Reza la sabiduría popular que nada hay más desagradable que el escaparate de una ortopedia. Puede que sea cierto. Sin embargo a través de la historia podemos rastrear la existencia de prótesis de todo tipo con las que suplir las carencias de la naturaleza o las provocadas por un inoportuno hachazo o golpe de mala suerte.

Aún a riesgo de ser desagradable, haremos un recorrido por ojos de cristal, patas de palo, dentaduras postizas y sus ilustres, o no, propietarios.

UN OJO DE ORO, VARIOS OJOS DE MENOS

Es una de las prótesis más antiguas de las que tenemos noticia, y una de las más bellas y al mismo tiempo, inquietantes. Imaginen una mujer de la Edad del Bronce en pleno esplendor físico y oloroso que, por desgracias de la vida (posiblemente un accidente) lleva un globo ocular de oro en sustitución del perdido.

Al emprender su último viaje sus familiares o seres cercanos la enterraron con él.  Varios milenios después la indiscreta escobilla de un pobre becario universitario italiano trajo a la luz de nuevo aquel ojo de 5000 años desde una apartada región de Irán.

Desde esta enigmática figura, los tuertos han estado presentes en la historia humana en gran número, para bien o para mal. Casi siempre para mal podríamos adelantar.

Entre la nómina de tuertos, con o sin ojo de cristal, destacan multitud de militares que fueron sembrando con sus despojos oculares esos campos de Dios.

Aníbal, Filipo de Macedonia, Quinto Sertorio y Antígono Monoftalmos (es decir, “un ojo”) sembraron el pánico entre sus enemigos aún a pesar de ver más bien poco. Entre los romanos, el recuerdo de Aníbal y Sertorio hizo que éstos desconfiasen de enfrentarse a generales tuertos, en un rasgo de superstición muy propio de su cultura.

Casi todos ellos perdieron sus globos oculares en pleno combate, como Filipo, padre de Alejandro Magno: asediando la ciudad de Olinto, un arquero le acertó en pleno ojo (ya fue mala suerte). La ciudad fue arrasada hasta los cimientos una vez los macedonios lograron asaltarla, en pago por el ojo derecho de Filipo.

En el caso de Aníbal, por ejemplo, los autores clásicos no se ponen de acuerdo en explicar cómo perdió el ojo durante la Segunda Guerra Púnica en Italia: unos defienden que se trató de una acción de guerra, otros lo atribuyen a una infección provocada por las pantanosas marismas del valle del Po.

El que si lo perdió seguramente en batalla fue Juan de Haro, el Tuerto, nieto de Alfonso X el Sabio y uno de los personajes más importantes del turbulento siglo XIV castellano, que a la hora de matar nada tiene que envidiar a la saga de Juego de Tronos.

Pieza clave de los reinados de Fernando IV y Alfonso XI, sería mandado matar por este último en Toro en 1326.

Otro célebre tuerto fue el israelí Moshé Dayán, general y presidente de su país, que tras perder un ojo en la II Guerra Mundial, cortesía de un francotirador francés, se las ingenió para acabar una guerra en seis días frente a varios países musulmanes durante los años 60. No sabemos que hubiese podido hacer con ambos ojos disponibles. Lo que si hizo fue simultanear la política y el ejército con la escritura de libros infantiles, acompañado siempre por su eterno parche.

Haciendo una alto en esta nómina de valientes guerreros, hay que mencionar y de paso, quitarse el sombrero, a una dama de los pies a la cabeza que es santo y seña de la Edad Moderna en España. Y de paso uno de los personajes más enigmáticos de la historia patria:

Ana de Mendoza y de la Cerda, conocida para la posteridad como Princesa de Éboli, por su matrimonio con un noble portugués que tenía tal título principesco (Ruy Gómez da Silva).

Descendiente de familias de rancio abolengo, por su cuna estuvo siempre cercana al poder y su misteriosa vida ha hecho correr ríos de tinta, alimentando la llamada “Leyenda Negra”.

De su aspecto lo más destacable era el parche que llevaba sobre su ojo izquierdo, distinguiéndola del resto de damas de la corte de Felipe II, aunque no queda muy claro en las fuentes si era tuerta de verdad: unos autores establecen que perdió el ojo de niña en una ajetreada lección de esgrima; otros que usaba el parche para ocultar que era bizca y que la historia del percance no era más que una tapadera para ocultar su defecto físico.

Sea como fuere, su proceso inquisitorial y su supuesta implicación en turbios asuntos de espionaje junto a su peculiar aspecto le han hecho pasar a la posteridad y ser pasto de historiadores diletantes.

BRAZOS Y DEMÁS

Rezaba una popular chirigota gaditana que un palomo daría cualquier cosa por una mano cuando le pica un “huevo”, suponemos que para rascarse.

Cierto y verdad es que también expresa el conocimiento popular que no hay cosa más rica que rascarse donde pica.

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Para poder dedicarnos a este placentero menester es necesario tener nuestros brazos y manos en perfecto estado, cosa que nuestros siguientes protagonistas no pudieron hacer por la privación de estos útiles miembros de nuestra anatomía bípeda.

Las prótesis de brazo conocidas son muy antiguas: aunque no queda evidencia material, algunos autores romanos hablan del uso de brazos de hierro, diseñados para generales y legados legionarios.

Elementos semejantes, obviamente al alcance de los acomodados, proceden de la Edad Media y sobre todo de la Edad Moderna. Mucho más allá del cutre garfio de capitán pirata, existieron grandes maestros protésicos, muchos de ellos cirujanos, tan duchos en cercenar brazos y serrar piernas como en disimular los efectos de sus pérdidas.

Uno de los más célebres fue un cirujano militar francés del XVI, Ambroise Paré, experto en la práctica quirúrgica: obstetricia, contención de hernias con bragueros primitivos y la fabricación de prótesis y nuevas prácticas de amputación le auparon al cargo de cirujano real en Francia.

Obra suya sería un ingenioso brazo ortopédico diseñado para el caballero-bandido Götz von Berlichingen, que perdió el suyo en una guerra privada en el mosaico político del Imperio Alemán de la época.

El artilugio le permitía, mediante unas ruedecillas que movían y fijaban la posición de los dedos, cabalgar y sostener objetos de la vida cotidiana, como cubiertos y demás, aunque el análisis de las mismas no aclara bien si podría manejar un arma en el fragor de un combate. Lo más probable es que  el “bueno” de Götz tuviese que aprender a machacar cabezas con la mano izquierda. No le fue mal: hoy es un mito popular en Alemania el “Caballero de la Mano de Hierro”, que murió con cerca de 80 años tras batallar durante más de 60.

Otro ilustre manco, este sin prótesis, fue el archiconocido Miguel de Cervantes, soldado y escritor, que siempre alardeó de haber sido herido en la batalla de Lepanto, como medio de conseguir un empleo estatal o paguita con la que no doblarla más en su vida.

Legiones de mutilados de guerra en las mismas condiciones se agolpaban en las antesalas de los palacios de los poderosos aireando credenciales y heridas por igual: tanto valía un pergamino firmado por el maestre de campo de turno, como la visión de media oreja menos perdida en Berbería destripando corsarios o un oportuno muñón regalo de un hereje calvinista en la Guerra de Flandes. Cualquier herida, hasta las auto infligidas, debía ser mostrada para obtener el patronazgo de un duque o conde especialmente dadivoso.

Los jenízaros turcos obsequiaron a Cervantes con varias heridas de arcabuz, una de las cuales le inutilizó de por vida la mano izquierda, que conservó lacia y sin fuerza, contrariamente a la creencia popular que suponía que fue amputado a bordo de una bamboleante galera.

El que si perdió un brazo en la mar fue, piratas de ficción o reales aparte, Horatio Nelson, cuyo brazo salió volando hacia un destino independiente por un cañonazo de los defensores de Santa Cruz de Tenerife que le impactó durante un desembarco.

En aquella época, el cirujano de un barco de guerra, desbordado por el trabajo, poco más podía hacer que serrar el miembro herido y cauterizar el muñón con un hierro al rojo, poniendo la consabida prótesis de cuero o madera con un garfio en la punta.

No obstante, el glorioso almirante inglés jamás usó garfio en su brazo ni se puso parche en un ojo cuya visión perdió en las costas de Córcega.

Manca también fue un mito de la Guerra Civil Española, Rosario la “Dinamitera”, una joven miliciana que perdió una mano mientras fabricaba una granada artesanal. El percance, elevado a poema por la pluma de Miguel Hernández, que la conocía personalmente, la convirtió en un símbolo de la lucha popular contra los autodenominados “nacionales”:

¡Bien conoció el enemigo
la mano de esta doncella,
que hoy no es mano porque de ella,
que ni un solo dedo agita,
se prendó la dinamita
y la convirtió en estrella!

Sin duda el más bello poema dedicado a un hecho tan traumático como una amputación. Rosario viviría una azarosa vida, hasta que, asentada como estanquera, murió en Vallecas a los 88 años en 2008.

Y hasta el mundo del deporte llegaron también algunos amputados mucho antes de la aparición de los Juegos Paralímpicos, compitiendo en igualdad de condiciones y demostrando, en algunos casos, un grado sumo de excelencia.

Uno de los más conocidos es el del futbolista uruguayo Héctor Castro, que tras perder un brazo en un accidente con una sierra mecánica (hay que llevar cuidado muchachos) siendo adolescente, se convirtió con el tiempo en una verdadera estrella con un palmarés envidiable.

Al retirarse como jugador le contemplaban un oro olímpico, un mundial de fútbol y dos Copas de América, que le granjearon en su patria el apodo de “el divino manco”.

BIPEDISMO

Nuestro particular medio de locomoción bípedo tiene sus ventajas y sus inconvenientes: tenemos las manos (si las poseemos) libres para manejar cualquier objeto, pero pasamos por ser uno de los animales más lentos sobre la faz de la tierra, por nuestro bajo índice de circulación de oxígeno entre células. Cerdos y focas tienen índices más altos.

Si a ello unimos la pérdida de una de nuestras columnas, el panorama se pone feo, feo de verdad.

Uno de los primeros seres humanos de los que tenemos constancia que tuvo problemas para andar correctamente fue el pobre faraón Tutankamón.

En su tumba se encontraron numerosos bastones, supuestamente empleados por el joven monarca para ayudar a sus débiles piernas, pasto de diversas enfermedades hereditarias fruto de una degenerada carga genética. Estos problemas fueron causados por milenios de endogamia.

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De este modo, el bastón es posiblemente la primera “prótesis” por así decirlo, inventada por el hombre. De hecho en cuevas paleolíticas se hallaron piezas de arte consideradas como mangos de bastón, usadas quizá por los ancianos de más de 25 años que vivían en la comunidad.

También de Egipto procede la prótesis de miembros inferiores más antigua registrada: se  trata de un dedo y parte del pie postizos, hallados en una momia del Egipto tardío y fechada en torno al siglo X-VIII a.C. Estudios recientes han demostrado que el poseedor de la misma podría haber andado correctamente con dicha prótesis, que no sólo disimulaba la pérdida del dedo del pie.

Asimismo los griegos y romanos usaban ya los primeros modelos de pierna ortopédica o “pata de palo”. Un ejemplo fehaciente fue la famosa pierna de Capua, hallada en esta ciudad de Campania y datada a fines del siglo IV a.C. Fabricada en madera y metal, constituía un modelo muy avanzado para la época. Lamentablemente se perdió durante la II Guerra Mundial, destruida en un bombardeo sobre Londres, lugar donde se hallaba tras ser convenientemente robada por algún respetable caballero inglés.

Estas prótesis perniles generalmente se encontraban sólo al alcance de los más pudientes, igual que todas las anteriormente descritas. Los demás tenían que contentarse con muletas o patas de palo atadas por debajo de la rodilla.

Sin embargo las prótesis más elaboradas, trabajadas por ebanistas eran auténticas maravillas de su época, como pudieron constatar los generales confederados Richard Ewell y John Bell Hood tras sus encuentros con munición enemiga.

Sin embargo, muchos amputados de piernas superarían sus limitaciones para seguir adelante con sus vidas y carreras de un modo verdaderamente encomiable.

En este campo destacan las figuras de Douglas Bader, Aleksey Maresyev y  Prokofiev-Severski, pilotos de combate que en la II Guerra Mundial siguieron combatiendo a bordo de sus aeronaves a pesar de la pérdida de dos piernas, en el caso de los dos primeros y una en el caso del último.

No solo los esforzados guerreros estaban al albur de sufrir una pierna de menos. Las artes escénicas también pagaron su cuota de dolor y superación: a la  gran actriz francesa Sarah Bernhardt le amputaron una pierna a los 71 años en 1915. Aun así hizo una gira por las trincheras francesas en plena Gran Guerra y siguió actuando hasta su muerte en 1923. Eso es tener genio, figura y tronío.

Algo similar le pasó al presidente Franklin D. Roosevelt, al que su postración en una silla de ruedas debido a la poliomielitis no le impedía dirigir a los EE. UU. en plena depresión y II Guerra Mundial, trasegar varios Martini al día y ser infiel a su mujer cuando se presentaba la ocasión, ocultando de paso sus problemas de salud a la opinión pública para no minar la moral del país.

DUELEN AL SALIR PERO AYUDAN A COMER

Al igual que los cuernos, los dientes son de gran ayuda al comer y hoy por hoy constituyen un factor clave en nuestra estética.

La ortodoncia, como su intrincado nombre indica, es de origen griego, pues Hipócrates describió las enfermedades de la boca en sus obras.

Tratamientos rudimentarios como la extracción de piezas y el empujar con el dedo los dientes torcidos o limarlos hasta que estuviesen en una posición y tamaño correctos, dieron paso a otros mucho más refinados como los documentados en restos etruscos y egipcios que muestran dientes ubicados en su sitio mediante bandas metálicas o alambres de diversos metales, como el oro, usado porque es casi invulnerable al óxido.

Estos alambres son el primitivo antecesor de los populares “brackets” o “aparatos” que tantas adolescencias han marcado y que a tantos dentistas han pagado chalet, playa y querida.

Sin embargo los dientes son una parte de la anatomía humana susceptible de ser perdida y de causar numerosos problemas de salud:

Uno de los individuos que vivían en la cueva de Atapuerca murió por la infección causada por un diente roto.

De ahí que siempre se haya dado gran importancia a los dientes y que los que tenían posibles se hiciesen con dientes prestados para paliar su carencia. Tal fue el caso de la reina Maria Luisa de Parma, esposa de Carlos IV de España, que contaba con una dentadura postiza fabricada por artesanos de Medina de Rioseco y del presidente de los EE. UU. George Washington, que tuvo varias a lo largo de su vida confeccionadas con los más variopintos materiales como porcelana y dientes comprados de cadáveres, que enganchasen con el único diente propio que conservaba.

MEDIOS HOMBRES

La última parada en nuestro viaje es la referente a esos amputados múltiples a los que la Historia ha dado el remoquete de “medios hombres”: piernas, brazos, ojos…

Todos esos aparejos los perdió el almirante español Blas de Lezo en su ajetreada vida recorriendo los siete mares. De Argel al Caribe, su propio cuerpo fue el diario de a bordo, hasta que en la postrera victoria de la batalla de Cartagena de Indias, el buen “patapalo” perdió la vida, agobiado por las fiebres.

En tiempos más recientes el bizarro y fanático creador de la Legión Española, coronel (más tarde general) Millán Astray se hizo acreedor al título en la ajetreada Guerra del Rif, en la cual perdió un ojo, un brazo, varias piezas dentales y algo de la movilidad de una de sus piernas.

El patriotismo rayano en temeridad le ayudó a superar las pérdidas y tras la Guerra Civil se convirtió en una especie de mito vivo para entretenimiento del público, que deseaba saber sus salidas de tono (fue sonada su polémica con Unamuno y su frase “Muera la inteligencia, viva la Muerte”) y sus amoríos con la vedette Celia Gámez y otras muchas mujeres.

Esta actitud le valió el ostracismo de una sociedad española acomodada, aburguesada, hipócrita y beaturra.

BALANCE

Hemos podido comprobar que prótesis y gente que las necesita han existido siempre. Lo verdaderamente importante es darnos cuenta que mucho antes de que la discapacidad física estuviese más o menos normalizada como hoy día hubo personas de excepción que supieron convivir con ellas, llegando a lo más alto en sus respectivos campos a pesar de las dificultades. Una lección que muy bien puede aprender esta sociedad actual inmediata, donde nadie parece poder frustrarse, en la que el trauma infantil (o no tanto) acecha a la vuelta de cualquier mínimo fracaso. Aprendamos.

Ricardo Rodríguez