La poesía y la música.

Cuando un dreidel gira, sus letras rezan que el milagro ocurrió en Israel. Luego el mundo, caprichoso como la vida, es suficientemente ancho como para no distinguir de ubicaciones. Con cuerpo gris y cabeza colorida, el colibrí bate sus alas en un lugar difuso entre Alaska y Tierra de Fuego, estudiando el Talmud entre los cálices de las flores mientras huye de estigmas y clavos. Vilna, Montreal o Jerusalén son simplemente casualidades, pasado, presente y añoranza de una familia judía heredera de Aarón. Con todo, los linajes son insustanciales en cuestiones literarias. Somos lo que leemos en la intimidad imposible. Aquel niño que admiraba a Federico en el invierno canadiense intuía la armonía de las palabras antes siquiera de comprenderlas. Fue sumergirse con el granadino en la ciudad que nunca duerme, fue pasear por el esplendor las hojas de hierba de Whitman, fue peregrinar a la luna llena de marzo de Butler Yeats, fue recordar para recordar una primavera negra con Henry Miller… y nacer el poeta.

Porque Cohen, antes de ser músico, fue poeta. Laureles y medallas lo atestiguan. Pero no es eso. Escribir no es una vitrina petulante con pedazos de gloria sino la expresión del estado del alma. Cohen era poeta por necesidad, no por vanidad. Su preocupación era reconducir los sentimientos entre los mordiscos de una Olivetti verde, dar luz a la oscuridad del espíritu, desatar el nudo gordiano de la tristeza. Los libros, sin embargo, no colmaban las ansias de juventud de un Cohen a quien la inquietud le pedía dilatar la línea de sus horizontes. Comenzaban los sesenta y la experimentación se había alejado de los círculos de autores para alojarse en los acordes de la música contestataria. La guitarra clásica que le enseñó a tocar un español viajó a la isla de Hydra para renegar de la disciplina ascética de la educación hebraica y abrazó el Mediterráneo sin condiciones. Aquellas comunas beatniks que profetizaban un mayo por llegar fueron el despertar de un músico que aprendió a domar su voz entre notas. Heráclito fluía entre olas de una playa sin adoquines mientras el auleta rendía culto a Dionisos. Convocar a las musas era un rito mistérico. Su carrera despegaba. Mas antes, lo hemos dicho, fue la métrica rigurosa de los versos.

El poder de las metáforas indescifrables está en la base de la devoción a Cohen. El aura mística de su misterio está en la complejidad de sus letras, en la densidad oculta de las rimas acompasadas, en la asombrosa capacidad para crear imágenes tangentes, en el tono elevado que realza su crónica ronquera. Los atletas de la voz que operan triunfos artificiales nunca llegaron a imitarle, las gargantas de gimnasio no saben susurrar canciones. Y aunque supieran, les seguiría faltando la palabra.

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El amor y el sexo.

Nadie ha gritado jamás con la desesperación de Joplin. Las leyendas del Greenwich Village así lo pregonaban. Después es el caos quien torció el destino para crear la casualidad y forjar la historia que terminó convirtiéndose en mito. Fue un encuentro fortuito en un ascensor, un desafío como declaración de intenciones y una habitación con la cama deshecha. No había más razones, aquello era Nueva York y la limusina esperaba en la puerta. Brigitte Bardot aguardaría a otra noche, ser feo es un incidente cuando se tiene la música. Y aunque siempre lo recordaría, ni siquiera pensaba en ella tan a menudo.

En el oasis del Chelsea Hotel, el paraíso loco y libre rodeado de tráfico donde se hacía todo lo que estaba prohibido en Manhattan, Eros era un inquilino de saldo. La juventud ardía entre las sábanas buscando atravesar la siguiente frontera, los límites se rebasaban como simples líneas consecutivas y nada era suficiente todavía. Una cara bonita, unas curvas donde derrapar, el placer atado a la comisura de los labios y Venus ganando la partida. El deseo por el deseo y el corazón vacío. La carne no se apellida amor, después de los sueños se vislumbran mejor los huecos de la ausencia.

Al final todos necesitamos un “te necesito”. Cuando Tanatos respondió a la llamada de Cronos, Cohen se acordó de Grecia, del sol desparramado en los vitrales del mar, de las terrazas asomadas al infinito, de las tiendas de ultramarinos donde comenzó a rezar a los ángeles, de Marianne. Ella era amor incondicional que solo cuenta el bien de ser amado, el amor sagrado y reflexivo de la verdad que  cultivó la risa y el llanto, el llanto y la risa. Le regaló una canción y una carta de despedida. “Ya sabes que siempre te he amado por tu belleza y tu sabiduría pero no necesito extenderme sobre eso ya que tú lo sabes todo”. La eternidad ha acabado uniendo lo que separó la querencia. “Adiós vieja amiga. Todo el amor, te veré por el camino”.

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La Verdad y la Belleza.

En la caverna el chamán dibuja bisontes de colores. La realidad es con frecuencia decepcionante cuando se mira con los ojos del mago pintor de ideas. Las princesas guardan el castillo, los guerreros pretende la victoria y solo el chamán piensa. Cada cual persigue su cielo, desde el orgullo de redecorar el salón del baile a robar a los turcos Constantinopla. La orquesta interpreta un vals, los zapatos de cristal presumen de elegancia y las condecoraciones de guerra lucen en el pecherín. Como un ciclón, el teatro gira sin detenerse un punto, los violines continúan sonando y nadie recuerda al autor de la pieza. El vértigo de lo sensible colma el aire, solo importan las miserias e incongruencias del ser humano. Entonces el chamán sangra agarrándose a sí mismo. Desde su oráculo trata de desvestir al rey desnudo y de escudriñar los senderos que le conducen a la redención de la Verdad y la Belleza. Los privilegiados, además, las fabrican.

Cohen era un elegido, un Demiurgo. Estaba bendecido con el don supremo de la creación. Su obra no era una denuncia desgarrada, no era llanto desconsolado ni desengaño agrietado, no era júbilo exacerbado ni fiesta de guardar. No era la bala rasgando el terciopelo ni la daga cercenando la piel. No era una bomba de amarillos y azules ni una torre de carcajadas políglotas. Su obra era, simple y llanamente, un camino de baldosas hacia la Belleza, era la sinceridad de una voz desgastada por la Verdad, era un sagrado y roto Hallelujah que nos acompañará bailando, con su borsalino oscuro, hasta el final del amor.

Francisco Huesa (@currohuesa)