A finales del mes de septiembre de 1995, David Fincher golpeó  la felicidad de la clase media estadounidense con, posiblemente, una de las  películas más  angustiosas de esa década. Parecía que el director, que había recibido toda clase de críticas negativas por su trabajo en Alien 3 (1992) deseaba desquitarse a lo grande, dar un puñetazo encima de la mesa y cambiar, para siempre, las reglas visuales del thriller contemporáneo. Se acababa de estrenar Seven; y había venido para quedarse.

El inicio de los años noventa situó, en cuanto a las películas policíacas se refiere, el listón por todo lo alto. Jonathan Demme se había sacado de la manga una obra  colosal (El silencio de los corderos, 1991) y Hollywood le había devuelto el favor con cinco premios Oscar y el hálito de película imperecedera para la morbosa historia de la agente Starling y el “inefable” doctor Hannibal Lecter. Pero fue tal el terremoto provocado por esta película, tanto talento el derrochado por todos y cada uno de sus creadores y participantes, que el moderno thriller quedó marcado para siempre. ¿Quién se atrevería a realizar otra película con una temática parecida? ¿Qué se podía aportar a un género que busca el “estremecimiento” del espectador (no olvidemos que thriller proviene del verbo to thrill: estremecer) después de ver al doctor Lecter observándonos fijamente desde su celda? Bien parecía que, irónicamente, El silencio de los corderos había dejado el listón tan arriba que, a pesar de poner el género de moda, había acabado con el mismo… Si algún director deseaba retomar la senda del género, parecía claro que tenía que tomar unos derroteros diferentes. Reinventar, en parte, lo que Demme había hecho, siendo fiel a unos cánones que el mismo director había fijado.

seven

Fincher, tras el fiasco enorme de su malograda Alien 3, tenía ganas de revancha; y la única manera de entrar en el territorio sagrado del thriller “post-silencio de los corderos” era tirarse a la piscina sin pensárselo dos veces. Así pues, abrazó el guion de Andrew Kevin Walker sobre una pareja de policías que investigan unos asesinatos que se inspiran en los siete pecados capitales del catolicismo y terminó de dinamitar, para siempre, el género para hacerlo intocable e inolvidable.

Sumergirse en el visionado de Seven implica un ejercicio mental tremendamente exigente; no por la complejidad de la película (que, a simple vista, se entiende rápidamente) sino porque David Fincher nos obliga a ponernos cara a cara con la peor versión del ser humano. La película, situada en una ciudad indeterminada, en la que siempre llueve y no se ve la luz del sol, es un asfixiante escaparate de la maldad a la que la sociedad postmoderna ha llegado. El monólogo de uno de los protagonistas, el agente Somerset (Morgan Freeman) refleja, espeluznantemente bien lo que Fincher quiere retratar durante las dos horas de metraje:

  • (…) cinco personas le dan una paliza a un mendigo, un hombre viola a una mujer en un callejón, y la gente mira, pasa de largo, como el que cambia de canal cuando ve algo que no le gusta.

Las proféticas palabras de Somerset reflejan, demasiado bien, lo que hoy día estamos viviendo en nuestra sociedad: un mundo en el que casi nada escandaliza, porque mientras no nos suceda a nosotros no tiene importancia. Una deshumanización del ser humano que es hija del consumo desenfrenado y un individualismo que lleva a mirar simplemente a nuestro ombligo, para no tener que actuar por un imperativo ético. Desde ese punto de vista, Seven se convierte en una parábola de los horrores que más tarde se convertirían en tristemente cotidianos, con los que desayunamos todos los días y de los que, por acción u omisión, somos testigos, víctimas e incluso, por qué no, cómplices.

Y parece ser que se encuentra cómodo Fincher en este ambiente, porque más tarde, en El club de la lucha (1999) nos mostrará una sociedad herida de muerte que recuerda, en muchos aspectos, a esta ciudad sin nombre que es víctima (y verdugo) de los crímenes del asesino.

A pesar de no compartir muchas cosas en el aspecto formal con El silencio de los corderos, tanto David Fincher como Jonathan Demme sí muestran cosas en común; una de ellas es que la barbarie de la sociedad actual (que Hannibal Lecter identifica con la incultura y la grosería y el asesino de Seven, John Doe con los pecados capitales) es arrollada, a sangre y fuego con armas (asesinos) que esgrimen como leitmotiv la cultura y la moral. Es interesante esta dicotomía que ambos exponen en sus películas: Hannibal Lecter es sutil, refinado y culto, pero un asesino sin escrúpulos; así como John Doe se presenta como un ángel exterminador que viene a librar del pecado a una sociedad, a sus ojos, podrida, basándose para ello en el camino de Dante en La divina comedia… ambos asesinos son conocedores de la cultura clásica, y encuentran su justificación en ella para esgrimirla contra la incultura actual.

Quizá uno de los grandes aciertos de la película, además de un guion soberbio y una forma de dirigir que anticipaba la forma de trabajar de la actualidad, con una fotografía magnífica y un montaje fantástico, son los actores protagonistas. En otro giro inesperado, el director retuerce el género de las buddy movies (películas protagonizadas por una pareja de hombres con diferencias a simple vista) para hacerlo tan oscuro como le permite la historia. Y ahí están dos policías, David Mills (Brad Pitt) y William Somerset (Morgan Freeman) intentando afrontar y acabar con el horror de modos muy diferentes.

Mills es joven, impulsivo y con una vida por delante. El deseo de medrar y su situación personal lo llevan hasta una ciudad que se antojará demasiado para él. Es demasiado inexperto para afrontar lo que deberá encontrarse por el camino que el asesino al que persigue ha preparado. El inicio de la película nos lo muestra caótico, desordenado… una fuerza de la naturaleza que todavía debe ser encauzada. Un papel que pudo ser interpretado por Sylvester Stallone o Denzel Washington, que rechazaron la propuesta por sentir que la historia era demasiado oscura.

Por el contrario, Somerset es la experiencia y el sosiego. Parece que los crímenes no le afectan, porque la ciudad le ha robado el alma, se la ha hecho añicos y la ha perdido para siempre. Frío, calculador y ordenado; Somerset viene de vuelta de todo, o eso cree él, hasta que se enfrente a John Doe. Nadie como el solvente Morgan Freeman para interpretar a este detective a punto de jubilarse. Parece extraño imaginar al gran Al Pacino (la primera opción para el papel) dando vida al desencantado Somerset.

Pero¸ a pesar de que el dúo protagonista son ambos detectives, el casting no estaría completo sin la  poderosa presencia, en la última parte de la película, de uno de los villanos más desasosegantes y desconocidos del Cine: John Doe (no pierdan de vista que la traducción sería “Juan Nadie” y es el nombre que reciben los cadáveres sin identificar en Estados Unidos) interpretado por un enorme Kevin Spacey que, a pesar del escaso metraje en el que participa, infunde un inolvidable hálito de misterio a su personaje. A Dios gracias que tanto Michael Stipe (cantante del grupo R.E.M) como Val Kilmer rechazaron el papel.

seven spacey

Seven es una película que no deja indiferente, cuyo rodaje se convirtió en angustioso y agobiante, porque no podía ser de otro modo, y esa atmósfera rezuma por todos y cada uno de los fotogramas del film; en cierta manera, tuve la misma sensación que cada vez que veo Apocalipse Now (F.F. Coppola, 1979): las imágenes son capaces de transportar la asfixia de la situación y del momento. Una película que deja sin aliento, porque es capaz de mostrarte el horror cara a cara, y nos arrastra, encadenados a sus personajes, hasta los límites mismos de la cordura. Tanto es así que hasta el final es  capaz  de dejarte vacío, porque no es un respiro ni una liberación, sino un punzante dolor en las entrañas el que consigue instalarnos David Fincher con una maestría fuera de la habitual.

Una película que nos enfrenta al miedo con el rostro de un asesino del que no sabemos nada, y que nos hace sentir el poder que puede adquirir el mal en una sociedad enferma y moribunda de los mínimos valores éticos; John Doe se erige como el mal que toma forma y que será capaz de conducir hasta la  locura, a modo  de uno de los personajes de las novelas de Cthulhu de Lovecraft, a los dos detectives.

Un film que, junto con el Silencio de los corderos, forma una dualidad perfecta que cambió la historia del thriller para siempre; y que continúa influyendo en el modo de hacer cine y televisión (¿han visto True detective?) Imprescindibles las dos para entender el cine actual y para disfrutar de una película con mayúsculas. Si no la han visto, corran a disfrutarla. Si ya la vieron, el arte siempre se puede disfrutar, siempre tiene lecturas nuevas. Adéntrense en el universo que nos propone Fincher y saquen sus propias conclusiones, yo ya he escrito las mías…

Carlos Corredera (@carloscr82)