Al pintor y escultor Ramón Acín le tocó parte del premio gordo de la lotería de Navidad de 1932. Dos meses antes, Acín le había prometido a su amigo Luís Buñuel que si resultaba ganador del premio le financiaría ese documental que tenía en mente sobre una región montañosa desolada en la que no había más que piedras, brezo y cabras: Las Hurdes.

A Ramón, anarquista convencido y activo (se exilió de España tras la fallida sublevación de Jaca de 1930), lo fusilaron el 6 de agosto de 1936 ante los muros del cementerio de Huesca. Había logrado escapar al grupo de extrema derecha que había ido a buscar al tipo capaz de parir vitriólicas viñetas para periódicos de títulos tan brillantemente subversivos como La Ira (Órgano de expresión del asco y de la cólera del pueblo). Como no dieron con él, comenzaron a torturar a su esposa hasta que Acín se entregó bajo la condición de que dejaran marchar a su mujer. Al final los asesinaron a los dos.

Cuando, para intentar sortear el bloqueo impuesto por la censura, Buñuel decide presentarle la película al doctor Gregorio Marañón, este se puso hecho una furia inspirado por la ya incipiente y mortal patología de la Marca España.
El argumento de Marañón, presidente del Patronato de Las Hurdes y primer gran denunciante de la situación de extrema pobreza y miseria que vivía la zona, se resumió en:
“-¿Por qué enseñar siempre el lado feo y desagradable? Yo he visto en Las Hurdes carros cargados de trigo. ¿Por qué no mostrar las danzas folklóricas de La Alberca, que son las más hermosas del mundo?”
Buñuel le respondió que lo del trigo era tan falso como una peseta de goma, que los carros solo pasaban por la parte baja de la zona y muy de vez en cuando, que La Alberca era un pueblo medieval como tantos hay en España y que ni siquiera forma parte de Las Hurdes estrictamente hablando; que, al decir de sus habitantes, cada país tiene los bailes más bonitos del mundo y que él, Marañón, daba muestras de un nacionalismo barato y abominable.

Dos años después, el de Calanda consiguió que la Embajada de España en París le financiara la sonorización de la película en los estudios de Pierre Braunberger, quien le compró la película. Al parecer, Braunberger, por muy parisinamente que tuviera establecido el negocio, tenía la muy ibérica costumbre de pagar a plazos y cómo y cuándo le salía del real orto. Un día Buñuel compró una maza en la ferretería de la esquina de la calle donde se ubicaban los estudios y amenazó con machacar la máquina de escribir de la secretaria de Braunberger si éste no le pagaba.
Al final pagó.

Las Hurdes

GEIGER

Poco antes de llegar a la zona hurdana, al norte del norte de Extremadura, algunos pueblos comienzan a evidenciar lo que podría denominarse como Efecto Chernóbil: aplicar cantidades ingentes de hormigón, recubrimientos de acero y capas y más capas de contención sobre la radiactividad conlleva que, tarde o temprano, esa energía maligna, poderosa e imposible de retener acabará filtrándose por algún resquicio.
Para atravesar Oliva de Plasencia, por ejemplo, uno debe seguir una feliz ruta urbana que lo conduce de la calle de la Guardia Civil a la avenida Primo de Rivera para finalmente abandonar el pueblo por la plaza General Franco.
Esta radiactividad particular, cuya quemazón seguramente también hayan notado en algún punto remotamente cercano de su provincia, la de mantener bustos, fanfarronadas ecuestres y calles dedicadas a señores que aplicaron el teorema de salvar la patria por sus santos cojones es defender la memoria histórica. Desenterrar cadáveres de fusilados anónimos, no.
Paz.

Las Hurdes es una comarca realmente hermosa. No es un erial. No agota la vista a la manera despiadadamente monótona del paisaje que cercenan las autovías. Las curvas suaves de las colinas que defienden la región se superponen unas sobre otras, en un diorama neblinoso trasquilado por las secuelas de incendios forestales. Podría ser más verde pero es lo que es: una ilusión óptica donde los montes se prevén montañas y los puertos de mayor altura dan paso a senderos inesperadamente horizontales.
Una tarde vi una ardilla.
Y nada más.
Eso no es del todo cierto. También hay pájaros, al menos como diez tipos diferentes. Como no tengo una pierna ortopédica ni soy un escritor rico que salga en la portada de la revista Time no cultivo un especial interés por la ornitología, así que tampoco puedo explayarme en el asunto.
De nuevo, esto tampoco es cierto.
Si existe un amo y señor de las aldeas hurdanas como Aceitunilla o Nuñomoral, ese es el gato. Están por todas partes. Hay gatos en las calles, hay gatos en las ventanas, hay gatos entre las ruinas, hay gatos a la entrada de los pueblos, hay gatos bañándose en charcos y hay gatos sobre los tejados. La proporción gato-hurdano debe ser de 6 a 1 a favor de los felinos. Hasta donde yo sé, solo hay un perro callejero en toda la comarca y es bizco.
Una amiga me confesó hace poco las conclusiones de su estudio particular sobre lo que pasa por la mente de los gatos en relación a sus dueños. Está plenamente convencida de que son ellos los que se tienen a sí mismos por amos de nosotros, confiados en que, por algún azar de la naturaleza, ese mono con camiseta de Linkin Park y calzoncillo a rayas debe alimentarlo y rascarle las orejas y asumir su papel de almohadón adiposo cuando a Don Bigotes le venga en gana recostarse un rato. Recuerdo la abrumadora presencia felina de Las Hurdes y luego me acuerdo de la teoría de mi amiga y se me viene a la mente la entrada triunfal de los nazis en Paris, con toda esa gente llorando con el brazo bien tieso mirando a la luna.

Contaba Buñuel que una fuerza extraordinaria y casi oscura arrastra a los hurdanos emigrados a este país perdido, independientemente de dónde se encuentren. Como tantas otras cosas maravillosas de su época, como el corte de mangas a Todo El Mundo del surrealismo u orinar pelo al viento sobre el sentido y el valor del verbo trabajar, aquel mito se ha quedado un poco a medias.
Según un mapa muy bonito, colgado en un bar de Nuñomoral debajo de la foto de un lince muy ceñudo, existen en la región unas tres o cuatro aldeas realmente abandonadas, el tipo de pueblo fantasma que uno asocia a la revolución industrial, la guerra civil o los efectos de las ondas sónicas de promesas y prosperidad que llegan desde Madrid.
Sin embargo, el resto de aldeas supuestamente habitadas no están exactamente pobladas por nativos ni colonizadas por turistas. De vez en cuando uno puede cruzarse con el hijo de algunos de aquellos hurdanos retratados en Tierra sin pan, ancianos de piel tostada que observan a los turistas a medio camino entre la indiferencia y la curiosidad agotada.
Tampoco es de extrañar.
A la entrada de Ladrillar dos ancianas del lugar que toman el fresco en una escalinata son asediadas por un escuadrón de jubiladas con bolso y móviles en mano. Alguien en el grupo pregunta-confirma que aquello ha cambiado mucho, que ya no es el pozo de miseria abyecta e infrahumana “que se veía antes.” Las ancianas hurdanas asienten. Creo que una de ellas es muda, pero no sé. Otra miembro del escuadrón de jubiladas anuncia que han venido desde Sevilla, que si alguna de las dos ha estado alguna vez allí. La señora que creo que es muda asiente sonriendo. De repente me siento bastante mal, como un señorito de la metrópoli belga que se da un garbeo por el Congo para ver con sus propios ojos toda la podredumbre exótica de la que le han llegado rumores a través del periódico.
Me siento culpable a niveles de paseante de zoológico.
¿Por qué estas pobres ancianas, tan tranquilas en su escalera de cemento, tienen que aguantar las secuelas de un documental y del propio mito de la región? ¿Qué derecho tengo yo a observarlas con la fascinación morbosa de presuponer que serán las hijas de algunos de los pobres desgraciados de Tierra sin pan? Luego pienso en las cuatro horas de trayecto, en el trazado de curvatura intestinal de la carretera, en la tormenta que amenazaba con aislarnos en mitad de un pedregal. Quizá es por esto por lo que a veces se nos va la mano cuando viajamos, por lo que decimos y hacemos y perpetramos decisiones que en casa jamás llevaríamos a cabo. No es desinhibición. No es revelación. Basta la conciencia del propio trayecto para sentirse en el derecho de reclamar un premio. Y a veces ese premio es contarle a una anciana hurdana que su tierra natal ya no parece tan cochambrosa como en el cine, esperando una respuesta igual de inspiradora. O hacerle una foto para un reportaje y salir corriendo.
Eso hago.

Alrededor de las casas de pizarra se ha levantado un área de contención de cemento armado. Lo primero con lo que uno se topa al entrar en cualquiera de las aldeas es con una especie de recreación a escala de la burbuja inmobiliaria. Hay casas de dos pisos a medio construir, casas terminadas pero con el ladrillo visto, casas pintadas por una cara y sin puertas ni ventanas por otro. Más adelante, casas levantadas en los setenta, cuando Las Hurdes parecía que se aupaba la leyenda negra de encima, con las inversiones del FROP y los frutos de las infraestructuras construidas durante el régimen. De nuevo, muchas de estas casas también parecen a medio acabar, como una obra rápida y apresurada destinada a solapar lo que todavía late en el corazón de cada pueblo. En la mayoría la zona vieja, la de las casas de pizarra de dos habitaciones donde se hacinaban varias familias, se encuentra en la parte alta, perfectamente situadas para no ser divisadas a ras de calle. Ni siquiera es fácil obtener una buena visión de ellas desde la carretera. Ni ruina ni aldea, las “zonas viejas” se resisten a desaparecer, en un estado difícil de describir. ¿Abandono? No, porque basta con pegar la oreja a una puerta para oír ruido de platos y anuncios de radio. En cierto momento, un chico sale de una casa conduciendo un borrico con canastillos. La escena es idéntica a un momento del documental en que, efectivamente, un burro asoma la cabeza por una puerta.
Me pregunto si está preparado.
Es demasiada coincidencia.
Pero, ¿quiénes se han quedado en la zona vieja y por qué? ¿Quién quiere vivir en una calle no deshabitada sino espectral? Hay cerrojos oxidados a medio colapsar sobre los que alguien ha instalado un candado nuevecito y refulgente. Hay puertas custodiadas por cables de goma y puertas que han sido numeradas varias veces. A alguien le interesa dejar bien claro que aquellos interiores ruinosos todavía son propiedad privada y siguen siendo vigilados y tenidos en consideración por sus dueños, por los herederos de la tierra sin pan.
Sin embargo, lo más desconcertante no son los cadáveres de piedra del pasado, sino los rastros de vida reciente desperdigados aquí y allá: un muro sobre el que chavales de principios de los noventa rasparon con algo afilado sus amores o sus increpaciones o simplemente su nombre, una botella de Ron Negrita a medio acabar abandonada en el quicio de una ventana, antenas de televisión colgando de fachadas a punto de colapsar.
En algún momento entre la visita de Buñuel y la mía propia las aldeas prosperaron, escaparon en mayor o menor medida de la miseria, quedaron atascadas en sus promesas de futuro y, finalmente, se convirtieron en lo que son hoy: una historia atrapada en sí misma, asfixiada bajo el peso de los intentos por negarse, por mejorarse, por ser algo más.
Junto al coche hay un bar. Junto al bar una señora que bien podría haber nacido en la zona vieja vende recuerdos a los cuatro turistas perdidos que vagamos por allí.
Se trata de reproducciones a escala de Casas Típicas Hurdanas.
Cuando me fijo me doy cuenta de que a la mujer le falta un ojo.

CIERTOS DETALLES IMPORTANTES O, POR LO MENOS, LO SUFICIENTEMENTE LLAMATIVOS COMO PARA TENER QUE DESTACARLOS

  • Muchas señales de tráfico han sido atacadas, algunas con balas de plomillo. Otras simplemente con pintura. Algunas señales de entrada y salida de los pueblos también han sido saboteadas, a veces con pintura, a veces ni siquiera sin que pueda saberse si se debe a un defecto de fábrica del propio material o es que algún vándalo se ha dedicado a arrancarle la C a CASA RUBIA.
    · Uno puede dar un paseo por la historia reciente de la política española durante el trayecto entre una aldea y otra. Pintadas sobre la pared de roca de las laderas, de vez en cuando uno se encuentra con vivas exclamaciones sobre la corrupción del PSOE, sugerencias sobre lo que puede pasarte a ti y a tu familia si no votas a Alianza Popular, símbolos anarquistas, súplicas melancólicas por el regreso de la UCD. También: “(ilegible) ES UN CABRÓN”.
    · Un tal KORS se ha dedicado a firmar con espray blanco su nombre por toda la comarca, incluida la salida sur de Las Hurdes. No es el único grafiti de la zona.
    · En muletas, cargados con cestos del tamaño de una bañera, no importa, siempre hay un anciano de aspecto quebradizo a medio camino entre una aldea y otra. A dónde va o de dónde viene o si se va a quedar en mitad del arcén es un misterio.
    · “El Tío Picho” es todo un potentado en la zona. Gracias a su miel se ha hecho amigo de todos los presidentes de la comunidad (aunque por el número de fotos da la impresión de que le cae más simpático Ibarra que cualquiera de sus sucesores). También tiene la carta de agradecimiento de Felipe y Letizia de cuando les envió como regalo de bodas una cesta de tarros de miel y caramelos de miel y todo lo que se puede elaborar con miel. No obstante, la estrella del local es el Rey Juan Carlos. Hay todavía más instantáneas del Tío Picho con él que con Ibarra.
    · La dependienta de la tienda del Tío Picho me asegura que el afrodisiaco elaborado a base de miel anunciado en varios cartelones a la entrada de Las Mestas es puro trile. Me mira fijamente y me pregunta que si sé cuál es el único afrodisiaco auténtico. No digo nada. Me vuelve a preguntar que si lo sé e inmediatamente me responde: “¡Tú!”. Luego le aclara a otro cliente que se refiere a la juventud.

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AL OTRO LADO

La Alberca ni siquiera pertenece a Extremadura. Su inclusión en el “espíritu” de la leyenda hurdana es incluso ligeramente fraudulenta. Para empezar, uno debe subir la Peña de Francia, carretera que los días de sol y viento meciendo las flores ofrece unas vistas espectaculares de la región. En cambio, los días de niebla y llovizna ofrece una panorámica detallada de morir despeñándose con el coche.
Una vez arriba, el valle de Las Batuecas hace honor a la descripción que Buñuel da del mismo en sus memorias como “uno de los contados paraísos que he conocido en la tierra”.
O quizás no tanto, pero de lo que no cabe duda es de su belleza, la propia de aquello tan majestuoso que despierta una profunda sensación de recogimiento.
Más adelante, La Alberca.
Así que ahora es esto.
Pues vaya.
En Tierra Sin Pan aparece brevemente reflejado como una aldea hurdana más. Mentira. Es tan grande, se ha remozado tanto, tiene un aspecto tan nuevo, con todos esos microbuses y vigas recién barnizadas y calles donde podrían encajarse perfectamente dos hileras de aquellas chozas de pizarra de Aceitunilla, que, en fin, resulta bastante decepcionante. Es un pueblo de aspecto medieval (ignoro qué ni cuánto conserva genuinamente de esa época) bonito, pulido, sin las contradicciones ni la desazón mezclada con fascinación que le asalta a uno al otro lado de la montaña.
Un señor pasea a su cerdo por la calle. La gente se para a hacer fotos al cerdo cuando se rasca contra una columna. Me da miedo que se vuelva loco y eche al trote para arrancarme una pierna. Una niña le da palmadas en el culo. Al cerdo le da igual todo, parece acostumbrado a los flashes y a los azotes.
¿Soñaron alguna vez los pueblos del otro lado de la montaña con ser así? ¿Es La Alberca un éxito, el éxito, hurdano de los fondos europeos y los planes a medias paridos en promesas electorales? Quién sabe.
Desde aquí uno se siente bastante fuera de cualquier rastro del pasado. Aquí arriba, a este lado, el muro de contención funciona a las mil maravillas. Todo recuerda vagamente a lo que debe recordar, sin fisuras, sin dolor, sin rastro de tristeza. Un acuerdo tácito de todos sus habitantes y todos nosotros, forasteros de una historia de la que de vez en cuando nos apropiamos, para seguir adelante y obtener beneficios. Terapia histórica. Terapia demográfica. Cualquier terapia.
Por supuesto, seguir adelante a toda costa tiene su precio, casi siempre el mismo, casi siempre el de lo genuino, desprenderse de un pedazo de verdad pura y noble ensartado en mitad de un infierno del que se sale o al que te adaptas.
Las casas de Las Hurdes todavía tienen dueño, esperando su regreso.
En La Alberca la ocupación hotelera rozó el cien por cien.

Isaac Reyes

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