“París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra (…) París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a cambio de lo que allí dejaba. Yo he hablado de París según era en los primeros tiempos cuando éramos muy pobres y muy felices”. La cita es de Hemingway, pero se la he copiado a Vila-Matas en París no se acaba nunca. Por un motivo muy simple. Porque el propio Vila-Matas reconoce que él fue muy pobre y muy infeliz en París, al contrario que su idolatrado Hemingway.

Yo no idolatro a Hemingway, aunque Vila-Matas sí me parece un escritor “idolatrable”. Junto con Javier Marías quizá sean de lo poco que se salva de la literatura española actual. Realmente, si ustedes hacen un repaso, la literatura contemporánea europea es francamente deplorable. Hay escritores menos conocidos que los que sustentan los estantes de los grandes almacenes que son magníficos, pero los que llenan las pomposamente intituladas “casas del libro” no son más que productos creados para la temporada.

El modelo editorial europeo es como la propia UE: una endogamia parasitaria basada en un clientelismo expoliador. Cuando era pequeño y escribí mi primer relato en el colegio, con el que gané una carpeta y un bolígrafo (no esperen más de un colegio público en un barrio de extrarradio en Sevilla) la profesora de Lengua dijo una frase que entonces no entendí: “yo no compro libros en el mismo sitio que venden atún congelado y regaderas”.

Hasta que no fui a París a vivir no entendí lo que quería decir porque jamás había entrado en una librería de verdad. En mi barrio todo el mundo iba a una Librería-Papelería que vivía de tener el monopolio absoluto del negocio en el barrio. La dirigía un señor mayor que se la legó a su hijo, algo afectado en sus formas aunque muy educado, y que…también vendía regaderas. Luego creí que la sección de libros de unos grandes almacenes del centro de la ciudad era el paraíso. Y ya cuando abrieron la Casa del Libro, o cuando visité la FNAC en Madrid o Barcelona me sentí como si realmente hubiera conocido una librería. Es más, llegué a pasearme por las librerías Renacimiento, Beta, etc., que pueblan el lúgubre panorama bibliotecario de una ciudad de provincias como Sevilla.

Entonces, una tarde de septiembre, tuve a bien irme a Place Saint-Michel, en París. Ustedes no tienen ni idea de lo que es una librería hasta que no han estado en Place Saint-Michel. A menos que sean de una ciudad con auténticas librerías. Supongo que en Madrid las habrá, no me cabe la menor duda, y quizá en Barcelona. Pero mi educación hasta entonces se había basado en una ciudad donde no hay ni un cartel conmemorativo de sus escritores, especialmente Cernuda a quien, por motivos que me son desconocidos aunque lo intuyo, se le tiene profundamente marginado en la ciudad.

Place Saint-Michel es el auténtico corazón de París. Todo dios queda allí, doy fe. Una vez quedé allí con la suiza de padres gallegos que antes les comentaba y llegué veinte minutos antes. Me pasé sacando fotos un buen rato, del ángel que centra la plaza, de la gente que allí espera, desespera, se da abrazos. Allí he visto parejas besándose, arrojándose miradas de odio, he visto grupos de amigos que se encaminaban hacia el boulevard, turistas pasar hacia el Sena. Pero, sobre todo, he visto la librería Gibert Jeune.

Lo que te da la idea de lo que es una ciudad es qué hay en los sitios importantes. En el lugar donde quedan los que viven en París no hay bares (hay un bistro, algo turístico), hay un montón de librerías que pertenecen todos a Gibert Jeune. Cada una de las tiendas están especializadas en un género: idiomas, narrativa, viajes, ciencia, historia, filosofía, hasta esoterismo. Imaginen mi cara de pasmarote cuando entré allí por primera vez y vi libros sobre cosas que jamás pensé que a alguien se le podía haber ocurrido escribir. Encontré, por ejemplo, Quest-ce que l’esthétique de Marc Jimenez, y mis cinco años de carrera y tres que llevaba haciendo la Tesis Doctoral se fueron al traste. Al fin alguien me decía en un libro escrito hacía una década cosas con sentido.

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Yo era Alfredo Landa en mitad de la Königsplatz de Munich, mareado allí por títulos y autores que hasta entonces desconocía, llevando en mi regazo con un afán devorador libros y más libros, babeando, arrastrado por una ola de droga de letras, de un fervor casi orgásmico, yo era un amante bandido de un conocimiento al que me sentía negado, era un galo entrando en Roma, era…un cateto. Sobre todo cuando eché cuentas antes de llegar a la caja y vi que solo podía llevarme dos libros.

La culpa era mía por haberme criado en una ciudad y un país donde el libro juega un papel de prestigio. He conocido gente que compraba libros por el color y el tamaño, y así les hacía juego con las cortinas, o podían decorar mejor el salón. No me digan que no conocen gente que solo lee los libros que les regalan, o que tienen un lector de libros donde han descargado siete veces la Biblioteca de Alejandría y del Congreso de EEUU, jactándose del dineral que se han ahorrado para no leer ni una sola palabra. Y perdonen que parafrasee a Paulina Rubio (ya les contaré una noche en el Sputnik en París con Paulina, con su música quiero decir, más quisiera haberla pasado con ella).

En España, en su mayoría, como funciona también en Francia y en general en Europa, no se crean, el libro es un acto de prestigio. Regalar un libro es un acto autojustificatorio. Regalas, como decía Cortázar, porque al final tú eres el regalado. Si regalas un kilo de tomates, o un consolador, están diciendo de ti cosas que quizá serían más acertadas. Si regalas un libro aunque seas un gañán quedas como alguien que tiene idea de algo. Ah, esas tiernas escenas de Navidad, San Valentín, Días del Padre, la Madre, Santos, Cumpleaños o en general cualquier otro invento del socialismo capitalista en las cuales se acercan a un dependiente de un sitio donde venden libros y regaderas para preguntar “¿qué me recomienda para…?” y te acaban endosando el último libro que la editorial X (por no citar ninguna, piensen que algún día quizá me publique algo Alfaguara, Plaza&Janés, algo del mamotreto cultural-industrial llamado Grupo Planeta o… vaya pues lo he dicho) ha pagado para que todo el mundo tenga el mismo gusto.

Doy fe de esta escena. Una vez postulé para un puesto en la sección de Literatura de la FNAC. En Sevilla. Me hicieron una prueba acerca de qué libro recomendaría según unos perfiles. No pasé la prueba porque tenía que haber recomendado a una serie de autores que las editoriales habían dicho que había que recomendar. Se los pueden ustedes imaginar: Pérez Reverte (un abrazo Arturo), Dan Brown (sin comentarios), algunas biografías de deportistas, Julia Navarro, etc.

Ésta es la verdadera dimensión de la cultura europea: el autobombo. El europeo medio está pagadísimo de sí mismo, como muestra un francés. Cree que es la cima de la cultura actual, que sus películas son el verdadero cine mientras Hollywood solo hace robots que se convierten en coches (debe ser que Kubrick o Allen son de Soria y yo sin saberlo). Quizá Alemania sea el único sitio donde actúan como esponjas y asimilan bastante bien las influencias extranjeras. Eso podría explicar el creciente interés que tienen las expresiones culturales germanas mientras en el resto de Europa solo hay oasis como Beigbederen la literatura (Francia) o Sorrentino en el cine (Italia). Solo les digo que la Academia que da los Nobel despreció absolutamente a la generación de Franzen, Foster-Wallace, Palanhiuk, Philip Roth, Pynchon, Don DeLillo, y en general a cualquier cosa que venga de más allá de la nariz de un europeo.

París, para qué les voy a engañar, es un poco así. Decía Hemingway aquello de pobre pero feliz, Vila-Matas de pobre e infeliz, pues bien, yo fui en cierto modo rico y muy feliz. Siempre que he ido a París no se me ha acabado nunca porque siempre he podido utilizar unos recursos económicos medidos pero no restringidos (ya les he dicho mi habilidad para aparentar unos perennes 25 años y entrar gratis en los museos), y siempre me lo he pasado muy bien.

En ello quizá hayan contribuido diversos factores, como la compañía, qué duda cabe. En el Colegio de España se juntan generalmente la crème de la crème de la ciencia, la música, la historia, de las jóvenes generaciones. Allí nos juntábamos una biotecnóloga que trabajaba en un proyecto importante en un laboratorio de primer nivel, una ingeniera informática muy considerada, un físico que anda actualmente por las américas (del Norte, pero del Norte de verdad, Canadá y EEUU), en fin, que éramos de todo un poco. En general niños mimados y burgueses que podían disponer enteramente de sus fondos económicos para tirarlos por París. Mi caso, por ejemplo, que ganaba la friolera de 1100€ al mes enteros para mí porque en España vivía con mis padres.

El sueldo base en Francia, el que puede ganar alguien que tenga jornada completa en cualquier sitio aunque sea bajando persianas, ya superaba mi sueldo como Profesor Universitario en Formación. Sin embargo, éramos como aquellos que describe Hemingway en París era una fiesta: jóvenes, despreocupados, algo indolentes y que no tenían reparos en gastar casi 100€ de una tacada en un fin de semana de crepes, whisky y cerveza. Y una visita al Louvre en la que yo hacía de guía.

También fui feliz cuando visité la ciudad con amigos, con mi hermano e incluso, ojo, he llegado a ser feliz una vez que estuve con pareja. Ya ven, qué osadía. Y es que, lo que sí que nunca he llegado a experimentar en París es romanticismo. Quizá París sí tenga un final, y ese final sea cuando se le suma el romanticismo. He conocido allí tres rupturas de pareja (ajenas, la mía se rompió después), una de ellas en vivo y en directo. He visto allí a amigos que iban con pareja y les puedo asegurar que no fue nada romántico. De hecho terminaron su relación después del viaje. Lo que nunca he visto en París es gente que se enamore.

Es cierto que uno puede ir al Pont Neuf, sentarse allí donde el Sena se separa en dos y…no sé, sacar un anillo o algo. O irse a Montmartre, pasear por allí, regalarle una rosa y… darle un anillo. O, puede que delante de la Torre Eiffel, o debajo de ella, o yo qué sé, sacarse un… anillo, o pedirle matrimonio. Estoy seguro que cada día cientos de personas lo harán. Puede que miles, carezco de estadísticas fiables. Pero yo no he visto nunca un París romántico.

Puede ser que haber vivido en esa ciudad haya hecho que la vea como una ciudad normal, habitable, donde vas a comprar el pan, a un concierto, donde comes estupendamente en Le Chat qui peche. O puede ser que, al final, no hay sitios románticos sino que ese tipo de cosas lo acaban haciendo las personas, que convierten sus recuerdos en aquello que quiere que sean. París, o Roma, Londres, Soria o Villarubio pueden ser románticos si ejecutas alguna acción romántica. Pero, per se, el indio que te vende rosas con mala cara en Pigalle es un clon del que lo hace en Piazza del Popolo.

Nota: esto último llega a ser sumamente inquietante. Juraría que el mismo indio me persigue por media Europa y me ha ofrecido rosas en Lisboa, Roma, París, Madrid, Sevilla, Córdoba, Bruselas, Amberes, Nápoles, Venecia y Granada.

Nota a la nota: vaya vida que se está pegando el hijo puta del indio como sea el mismo.

Nota a la nota a la nota: y yo.

Con todo, el ejemplo para mí más claro de que París no se acaba nunca es precisamente que cada vez que he ido lo he hecho con una persona diferente que me ha aportado una visión diferente, y la última vez que he estado ha sido la que he visto más cosas que no había visto jamás. A pesar de haber estado en lugares que me son más comunes que la propia ciudad en la que vivo, he llegado a ver colores en los cuadros que antes me eran imperceptibles, y una capacidad de disfrutar de espacios cotidianos que antes no eran tan evidentes.

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El paradigma es Versalles. El tiempo que viví en París me negué a verlo. Me parecía un precio desorbitado y un amigo de la juventud, un cura, el único íntegro que he conocido en mi vida, me quitó las ganas hacía años afirmando que era un parque de atracciones. Y lo es, no lo voy a negar. Sin embargo, “atracción” es una bonita palabra. En realidad, la atracción es mayor que la sumisión, y he visitado Versalles bajo ambas experiencias, la de ir sometido al criterio moral, sexual y cultural de una persona y la de ir atraído moral, sexual y culturalmente por otra persona.

La atracción y la sumisión, con el paso de los años, he acabado por verlas como elementos contrapuestos. No te atrae alguien que te somete. Quien te somete, aparte de un/una hijo/hija de puta, no es más que un tirano, alguien inseguro que necesita obediencia para justificar sus actos. Algo tan básico como el follar se vuelve tiránico porque pierdes la identidad de lo esencial, no sabes si te gusta follar así o follas así porque le gusta a esa persona.

En cambio, en la atracción se produce el choque, el roce, la unión. De eso no me di cuenta hasta que me comí un bocadillo en el césped en Versalles. Estaba francamente delicioso, algún tipo de jamón ahumado a las finas hierbas a precio de saldo de un sitio donde venden libros y regaderas, lonchas de queso provolone que no encuentras en España y ese pan que saben hacer en Francia y es imposible encontrar en Sevilla. Nos habíamos descalzado porque el cansancio se notaba, y buscamos el fresco de unos árboles.

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Hicimos seguramente lo mismo que María Antonieta siglos antes, no se crean. Porque lo sencillo es lo que une a los seres humanos generación tras generación. La primera vez que fui a Versalles fui bajo la sumisión, como un esclavo, siervo, o cualquier sometido de Louis XIV. Corriendo, aprisa, cansado, y a pesar de ello, me encantó. Como monumento, como obra de arte. Me pareció fastuoso. Versalles no se acaba nunca porque es gigantesco. No me pareció París, sin embargo, era como algo ajeno. Como visitar otra cosa de otro sitio. La visita no me gustó porque no me dijo nada y fue como ir a cualquier otro monumento bonito de cualquier otra ciudad.

Sin embargo, la última vez que estuve en Versalles no era la sumisión sino la atracción. El viento se paseaba por los cabellos, la luz por los ojos. Y allí estábamos, como unos modernos Louis XVI y María Antonieta, y creo que la metáfora lo explica todo. Porque “siempre termina así. Con la muerte. Antes, sin embargo, estuvo la vida. Escondida bajo el bla, bla, bla. Sepultada bajo la cháchara y el ruido. El silencio y el sentimiento. La emoción y el miedo. Los demacrados e inconstantes destellos de belleza”, como dice Jep Gambardella al final de La Grande Bellezza.

Allí estaba, en un bocadillo en Versalles, sintiendo la infinitud de la atracción, en la belleza que siempre se muestra, como el amor, de forma inconstante. El amor constante, como lo bello permanente, no existe. Es algo que surge de completar lo incompleto, que es lo que te van enseñando París, que no se acaba nunca porque es como Versalles. Ella era la elegancia del Salón de los Espejos, era la grandeza de los jardines, inmensa en su alma como el estanque, cotidiana como aquel bocadillo bajo la sombra y especial como la estatua que corona una de las entradas al Palacio.

“-¿Qué tenéis en contra de la nostalgia, eh? 
Es la única distracción posible para quien no cree en el futuro

(Diálogo entre Ramona y Gambardella en La Grande Bellezza que lo resume todo)

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Aarón Reyes (@tyndaro)