Si hay un rey legendario en la Historia de España ese es sin duda Pedro I. Para empezar, por su propio nombre, único en la lista real española1, y para terminar, por su azarosa vida en la que leyenda y certeza se funden y confunden, en parte gracias a las infinitas torpezas de ese grupo de historiadores diletantes conocidos como “cronistas”.

El caso es que la figura, distorsionada por amigos y enemigos es quizá de las más atractivas de toda la Edad Media española: rey autoritario, vengativo, audaz, desconfiado y lujurioso, su vida da para hacer una o varias series (aunque ya TVE produjo una serie sobre este monarca).

TRASFONDO 

A veces se nos olvida que los reyes medievales eran personas cuya autoridad era cuestionada constantemente: nobles, ciudades, reyes rivales, parientes levantiscos, vasallos traidores y papas puñeteros no desaprovechaban la ocasión de intentar matarlos o cuanto menos desobedecerlos. Si a esta lista añadimos un buen número de hermanos bastardos, tendremos una idea más o menos clara de los peligros del poder.

Tampoco era el siglo XIV una época propicia a las buenas palabras: tras el desarrollo expansivo de Europa desde el siglo XI, trescientos años de prosperidad se vinieron abajo en una época crítica, marcada por dos factores: la Peste Negra de 1348 y el estallido de la Guerra de los 100 Años2 (1337-1453).

Al mismo tiempo, los monarcas intentaron reforzar su poder, labor en la que llevaban empeñándose desde el siglo XIII, con la recuperación del Derecho Romano y el aparcamiento de la legislación tradicional de origen germánico.

Monarcas autoritarios como nuestro protagonista o su padre Alfonso XI consumieron gran parte de sus energías batallando contra enemigos externos (granadinos y benimerines, principalmente) y también internos, que veían amenazado su modo de vida si el rey conseguía alzarse con todo el poder.

CUIDADO CON LO QUE LEEMOS 

Antes de entrar en harina deberemos hacer al amable lector una precisión: casi todo lo que sabemos sobre la vida de don Pedro I proviene de fuentes documentales que le son adversas. La principal sin duda es la Crónica del Rey don Pedro elaborada por Pero López de Ayala, un noble castellano partidario de Enrique de Trastámara, con el que llegaría al cargo de Canciller3.

Por motivos obvios de propaganda política, le interesaba decir todo tipo de barbaridades sobre el monarca rival, barbaridades que, tras su muerte, encontraron eco en la tradición oral de los romanceros: Pedro I se convirtió en ellos en un ser demoniaco, poseído de un espíritu sanguinario y condenado a las llamas del infierno por sus asesinatos y su desmedido apetito sexual, todo lo contrario que su hermano Enrique, presentado como equilibrado y monógamo riguroso4.

Todo ello le valdría el remoquete de “Cruel” gracias a la propaganda trastamarista, que, no obstante, tuvo que dar una relativa marcha atrás al producirse el matrimonio entre Enrique III y Catalina de Lancaster, descendiente de Pedro. Este matrimonio unió los restos de la Dinastía de Borgoña con la de Trastámara en la persona de Juan II, otro monarca débil, padre de Enrique IV y de Isabel la Católica.5

Sin embargo, la realidad era otra muy distinta: los burgueses y amplias capas del pueblo llano eran apoyos firmes del rey, debido a que éste pretendía limitar drásticamente el poder de la nobleza y sus abusos. Sólo cuando la propaganda favorable a Enrique le acusó de favorecer a los judíos el apoyo de las gentes sencillas a Pedro se resintió (una cosa era matar nobles, cosa buena, y otra favorecer a los asesinos de Dios, faltaría más).

Por otro lado tampoco deberemos caer en el expediente de considerar a Pedro I como un monarca simpático, populachero y socarrón, imagen a la que nos han acostumbrado las numerosas leyendas (hábilmente editadas por el cronista sevillano Mena), tanto antiguas como inventadas recientemente, sobre su persona, especialmente las que tienen como marco sus “idílicos” tiempos de residencia en Sevilla.6

Pedro I

UNA FAMILIA MAL AVENIDA 

Para un monarca medieval una de las principales fuentes de peligro procedía de su propia familia y círculo más cercano. Con multitud de hermanos disponibles como reemplazo del trono, lo más probable era que hubiese intentos de asesinato entre parientes: hermanos entre sí, tíos contra sobrinos, padres contra hijos, hijos contra padres etc. Los ejemplos sobre estos casos eran abundantes y el caso de nuestro protagonista no fue una excepción.

Además se vio agravado por el hecho de ser el único hijo legítimo de Alfonso XI y María de Portugal, mientras que la descendencia ilegítima de su padre con Leonor de Guzmán alcanzó los once vástagos.

Subido al trono con unos 16 años tras la muerte de su padre en el asedio de Gibraltar, no tardó en exigir de sus medios hermanos absoluta obediencia, al tiempo que, instigado por su madre, loba herida en su orgullo, encarcelaba a Leonor de Guzmán, que más tarde sería decapitada convenientemente.

Años más tarde las sospechas de traición sobre su medio hermano Fadrique Alfonso, Maestre de Santiago iban a provocar su asesinato por mandato real. Muchos cronistas vieron en este suceso un componente novelesco con faldas de por medio y un rey celoso, aunque en realidad el motivo político explica por si solo la reacción del rey: la Orden de Santiago era no sólo un magnífico ejército profesional, sino que controlaba numerosos recursos económicos. El rey, no fiándose de su hermano, decidió otorgar el maestrazgo a alguien de confianza. La única manera honorable de hacerlo era matar al titular.

López de Ayala relata con crudeza el lance, ocurrido en el Alcázar de Sevilla: el Maestre, llamado a presencia del rey, es acorralado y perseguido por la escolta de éste (formada por Nuño Fernández, Juan Diente, Garci Díaz y Rodrigo Pérez de Castro) recibiendo varios mazazos y puñaladas que acabaron con su vida.

Truculentas tradiciones afirman que el rey se hizo servir la comida en la misma habitación donde yacía muerto su medio hermano.

Otro encontronazo familiar se produjo cuando Pedro I intentó apoderarse del Señorío de Vizcaya, gran fuente de ingresos debido al comercio del hierro. No dudó en ofrecer a su primo Juan de Aragón7 el Señorío si colaboraba con él.

Una vez ocupada Bilbao, el rey dejó claras sus intenciones: iba a mantener el Señorío personalmente. Don Juan protestó ante su primo. Recibió varios mazazos a manos de Juan Diente y Gonzalo Recio, amén de varias puñaladas. Su cuerpo agonizante fue arrojado a la plaza pública desde una ventana de la casona donde se hallaba el rey.

Posteriormente trasladado a Burgos, fue arrojado a las (presumiblemente) frías aguas del Arlanzón. Quedaba claro lo que las quejas nobiliarias iban a motivar.

Al hilo de la lucha por el Señorío de Vizcaya, y no pudiendo matar a su hermano Tello, que lo detentaba por matrimonio, no dudó en capturar a su mujer y  su cuñada (Juana de Lara e Isabel de Lara) depositarias de los derechos vizcaínos. Tiempo después ordenaría envenenarlas.

Asimismo se deshizo de su tía, Leonor de Castilla, madre de los infantes Juan y Fernando de Aragón. Éste último fue asesinado por orden de su medio hermano Pedro IV, a quien Pedro I había solicitado que lo quitase de en medio: era visto por la nobleza castellana como futurible rey y de paso, el monarca aragonés eliminaba a otro competidor.

La competencia por el trono también motivó el asesinato de otros dos medios hermanos del rey, Juan y Pedro, de 14 y 19 años de edad8. Así el camino al trono de su hijo Alfonso, nacido de María de Padilla, quedaba despejado. No hay que recordar que estos asesinatos donde lo personal se mezclaba con lo político (y viceversa) fueron presentados en las crónicas como actos diabólicos, deformados de cara a la propaganda.

Motivos políticos y dinásticos, entretejidos con sentimentales, motivaron también el envenenamiento de la propia reina, Blanca de Borbón, acaecido en Medina Sidonia, donde se hallaba retenida por orden real. Su presencia era molesta para el rey, que hizo reina por su autoridad a María de Padilla, declarando legítima a su descendencia. El hecho de ser enviada sin la dote prevista y el apoyo del rey de Francia a los rebeldes castellanos precipitaron su muerte. No era más que un peón que dejó de ser útil.

REBELDES Y ACTOS DE TRAICIÓN 

Otro de los problemas cotidianos de un monarca era lidiar con los nobles rebeldes y actos de traición, máxime si eras un monarca que pretendía ejercer como tal.

Imaginen que un poderoso rey como Alfonso XI perece víctima de la peste en Gibraltar y su sustituto es un joven de 16 años, rodeado de portugueses. El panorama es ideal para recuperar los privilegios perdidos y desobedecer al monarca.

Pedro I se tuvo que emplear a fondo y el único medio era matar a todo aquel revoltoso que se encontrara para dar ejemplo (como ya hiciese el legendario Ramiro el Monje siglos atrás).

Uno de los primeros casos fue el de Alfonso Fernández Coronel (padre de dos mozas que serían rondadas por él mismo). Sublevado en Aguilar de la Frontera, fue finalmente reducido y decapitado, como correspondía a su noble condición (la horca era para la chusma).

Otro desgraciado que fue convencido de que no debía portarse mal fue Garci Laso de la Vega, antepasado del ilustre poeta. Recibió una buena reprimenda: a los consabidos mazazos y puñaladas, se añadió que el agonizante noble fue arrastrado a la calle por donde debía pasar un encierro de toros. Los bóvidos terminaron el trabajo.

El guiñapo fue sentado en una silla y expuesto a la rechifla pública antes de ser colgado de las murallas de Burgos.

Actos similares iban a producirse cada vez que algún rebelde caía en sus manos: decapitaciones a mansalva, sobre todo después de las rebeliones encabezadas por sus hermanastros y apoyadas por los nobles perjudicados por las políticas de autoridad del rey.

De entre los casos más importantes podemos señalar unos cuantos a modo de ejemplo:

Juan Alfonso de Alburquerque, emparentado con la familia real portuguesa fue el ayo del rey y su principal consejero, hasta que comenzó a maniobrar para deshacerse de él, molesto por su política autoritaria. Aliado con la reina María9, madre del rey y con sus hermanastros, encabezados por Enrique de Trastámara, comenzó a conspirar. Encontró el destino posiblemente en forma de veneno, preparado por un médico italiano (micer Paolo) por instigación del rey.

Otro que no tardó en morder el polvo fue Samuel Leví, importante financiero judío que desempeñaba el cargo de tesorero mayor del reino. Acusado de malversación de fondos y apropiación indebida, fue torturado en las Atarazanas Reales de Sevilla hasta la muerte. Su fortuna personal y la de su familia fueron incautadas por el fisco real, en una operación político-financiera bastante normal en aquella época: el rey pedía créditos que no podía pagar, ejecutaba al financiero al que debía dinero y se quedaba con su fortuna. El mismo expediente fue empleado en Francia contra Jacques Coeur.10

Tampoco el clero, cuyas capas altas provenían de la nobleza y se comportaba como tal (tenían hijos y usaban su influencia ideológica para su provecho político) se vio libre del afán de autoridad del rey: hizo matar al arzobispo de Santiago enfrente del Altar Mayor de la catedral, mientras él miraba desde la tribuna. Este episodio que recogen las crónicas coincide sospechosamente en su narración con el de la muerte de Thomas Beckett, arzobispo de Canterbury, a manos de cuatro caballeros del rey Enrique Plantagenet en el siglo XII.

Aunque todos ellos fueron episodios sonados, el más novelesco sin duda fue el de la muerte de Muhammad VI, rey de Granada, conocido en Castilla como el Rey Bermejo.

Los monarcas nazaríes eran en la época vasallos del monarca castellano y acudían a él para que mediase en sus pleitos con una nobleza siempre rebelde (daba lo mismo, como vemos, ser rey de moros que de cristianos). Por aquel entonces, Muhammad VI había destronado a su pariente, Muhammad V, vasallo y amigo personal de Pedro I.

Para congraciarse con él, Muhammad VI se entrevistó en Sevilla con Pedro I con el propósito de declararse su vasallo.

Hecho prisionero, fue despojado de sus riquezas (“pa” la saca) y llevado a Tablada, lugar extramuros donde se ajusticiaba a criminales comunes11. Montado en un asno, el granadino fue muerto a lanzazos por mano del propio rey, que, como señor, no hizo más que castigar a un rebelde de uno de sus propios vasallos. Con esta acción Muhammad V recuperó el trono granadino.

Pedro I

LOS HOMBRES, LOS LUGARES Y LOS MEDIOS 

Decía el aforismo compuesto por Alfonso X que hacer y mandar hacer era la misma cosa (que “joio”). Que sepamos el rey don Pedro no mató a muchas personas personalmente12, sino por su mandato.

Los ejecutores de sus órdenes eran principalmente otros nobles que estaban a su servicio y que estaban encantados con la idea de eliminar competencia por títulos y honores palatinos (especialmente codiciados eran los cargos cortesanos, el mando de las Órdenes Militares y los Obispados), aunque en las fuentes se da especial protagonismo a las personas de los “Ballesteros de Maza13”, algunos de cuyos nombres aparecen a lo largo del artículo: Juan Diente, Gonzalo Recio, Nuño Fernández, Garci Díaz de Albarracín y Rodrigo Pérez de Castro entre otros.

Estos oficiales de palacio formaban parte de la escolta del rey e incluso le acompañaban, al decir de las leyendas, en sus correrías nocturnas en busca de emociones fuertes (asesinatos, violaciones de monjas, borracheras etc.).

En cuanto a los lugares donde se encarcelaba a los que iban  a ser ejecutados, destacan los castillos de Castrogeriz y Alcalá de Guadaira (en cuyos silos fue arrojado un nuncio papal, rescatado posteriormente por fuerzas trastamaristas), las Atarazanas Reales de Sevilla, centro de encarcelamiento y tortura, amén de astillero militar y el Real Alcázar de Carmona, por cuyas mazmorras pasaron ilustres personajes.

En cuanto a los medios, las fuentes nos presentan varios modelos de muerte disponible, a saber:

-Encerrona seguida de mazazos y puñaladas. Defenestración opcional.

-Veneno, usado en el caso de mujeres principalmente

-Torturas variadas

-Decapitación, especialmente indicada para nobles.

-Hoguera, empleada ocasionalmente, como con Urraca Ossorio, quemada viva en las inmediaciones de la Alameda en Sevilla.

EN BUSCA DE UN POR QUÉ 

Este comportamiento del monarca ha intentado ser explicado recientemente con exámenes médicos: sufrió algún tipo de enfermedad neurológica14, posiblemente una meningitis o enfermedad similar, siendo un adolescente, de la que se recuperó, aunque posiblemente sus capacidades cognitivas estuviesen alteradas (se quedó “tocao”).

 Esto explicaría algunos actos de sadismo, pero no la necesidad de matar, que era puramente política y práctica común en la época, y aún antes y también después: monarcas como Ricardo III, Guillermo el Conquistador, los hijos de Constantino el Grande, Iván IV el Terrible, los Reyes Católicos, Felipe II, Enrique VIII, María Tudor, Nerón y una lista interminable de emperadores de Roma. Por no hablar de las prácticas de los sultanes turcos y los emperadores chinos y japoneses.

El hecho y verdad es que se ha tratado a este monarca como algo excepcional, cuando no era sino uno más de entre todos ellos.

La propaganda ideada para vilipendiarlo consiguió finalmente hacer su fama imperecedera. Su muerte final en Montiel frenaría la construcción de una monarquía autoritaria un siglo, provocando numerosos problemas para Castilla y la unificación peninsular.

 Ricardo Rodríguez