidad personal al terreno de su vida pública.

Hombre expansivo en todos los sentidos, supo conectar con el español medio de la época casi tan bien como con los industriales y conservadores que mantenían a su gobierno. Su lenguaje, de la calle, su actitud de macho alfa, haciendo gala de una virilidad desatada, muy del gusto de la época y un mensaje claro hicieron de él un dictador próximo al pueblo;  antecesor de los llamados “populismos” tan caros en otras latitudes, como por ejemplo, Latinoamérica, donde figuras como la suya brotan como hongos (como la del recientemente desaparecido Chávez).

Un aspecto que hacía las delicias del hombre de a pie era el trato que el dictador tenía con el bello género: a don Miguel le chiflaban las mujeres de cualquier clase y condición y gran parte de su popularidad en España venía por ese aspecto.

Viudo muy joven, su mujer, Casilda, murió de complicaciones derivadas del parto de su sexto hijo en 6 años de matrimonio. Desde entonces, don Miguel siempre manifestó su intención de contraer nuevo matrimonio, a pesar de la intransigencia social y de la oposición de su propia familia, incluidos sus hijos.

Presa de su propia personalidad, los episodios en los que piropeaba como un señor cualquiera a las costureras y floristas que se cruzaba por la calle fueron más que abundantes, como sus escarceos amorosos o sexuales, dependiendo de la categoría de la moza.

Entre los primeros cabe resaltar su relación más o menos pública con una dama de la alta sociedad madrileña, la señorita Mercedes Castellanos, que respondía al cursi apelativo de “Niní”. Parecía que la cosa iba tan en serio que Niní se pasó de lista y dio la exclusiva a la revista Estampa en una “interviú” en la que daba por seguro su enlace matrimonial con el jefe del Ejecutivo.

Poco después, Primo de Rivera daba el cese a la relación, debido al revuelo social en torno a su vida amorosa y al hecho de que Niní era una mujer acomodada asidua a las modernidades de la vida femenina de los 20, cosa que la moral tradicional de don Miguel no toleraba.

Concedió, no sin ciertas reticencias, otra entrevista a uno de los periodistas de moda allá por 1928, César González-Ruano. En ella dejaba claro que la señorita Castellanos había hecho el ridículo, dejándole, además, en una comprometida situación ante la opinión pública. Opinión pública que no sabemos si se enteró a medias de un turbio asunto que se equipararía a los conocidos escándalos sexuales del Berlusconi más casposo.

La Caoba, una conocida miembro de los bajos fondos madrileños, facilitadora de señoritas y asidua ella misma a la cama de poderosos magnates, fue procesada por tráfico de cocaína e intento de chantaje a conocidas personalidades. El dictador intervino en su ayuda, dando pruebas de que, al menos, frecuentaba su compañía.

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Su acción fue drástica y tajante, pues  ordenó la fulminante puesta en libertad de la fulana al juez Prendes, que se negó. Fue relevado de sus funciones, así como el presidente del Supremo, Buenaventura Muñoz, que socorrió al íntegro juez.

Incluso varios intelectuales atraídos por el caso, como Unamuno, acabaron deportados a Fuerteventura.

Las razones que puso en liza el Presidente del Consejo de Ministros fueron típicas de la época y la figura: se declaraba protector de todas las descarriadas de España, lo cual puede dar lugar a equívocas interpretaciones. Con un par.

Asimismo fue sonada su amistad con la actriz y estrella de las “varietés” Raquel Meller, moza aragonesa por nombre real Francisca Marqués y una de las mujeres más bellas de la España de la época. Meller, patriotera como buena folklórica, frecuentó la compañía de poderosos hombres y que se sepa trabó al menos amistad tanto con Primo de Rivera como con Alfonso XIII, rijoso impenitente, que se quejaba de que “cuando te sale la “maña”, te pones imposible”.

BALANCE DE UNA FIGURA CONTROVERTIDA

Como expusimos, Primo de Rivera ha sido tradicionalmente oscurecido por la figura de su hijo José Antonio, elevado cínicamente a los altares del nacional-sindicalismo y por Franco, el personaje que lleva la vitola de dictador por antonomasia en nuestro país.

De hecho Franco siguió más el modelo de Primo de Rivera y su Unión Patriótica que el modelo fascista (y mucho menos el alemán) de Mussolini: desideologización de las masas en un movimiento nacional amplio que garantizaba los estómagos agradecidos con múltiples subvenciones. Lecciones que aprender para la democracia.

En cuanto a su actuación al frente del gobierno podemos alternar las luces y las sombras, provocadas más por su espontaneidad y la estrechez de miras propia de la época que por una mala voluntad manifiesta. Su obsesión de mantenerse en el poder después de haber manifestado que era una solución momentánea y el carácter ecléctico y caótico de su política, así como el mantenimiento de las élites del corrompido sistema de la Restauración (cosa que también ocurrió tras la cacareada Transición de mediados de los 70 con las élites franquistas).

El golpe de gracia se lo dio precisamente un rey desagradecido y veleidoso que quiso desmarcarse de la figura de su presidente del gobierno una vez que las cosas empezaron a ir mal y ya Primo dejó de ser útil[5]. Es un caso similar al del expresidente Suárez, que no supo ver que su magistratura iba a ser eventual y fue abandonado a su suerte por quien tanto tenía que agradecerle.

Sea como fuere don Miguel Primo de Rivera se ha ganado el privilegio de aparecer en esta Galería de Dictadores como nuestro representante del “Dictador Simpático”.

Ricardo Rodríguez

[1] Redactado por el general Juan Picasso, tío del pintor, es el documento contemporáneo español más importante en cuanto a la denuncia de venalidad, corrupción y mal gobierno del Estado. Convenientemente mutilado, una copia parcial ha sido rescatada recientemente de los Archivos del Congreso de los Diputados

[2] Antiguo maestro y empleado de la Oficina de Asuntos Indígenas, se rebeló contra la presencia extranjera en el Rif, liderando a las tribus de las montañas rifeñas contra España, Francia y el Sultán de Marruecos

[3] Político catalán perteneciente a la Lliga Regionalista, partido nacionalista conservador dirigido por Francesc Cambó. Era conocido como “el Lenin Blanco” por sus reformas laborales de tipo corporativista.

[4] Queipo de Llano, enemigo furibundo de Primo de Rivera, arremetió a bastonazos contra José Antonio, hijo del dictador, y un grupo de falangistas en un conocido café madrileño, al manifestar que las iniciales de la Unión Patriótica servían también para anunciar los Urinarios Públicos, originando una reyerta.

Junto con Ramón Franco fue el militar republicano más conocido, partidario de bombardear el Palacio Real de Madrid con aviones, cosa que no sucedió al fallar la sublevación de Cuatro Vientos.

[5] Es célebre el episodio en el que Alfonso XIII se dirigió a dar el pésame casi a escondidas a la familia Primo de Rivera cuando repatriaron el cadáver desde París, viviéndose momentos de tensión contenida.