«Todos piensan hoy en día en dinero, por eso intentan hacer lo que el público quiere que hagan. Yo prefiero darles lo que necesitan, en lugar de sólo lo que quieren».

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El año 2016 se está revelando como un año nefasto en lo musical. El número y la altura de los artistas que se nos van está siendo especialmente doloroso, más aún, cuando es tan, tan inesperado como en este caso. Con sólo cincuenta y siete años, Prince (Prince Rogers Nelson, Minneapolis, 7 de junio de 1958) ha fallecido en Paisley Park, su hogar y a la vez, lugar de trabajo, dos conceptos que en realidad reflejan uno, el de su modus vivendi.

Precisamente hace pocos días que su primer álbum cumplía la friolera de casi cuatro décadas. For You (1978) ya traía un tema, primer single, que no debería dejar frío al ciudadano medio, ni de aquella década, ni de esta. “Soft and Wet”. El endiablado ritmo funky, la letra, yendo de lo romántico a lo abiertamente erótico, y el hecho de que fuera él quien se encargó de la composición y del proceso completo de grabación, se convirtieron en la marca de fábrica del genio de Minneapolis. Prince (1979), confirmaba lo expuesto en el anterior, con singles como “I Wanna Be Your Lover”. Dirty Mind (1980) y su pop y funk para las pistas de baile llevaba a la música hasta obscenidades pocas veces expuestas de este modo. Prince empezó a ser visto como una mezcla explosiva de enormes dosis de provocación y música a partes iguales, heredero de músicos de la más alta alcurnia, creando al fin y al cabo, un artista nuevo e inimitable. El éxito del diminuto príncipe de Minneapolis era imparable, y mientras este crecía, en la mente (sucia) de Prince se iba gestando el Sonido Minneapolis, donde el rock, el pop, el funk y la new wave se unían al technopop en un híbrido también racial, donde sobresalieron bandas como The Time, Vanity 6, Apollonia 6, Ta Mara & the Seen, The Family, Sheila E., Mazarati. En la música de estos, Prince componía canciones o álbumes expresamente para ellos. Artistas recientes como Mark Ronson o Bruno Mars tomarían buena nota de estos ritmos urbanos.

Ya por esta época, Prince empezaba a ser visto como un genio, por su originalidad, creatividad y cantidad de material en las calles. La euforia de la crítica de 1999 (1982) y sus millonarias ventas eclosionaron en 1984 con Purple Rain, cuya película retrataba hasta cierto punto los comienzos de este príncipe púrpura de la música, un álbum cuyas canciones aparecen, la inmensa mayoría, amputadas en su minutaje, siendo el clásico “Let’s Go Crazy” una de las peor malparadas. Sus versiones íntegras que se encuentran en el circuito digital de los bootlegs son de infarto. El álbum, no obstante, llega a recibir un Oscar a la mejor banda sonora, y la balada “Purple Rain”, con cierta diferencia, su tema más conocido. Las giras junto al grupo que poco a poco fue creando, The Revolution, se sucedían llenando estadios. La psicodelia de Around the World in a Day (1985) le llevó a estar tres semanas en el número uno del Billboard, una sorpresa para un trabajo que fue publicado sin avance de ningún tipo; simplemente, un día, apareció en las tiendas. Y la actividad seguía incesante, un disco por año, y de nuevo, otra película, Under the Cherry Moon. Sus canciones se encontrarían en el álbum Parade (1986), cuyo éxito creativo y de ventas (¡incluye la eterna “Kiss”!) contrastó con el fracaso del largometraje, al que el tiempo parece estar tratando mejor. Empezaron a llegar rumores de un nuevo álbum, Camille o Crystal Ball, y un número exagerado para la época de volúmenes; cuatro o cinco discos. Las tijeras de su discográfica, la Warner, actuaron de nuevo dejándolo en Sign ‘o’ the Times (1987), que dejó, de nuevo, a crítica y público atónitos, por la calidad y la variedad que Prince seguía exhibiendo en cada trabajo, y en el cine, donde se estrenó con gran éxito una película homónima que mostraba a Prince, ya sin The Revolution, sobre los escenarios. Lo siguiente, fue un álbum, otro, que no se publicó, The Black Album (1988), un desafiante y ecléctico trabajo, entre lo comercial y lo experimental. Sólo “When 2 R in Love” se incluiría en Lovesexy (1988), que contenía el clásico “Alphabet Street”, y confirmaba que Prince seguía aún siendo una superestrella, digna de entrar a formar parte de la BSO de Batman (1989), para la que en lugar de componer unas canciones, grabó un álbum completo, de no tanta inspiración como éxito, pero que incluye grandes gemas como “Scandalous” y (quizá) la bizarra “Batdance”. Otra película, Graffiti Bridge 1990, con sus canciones en álbum doble, suponen, para más de un fan, una de sus obras cumbres, reuniendo a muchos del sonido Minneapolis. Todo un triunfo en estudio, desentonando con lo que ocurrió en las salas de cine; la película, lejos de estar a la altura del álbum, al menos contiene grandes momentos musicales de Prince, The Time, George Clinton, Tevin Campbell, Mavis Staples… Más imbuido aún en el mainstream y las giras, estaba Diamonds and Pearls (1991).

Un símbolo, ya archiconocido, daría nombre a su siguiente álbum de 1992. En 1994, en el libreto de Come, Prince se da muerte por lo que sus siguientes discos dejarían de llevar su nombre y pertenecer a la Warner durante unos años. De aquí en adelante, Prince se convertiría en un artista liberado de las listas de ventas, de los corsés de las discográficas, que manipularon su obra. Desde finales de los años noventa, Prince se concentró en competir consigo mismo. Desde este momento, Prince desaparecía de tu atención. De este modo, y dando un giro de ciento ochenta grados en la promoción de su obra, se convirtió en una estrella para no todos los públicos, sólo para el que le siguiera, para el que le buscara, como aquellos que asistieron a las veintiuna noches que actuó en el O2 de Londres, repitiendo mínimamente temas de un concierto a otro, dando aftershows en otros lugares, más largos que las actuaciones que abrieron la noche. Dos años después, a Michael Jackson anunció diez conciertos en la misma ciudad, un intento que le costó la vida sin haber realizado ni uno; he aquí la diferencia entre marketing y arte, entre decorados y realidad, artificio y maestría, industria y vida, entre ser un mero intérprete y la genialidad. Mientras en los fríos números, gana Jackson, en maestría, a Prince no le podía hacer sombra; lejos de limitarse a una faceta como Jackson las luces del de Minneapolis como intérprete, bailarín compositor y músico eran cegadoras. Por cada disco de Jackson, Prince tiene una obra maestra.

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Como los grandes, los más grandes, los artistas que le influyeron hasta tal punto de ser genuino, y su influencia en otros es y será enorme hasta perderse, por no hablar del mecenazgo en composición y producción, y no sólo del Sonido Minneapolis. Prince ejerció de padrino de artistas tan variados como The Bangles (“Manic Monday”), Martika, Sinead O’Connor (“Nothing Compares 2 U”), “I Feel for You” de Chaka Khan, “How Come You Don’t Call Me Anymore” de Alicia Keys. Y no es de extrañar, viniendo de un músico que vivía en su estudio de grabación, Paisley Park, dejando en cada disco más canciones por usar que las publicadas. El número y la calidad de este material son realmente enormes.

El halo de misterio en torno a él fue siempre grande; su vida personal, las escasas entrevistas, esconderse detrás de pseudónimos. La era digital no hizo cambiar al príncipe; a día de hoy, y a diferencia de casi el cien por cien de los artistas, los videoclips y grabaciones en directo de este artista han sido silenciados o borrados de la faz de Internet. De hecho, hace pocos meses, desaparecieron de Spotify todos sus álbumes, dejando sólo cinco canciones. Así era Prince, lleno de misterio, de intenciones sin explicar, de sorpresas, como la de su última gira, en la que sólo estaban en el escenario junto a él un piano y un micrófono, improvisando casi todo el tiempo, una última idea genial que dejó a terminar un día antes de su, también misterioso, fallecimiento.

Con él, una generación entera aprendimos a apreciar la música o más bien la Música. Cuando David Bowie dijo que “los ochenta pertenecen a Prince”, sabía qué decía. Prince competía con todos los grandes con una sola mano, con ayudas mínimas del exterior. A diferencia de las estrellas y superestrellas de la época, Prince no se revolcaba en la provocación, sino que la ejercía con orgullo y reflejaba un estilo único. No hacía de los videoclips una razón para comprar un disco, sino una pieza creativa con su música. Ayudó a quien le escucharon con atención a liberarse; con su música sensual y sexual, abrió las mentes más reprimidas a los placeres más terrenales sin que tuvieran que renunciar al amor verdadero o al divino (fuera cual fuera tu credo). Sólo siendo un arrogante y un engreído, y con razón, se podía desplegar en el escenario un espectáculo en el que la música, y no los fuegos artificiales ni los trucos, eran los protagonistas absolutos, mostrando sobre las tablas que bailar podría ser un ejercicio de elegancia, sensualidad, un vehículo para expresarse y no una sucesión de movimientos complejos. Es impensable volver a ver tal magnetismo en movimiento en un escenario, acompañado de tal virtuosismo (sobre todo) a la guitarra.

Foto: Nandy McClean

Foto: Nandy McClean

Como cerrando un círculo que comenzara de nuevo, en las últimas imágenes que hemos visto de Prince (cuyos cambios de imagen rivalizan con el de David Bowie) se nos muestra casi como apareció ante nosotros en 1978. En algún momento dijo que en esta tierra no hay reyes, sólo príncipes, y esto entendido como un absoluto, le lleva más a la realeza de la música (la verdadera) más allá de su nombre. Su huella quedará entre la de los más grandes. Advenedizos plañideros, también sois bienvenidos al imperio del príncipe púrpura.

Antonio J. Reyes