No es fácil  hacer una reseña de un libro como Ni el sexo ni la muerte de Comte-Sponville porque no es fácil encontrar personas que, al leer de lo que va y las cosas que se afirman, sean capaces de poner en su justa medida aquello que están leyendo. Si usted pertenece a ese sector de la población que se define bajo ideas absolutas, deje de leer. Si es de esas personas que dicen “soy feminista”, “soy comunista” o “soy católico”, y ésa es su única identidad en lugar de decir simplemente “soy”, no siga leyendo. Principalmente porque es un libro que, sin romper los esquemas, los golpea con fuerza.

            No es para menos teniendo en cuenta que su autor, André Comte-Sponville, pertenece a esa generación de filósofos cuya adolescencia y juventud transcurrió al amparo del Mayo del 68, el cual, como para casi todos en realidad, no fue más que un espejismo intelectual. Comte-Sponville evoluciona desde Derrida hacia el materialismo, siendo como éste alumno y amigo de Althusser. Sin embargo, a diferencia de éste, se muestra mucho más vitalista como tendremos ocasión de ver, más cercano a Rosset o Lévi-Strauss, con una clara influencia de Spinoza.

            El libro se estructura en torno a tres ensayos, dice el subtítulo, “sobre el amor y la sexualidad”. En efecto, encontramos tres apartados donde habla de “El amor”, para pasar luego a “Ni el sexo ni la muerte” y finalizar con “Entre la pasión y la virtud”. Ahora bien, aunque a veces nos cuesta comprender la dimensión racional de las cuestiones emocionales, Comte-Sponville utiliza un lenguaje cercano que permite comprender lo que nos quiere decir. Siempre y cuando uno se acerque sin prejuicios ni trate de asumir que sus ideas absolutas están por encima de todas las demás.

            Nada más empezar uno se encuentra con una afirmación interesante, el amor, nos dice el autor, es un invento de la mujer. Eso sí, nos dice que no se trata de que el hombre no disfrute del amor, ni mucho menos, pero no es algo que esté en su código genético. En cambio, el hombre inventa la guerra y la muerte como forma de canalizar la violencia. ¿Significa esto para Comte-Sponville que la mujer no mate ni pueda ser violenta? En absoluto, también puede tener esos impulsos.

Esto, en realidad, no supone nada nuevo. Antes que él, Marcuse y Bataille ya plantearon la cuestión de que la continuidad biológica de la mujer, a través del hijo, la convertía en un ser para la vida. En cambio, el hombre como ser discontinuo estaba más capacitado incluso mentalmente para la muerte. Bataille iba más lejos, incluso, y relacionaba esta sensación abismal de la discontinuidad con la propia creación artística, tomando como referencia Así habló Zaratustra de Nietzsche. Cuando el filósofo alemán nos habla del abismo está enlazando con lo que Kant llamaba “lo sublime”, o Freud al hablar de la sensación “oceánica”.

“La noche es sublime, el día es bello. En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de eternidad. El brillante día infunde una activa diligencia y un sentimiento de alegría. Lo sublime, conmueve; lo bello, encanta. La expresión del hombre, dominado por el sentimiento de lo sublime, es seria; a veces fija y asombrada. Lo sublime presenta a su vez diferentes caracteres. A veces le acompaña cierto terror o también melancolía, en algunos casos meramente un asombro tranquilo, y en otros un sentimiento de belleza extendida sobre una disposición general sublime. A lo primero denomino lo sublime terrorífico, a lo segundo lo noble, y a lo último lo magnífico. Una soledad profunda es sublime, pero de naturaleza terrorífica”. (Kant, De lo bello y lo sublime)

            El abismo, o lo sublime, lo oceánico, es la sensación de tener que tender un puente para sobreponerse a ese eros que Marcuse canalizaba mediante la cultura (Eros y civilización). Lo erótico para él no era, no obstante, una simple cuestión de satisfacción sexual. La expresión que hacen Nietzsche, Kant, Freud y otros sobre la sensación de lo discontinuo como un arrebato violento que subyuga bebe de fuentes platónicas y se prolonga en Schopenhauer como señala el propio Comte-Sponville. Eros, de hecho, no tiene tanto que ver con el sexo como con el deseo. Los griegos se referían al placer sexual como ta aphrodisias ya que, como bien dice el autor, “los griegos no ignoraban que tanto se puede amar sin hacer el amor, como hacer el amor sin amar”.

            Eros, pues, se configura como una necesidad nunca satisfecha. Si partimos de Platón como hace Comte-Sponville, lo que nos queda es una amarga sensación. En El banquete encontramos que el amor como ilusión falsa es relatado por Aristófanes, un poeta. Sócrates le refuta su idea del amor como exclusividad (se ama más de una vez, por suerte, en la vida), como algo definitivo (la experiencia dicta que existe más de una “media naranja”), como plenitud (el amor por sí sólo no sirve para hacer plenamente felices a las personas, al menos si están en sus cabales y no como la protagonista de Anna M.) y como compañía perpetua (se puede sentir la soledad en el amor).

“¿Qué sabríamos del amor sin las mujeres? (…) el amor no nos es dado del todo por la naturaleza; tuvimos que inventarlo, o por lo menos cultivarlo. ¿Por qué ambos sexos habrían tenido un papel equivalente en esta historia? ¿Y en qué medida el sexo, como órgano o como pulsión, podrían ser suficiente? Decir que el sexo o el amor es un invento de las mujeres, o plantear esta hipótesis, no es afirmar que el amor no existe, ni que los hombres son incapaces de sentirlo; supone más bien reconocer que éste existe, incluso para los hombres (…) pero es sugerir que quizás no habría existido nunca, al menos bajo las formas en los que lo conocemos, si la parte femenina de la humanidad no hubiera trabajado, durante milenios, para su advenimiento”. (Comte-Sponville, Ni el sexo ni la muerte, pág. 43)

            En efecto, como ya puso de relieve la neurocientífica Brizendine en El cerebro femenino, lo biológico ha ido siendo reprimido o encauzado por lo cultural, alcanzando diferentes tipos de equilibrio en las diferentes sociedades. Al fin y al cabo, la cultura forma parte de lo real y tiene mucho que ver con el ser masculino. Como bien dice Chic García, la mujer no precisa en sí de la cultura (entendida como represión de lo biológico, no como las expresiones de la misma), de ahí que la sensación abismal descrita tradicionalmente por un sector de la filosofía se aproxime al modo en el cual el hombre ha afrontado la discontinuidad, ignorando por completo la forma en la cual se sobrevive a la continuidad.

            El amor, por tanto, acaba relacionándose más con el eros como sensación de discontinuidad en la medida en la que no se tiene, tal y como afirma Comte-Sponville, aquello que se desea. El amor es deseo, y se desea lo que no se tiene. En el momento en el que se tiene, ya no hay deseo y, por tanto, tampoco amor. Por ello, bajo este prisma y como también expusieron Aragon o Schopenhauer, no existe “amor feliz”. Sin embargo, Comte-Sponville ya hemos dicho que es un vitalista y va más allá. El ser humano no nace para quedarse en el eros, sino que es capaz de entenderlo como una aproximación, un peldaño, para llegar a philia y disfrutar de aquello que se tiene.

            El problema radica en que el modelo social y económico en el cual nos hemos ido asentando valora sobre todo el eros. Piense por un momento en las llamadas “comedias románticas” en las cuales el final de la historia suele acontecer cuando el amor se consagra y es alcanzado. Rara vez se nos dice qué pasa después, la cotidianeidad. “El barco del amor /se ha estrellado contra la vida cotidiana” decía Maiakovski. No se nos dice porque es mucho mejor generar una sociedad que viva en la perpetua adolescencia, en el deseo continuo y en la insatisfacción. Toda nuestra economía se basa en la insatisfacción, la frustración, el deseo de poseer, de tener, y de que, cuando se tenga, no llene. Esto se traslada a las formas de relación social. Tener un número ingente de “amigos” a través de redes sociales, participar en multitud de eventos sin dedicarse a una vocación concreta, o simplemente figurar en muchos sitios sin estar realmente en ninguno.

Y, además, alcanza a las ideologías. La mayor parte de las grandes ideas del pasado han sido reconvertidas en modelos, llamémosles eróticos, para generar una continua necesidad de satisfacción sin llegar a colmar las expectativas. La política se ha vuelto profundamente erótica, sugiere continuamente satisfacciones que la gente necesita y demanda pero que jamás colmará porque, de hacerlo, perdería inmediatamente su capacidad de influencia. Como consecuencia de la incapacidad de los políticos actuales para generar philia, nos hemos asentado en partidos e ideologías de la promesa. Piense en un partido minoritario que, de pronto, empieza a crecer porque promete muchas cosas que en la realpolitik son inviables pero que pueden argumentarse siempre y cuando no se gobierne. Pero hete aquí que un día tiene capacidad de gobierno y se encuentra en una diatriba ¿cumplir o cambiar? No puede cumplir porque sus propias promesas iban encaminadas a no gobernar y, al mismo tiempo si cambia pierde aquello que le permitió llegar donde está.

Esta ideología del deseo ha calado profundamente, especialmente entre los sectores más juveniles de la sociedad, como consecuencia de una doble dimensión. Por un lado, la naturaleza post-adolescente basada en una continua necesidad de satisfacer los deseos sin medida. Por otro, una generación que se hace adulta en mitad de una crisis económica, política y de valores. El resultado es que el fomento de una adolescencia perpetua se traslada a reivindicaciones (deseo) que jamás pueden ser una satisfacción puesto que “la revolución es continua”. Nada nuevo, ya decía Mick Jagger aquello de “I can get no satisfacion”.

¿Hay esperanza? Según Comte-Sponville la hay, sobre todo partiendo del principio spinozista de que “el amor es una alegría a la que acompaña el placer de una causa exterior”. Así, pues, pasar de eros a philia es un acto fundamental para tener una relación sana en cualquier tipo de vínculo. Se trata de “alegrarse por lo que no falta”. Sin embargo, el autor plantea con esto una paradoja. El problema que tenemos a veces es que buscamos poseer cosas, estamos acostumbrados a decir “tengo trabajo, tengo pareja, tengo, tengo…”. Cuando, en realidad, muchas veces no se posee nada, porque no puedes poseer a una persona, ni tan siquiera posees una profesión. Se posee un coche, o una camisa, pero incluso con las que cosas que posees, si sólo las posees, te acaban poseyendo.

Mucha gente, por eso, no sabe amar, ni querer a otra persona, ni tienen claro qué quieren ser en la vida, porque se empeñan en encontrar la felicidad en el hecho de poseer o ser poseídos. Gente incapaz de sentir felicidad, no por el hecho de “tener” a otra persona o “tener” una profesión, sino por Ser. Decir “te quiero”, o “te amo”, lleva implícito un hecho de exclusividad, que es lógico, obviamente, porque queremos que sea con nosotros y no con otra persona. Antes que querer, debes saber disfrutar de esa persona, debes poder decir “me alegra que existas”, eso debería ser ya algo grande. Igual que debe hacerte feliz “ser” algo, profesor, médico, artista, no importa. Si te ganas la vida con eso mucho mejor. De lo contrario se persigue demasiado el poseer, sin pensar que lo que se tiene, se tiene precisamente para ser disfrutado. Gente empeñada en poseer una casa, una pareja, un trabajo, gente muy empeñada en poseer el tiempo, en llenarlo de cosas. No intentes poseer el tiempo, disfrútalo. No intentes querer a una persona, disfrútala. Si sólo deseas nunca alcanzas. Si sólo buscas alcanzar nunca disfrutas. Si no disfrutas no te ilusiona.

Comte-Sponville lleva este extremo al plano de la realidad humana. Si alguien dijera simplemente “me gusta el hecho de ser profesor y dar clase”, o “me hace feliz que existas”, no permite tampoco una felicidad plena. Se desea ser, y se completa con el hecho de serlo. Nos puede hacer feliz la existencia de una persona, pero “poseerla” se convierte en una necesidad natural. He aquí la paradoja: pasar de eros a philia teniendo como base inicial a ésta última, lo que es imposible. El amor se convierte así a su vez en cárcel y carcelero. El deseo como potencia, y no como finalidad, permitiría crear la ilusión de que hemos hecho el recorrido más pleno.

“Lo que Aristóteles y Spinoza nos ayudan a comprender es precisamente aquello que Platón y Schopenhauer no explicaban: qué es una pareja feliz, y cómo puede ésta existir y durar. Una pareja feliz no es una pareja que ha encontrado el secreto para hacer que la pasión dure indefinidamente (…) es una pareja que ha sabido transformar la falta en alegría, la pasión en acción, el amor loco en amor sabio; es una pareja que, en vez de caer de Platón a Schopenhauer, ha ascendido más bien de Platón a Aristóteles, de Platón a Spinoza. Solo los locos o los enamorados se harán los remilgados”

(Comte-Sponville, Ni el sexo ni la muerte, pág. 71)

Es importante la dimensión que el autor proporciona a explorar el vínculo amoroso como espejo. Plantea la idea de que el amor, o la amistad, bien entendidos, permiten a una persona conocerse mejor que en soledad. Esta idea aristotélica surge del planteamiento de que los vínculos se llevan a cabo con honestidad. Tanto a Aristóteles como Comte-Sponville podría contestarles Louann Brizendine quien, al analizar el funcionamiento del cerebro, observó que el modo en el cual hombre y mujer ejercen la sinceridad y la honestidad es diferente. Para el pensamiento masculino, y parece probado que Aristóteles era un hombre, el modo en el cual el cerebro femenino les lleva a ejercer una competencia entre ellas resulta completamente deshonesto. De ahí que valores como la sinceridad o la honestidad siempre se han definido desde el punto de vista del cerebro colaboracionista masculino. Incluso la fidelidad ha sido definida, como bien plantea Brizendine, desde postulados masculinos.

comte-sponville

Es normal, por tanto, que resulte ambiguo, por no decir contradictorio, el modo en el cual se pretenden establecer relaciones honestas cuando el concepto es unidireccional. También sucede, y vuelvo a remitirme a los estudios de Brizendine, que la reacción de la mujer respecto del hombre en lo que tiene que ver con la honestidad es diferente a como lo hace con el resto de mujeres. De ahí la habitual desorientación del hombre cuando ve esta doble vara de medir. Una mujer, y hablamos en términos puramente biológicos, luego la cultura hace y deshace, puede mostrarse terriblemente fiel a su pareja y extremadamente infiel a sus amigas. Un hombre, en cambio, puede resultar de una lealtad casi mortal a sus amigos y ser infiel a su pareja sin rubor. No son situaciones que permitan, en realidad, juicios morales. Son realidades que, por supuesto, admiten matices: hay mujeres infieles y fieles a sus amistades y hombres muy fieles capaces de traicionar a sus amigos, pero es una consecuencia circunstancial.

Entiéndase que esta reflexión no busca justificar nada. La honestidad actúa como el espejo de Dorian Gray. Ningún ser humano, sea hombre o mujer, encuentra placer o felicidad en estar al lado de alguien que continuamente le refleja lo poco sincero u honesto que es, o los defectos que se poseen. Amar es también aceptar los miedos y complejos ajenos, compartir los defectos y los errores. Y eso es algo que cuesta mucho hacerlo a largo plazo. Sucede lo mismo que con los primeros compases de una relación. Comte-Sponville expone algo que cualquiera con cierta experiencia sabe: la pasión, el anhelo, dura un tiempo.

“Al principio todo es hermoso, incluso tú. No das crédito a estar tan enamorado. Cada día trae consigo su liviana carga de milagros. Jamás nadie en el mundo había conocido tanta felicidad. La felicidad existe y es muy simple: consiste en un rostro. El universo sonríe. Durante un año, la vida no es más que una sucesión de soleadas mañanas, incluso cuando nieva por la tarde. Te casas, lo antes posible: ¿para qué reflexionar cuando uno es feliz? Reflexionar te entristece; la vida debe ganar la partida.

El segundo año, las cosas comienzan a cambiar. Te has vuelto más tierno. Te sientes orgulloso de la complicidad que has establecido con tu pareja. Comprendes a tu mujer con sólo medias palabras; qué felicidad conformar un todo. Hacéis el amor cada vez menos y consideráis que no es grave. Estáis convencidos que el fin del mundo está muy lejos. Defendéis el matrimonio delante de vuestros amigos solteros, que ya no os reconocen. Tú mismo, sin ir más lejos, ¿estás realmente seguro de reconocerte cuando recitas la lección aprendida de memoria y resistes la tentación de fijarte en las señoritas ligeras de ropa que iluminan la calle..?

El tercer año, ya no resistes la tentación de fijarte en las señoritas ligeras de ropa que iluminan la calle. Pronto llega el momento en que no puedes soportar a tu mujer ni un segundo más, porque te has enamorado de otra. Sólo hay un punto en el que no te habías equivocado: efectivamente, la vida tienen la última palabra.”

(F. Beigbeder, El amor dura tres años)

            Ese tiempo que pasa precisa de ser comprendido. La philia puede sobrevenir al preferir “hacer cosas diferentes con la misma persona antes que hacer lo mismo de siempre con diferentes personas”. Sin mencionarlo, tal vez por desconocimiento, Comte-Sponville se sitúa en la misma línea que Brizendine, salvo que mientras la neurocientífica lo hace desde el análisis de datos, el filósofo lo hace analizando experiencias. Brizendine en El cerebro femenino expone en un bello capítulo cómo la mujer post-menopáusica tiene un mayor disfrute tanto del sexo como de su relación amorosa. Si el hombre a su lado es capaz de comprender la nueva dimensión que ha alcanza el cerebro de su compañera, puede asentar de forma definitiva una exploración desde la philia.

            En un capítulo de la serie House M.D. el protagonista afirma “¿cómo es posible que la ame igual desde el primer día? Entonces no la ama más, sino menos porque antes de conocerla no sabía cómo era, y si ahora la quiere más es que la conoce bien y ha aceptado como es”. La aceptación del otro se convierte en la clave. Claro que, para ello, primero hay que saber perdonarse a uno mismo. Tampoco hay que olvidar, en otro orden de cosas, que la philia y el encanto que desprenden los años no es algo producto de nuestra época a tenor de lo que nos dice Bourdeille en el siglo XVI:

“ Es preferible que volvamos a nuestras buenas viudas viejas, a las que sólo les quedan seis dientes en la boca y, sin embargo, se casan. Hace poco, cierta viuda de tres maridos se casó por cuarta vez en Guyena, con un gentilhombre de buena posición, a los ochenta años. (…)

También he conocido a una gran dama que a los setenta y seis años se volvió a casar con un gentilhom­bre, aunque de distinta calidad que el primero. Dicha señora vivió hasta los cien años, conservándose muy bella. Había sido una de las mujeres más hermosas de su tiempo y había hecho valer bien su cuerpo de todas las maneras y en todos los estados: soltera, casada y viuda.

(…)

Yo no sé qué apetitos amorosos pueden satisfacer sus picaros maridos y amantes, pero he visto a muchos galanes y bravos gentilhombres más aficionados al amor de las viejas que al de las jóvenes. Algunos dicen que a causa de los gajes que obtienen. Sin embargo, he visto a algunos que las amaban con un amor ardiente sin obtener nada de otra bolsa que no fuera la de su cuerpo. Muchos hemos conocido a un gran príncipe soberano, enamorado tan ardientemente de una gran dama viuda y entrada en años, que dejaba a su mujer y a todas las demás, por jóvenes y bellas que fuesen, para acostarse con ella. Pero en eso le doy la razón, pues era una de las damas más amables y hermosas que han existido y su invierno valía, desde luego, mu­cho más que las primaveras, veranos y otoños de las demás. Quienes hayan frecuentado a las cortesanas de Italia habrán visto que siempre se elije (sic) a las más an­tiguas y famosas en su oficio, por encontrarse en ellas los mejores alicientes para el espíritu y el cuerpo (…). Por lo visto, si a algunos la juventud les incita al amor, a otros les atrae mucho más la madurez de la edad, el ingenio, la palabra, la experiencia y el co­nocimiento de la vida.

(…)

He visto a una vieja viuda que en menos de cuatro años, devoró a su tercer marido y a un joven gentil­hombre que había tomado por amigo y los mandó al sepulcro, no por asesinato ni por veneno, sino por ago­tamiento y derroche de sustancia espermática. (…)

¿Qué es más lícito y más defendible en una mujer: haber tenido varios maridos en su vida, pues las hay que tuvieron tres, cuatro, cinco, o no haber tenido en su vida más que a su marido y un amigo o dos o tres, como algunas así de firmes y leales que he conocido? Acerca de esto oí decir a cierta señora que no veía di­ferencia alguna entre una dama que había tenido va­rios maridos y otra que sólo hubiese tenido uno y un par de amigos, excepto en que el velo marital todo lo cubre; pero en cuanto a la sensualidad y lascivia, no hay más diferencia que un doble, y en ello practican el refrán español, según el cual algunas mujeres son de naturaleza águilas en retener y lobas en escoger pues el águila es muy escurridiza y la loba elije siem­pre al lobo más feo.

Pierre de Bourdeille [1540-1614], ¿Quién es más fogosa: la casada, la viuda o la soltera?, Barcelona, 1997, pp. 74-77.

            En cualquier caso, Comte-Sponville nos engloba de tal modo las dos primeras formas de amor, eros (como deseo, algo que falta) y philia (“amistad”, o el amor a lo que se tiene) que quedan agrupados en torno a un forma de amor diríamos que por interés. Se ama aquello que se quiere poseer o se posee. Por ello da un paso más: el amor sin interés, benevolente, el ágape.

No es casual que estas tres formas de amor que Comte-Sponville expone parezcan guardar relación con las tres formas de pensamiento que posee nuestro cerebro, tal y como expuso hace años McLean en The Triune Brain. En efecto, el eros, y es algo que también menciona el propio filósofo francés, es un amor concupiscente, no en el sentido sexual ni mucho menos, sino en el sentido interesado. Un amor primitivo, de necesidad, que parte del cerebro reptiliano o instintivo. Es un amor que busca satisfacer sin más, un amor basado en impulsos. Philia sería, en cambio, un amor que parte del cerebro conductual, resultado de haber experimentado un eros y que, tras haberlo satisfecho, busca mantener la coherencia con lo que se buscó. Y, al igual que en el nivel de pensamiento reflexivo, la mayor dimensión del amor es hacerlo como una abstracción superior. Es el amor “de regreso”, aquel que ha sido comprendido y en el cual el yo, deja paso al nosotros.

            No obstante, el amor como caritas, al relacionarse con el cerebro reflexivo, se convierte en una particularidad cultural. Comte-Sponville relata las dificultades que tuvo el término ágape para traducirse al chino, sencillamente porque en la cultura china no existe nada parecido. La reflexión es la que lleva al estadio cultural, a la represión, al modo por el cual encauzamos los instintos (eros) y las conductas (philia). Para los budistas no existe la caridad, sino la compasión.

            Esta forma de amor puede ser entendida como un “amor en retirada”. El origen cultural del término ágape aplicado al amor guarda una estrecha relación con el momento en el cual el cristianismo lo asoció a Dios. Si decimos “Dios es amor”, es que entonces puede existir un amor en el cual no se tiene un interés (eros) ni una preferencia (philia), ya que asumimos que Dios no está enamorado de alguien concreto ni tiene preferencia por unos sobre otros. ¿Cómo es posible esta forma de amor que habla de “amar al prójimo como a uno mismo” e incluso de “amar a tus enemigos”? Ciertamente es un amor contra natura, que procede del biológico pero que reside en una fuerte represión cultural. Esto, como expone García Vargas, tiene un problema:

 

Uno de los conceptos claves de la filosofía existencial del siglo XX es el de «Geworfenheit» que procede del verbo «werfen», arrojar, y que trata de dar cuenta de la realidad del hombre en el mundo: haber sido arrojado en mitad del mundo, haber sido «geworfen». De ahí el desconcierto y también la indefensión del hombre. Se dice en alemán «die Katze hat geworfen», «la gata ha parido», literalmente, «la gata ha arrojado», ha lanzado al mundo cachorros indefensos y aturdidos que se encuentran por ello en situación de «Geworfenheit», de arrojo o exposición al mundo. Pero de los humanos no se dice que arrojan cuando paren, ni que han sido arrojados. De los humanos se dice que se desligan (entbinden), haciendo alusión el hecho de la «desconexión», del corte del cordón umbilical. Los humanos no están en situación de «Geworfenheit», sino (y esta es una palabra que no existe, según creo) de «Entbindehneit». Por eso, los humanos estamos en una búsqueda constante de reconexión. No del útero de nuestras madres, evidentemente, sino de conexión con lo natural, lo previo al mundo social humano. Conexión que incluye la unión sexual o «Verbundenheit», y que busca formas de re-ligarnos, de reconstruir el todo anterior a nuestra traumática «desconexión». Creo que fue Sloterdijk el que dijo que afortunadamente no recordamos el momento de nuestro nacimiento, pero que es probable que si lo hiciéramos lo asociáramos a una experiencia angustiosa en la que la incertidumbre y el miedo a lo desconocido reinó sobre nosotros. Lo más parecido a la muerte. Por eso, entre los dos extremos de la vida se impone la religión (en el sentido etimológico): la re-ligio, o reconexión… En las sociedades antiguas, la religión abría la ventana a un mundo terrible: el reino de lo «conectado», que es la Naturaleza, donde el terror y la locura forman parte del magma de la vida y la muerte. Los dos extremos del río de la vida, el nacimiento y la muerte, están conectados en ella, de forma que se alimentan mutua y eternamente. Sed de muerte y sed de sexo son las claves del mundo natural, del mundo «conectado»… Para salir de esta rueda de la vida y de la muerte el hombre tuvo que establecer reglas: una cultura «humana». Las formas de convivencia son las reglas y las reglas (antinaturales) son la cultura. Por esta razón la cultura (antinatural) no puede ser más que represión de impulsos naturales, represión de impulsos de muerte y de posesión sexual (Verbundenheit). En eso, las sociedades humanas, antiguas y modernas, son como las ollas a presión: soportan un grado determinado de presión máxima antes de explotar. Para evitar la explosión hay que abrir espitas que alivien la carga. La religio (re-ligazón, re-conexión) consistió durante mucho tiempo en eso: el sacrifico cruento, la celebración orgiastica, la hybris…, lo que suelta lastre y alivia instintos, pero no puede ser la norma de organización social. Es la subversión permitida o programada para que todo vuelva, purificado, a su momento inicial de Entbindung o desconexión que es la situación cultural normal. Después de los milenios hemos vuelto al principio. Desde la revolución sexual, ya no queremos vivir nunca más en situación de Entbindung o desconexión, hemos vuelto a añorar con demasiada fuerza el caos primigenio que nos libera como individuos y nos destruye como especie. Nos hemos vuelto anticulturales y hedonistas. Y esto acabará reintegrándonos al todo, pero al precio de disolvernos en él.

(Enrique García Vargas)

 

            El ágape se configura, por tanto, como un amor sin medida, que no se basa en la potencia y no busca por tanto la invasión del otro, sino su comprensión e, incluso, es capaz de retroceder si fuera necesario. Es el amor que busca el bien ajeno por encima del propio. No debe extrañarnos su asociación a Dios: resulta un amor que exige un grado tan elevado de entrega que convierte al amor en camino, un camino de perfección.

Aarón Reyes (@tyndaro)