En estos tiempos de nacionalismos más o menos inventados o introducidos con calzador, y reivindicaciones “históricas” que no dejan a la Historia descansar en paz, da la casualidad (¡ah, la vida…!) que se cumplen años del estreno de una de las películas más sobrevaloradas (siempre bajo el punto de vista de un servidor) de la historia del Cine. Aunque parezca que fue ayer, ya hace veinte años del estreno de Braveheart, de Mel Gibson.

Seamos sinceros: yo no he dicho que me disguste Braveheart. Es más, si me apuran, para pasar una tarde de invierno sentado en el sofá puede ser un plan la mar de interesante. Pero, como lo cortés no quita lo valiente, la verdad es que se trata de una obra que tiene mucho más nombre que calidad, a pesar de que merezca la pena ser recordada por varios motivos.

Una película que nació “de turismo”

Los guionistas, esas personas tan cotizadas hoy día en el mundo de la televisión, como artistas que son (o deberían ser) suelen tener algunas de sus mejores ideas en los lugares más inverosímiles. Eso, precisamente, es lo que le ocurrió a Randall Wallace que, visitando un castillo en Escocia, preguntó, intrigado, al guía turístico quiénes eran esos personajes que adornaban la fortificación que se encontraba visitando en Edimburgo. Los personajes en cuestión eran William Wallace y Robert I de Escocia. Así pues, tras conocer breves pinceladas de la historia de dichos personajes, Wallace se puso manos a la obra a escribir un guion donde deseaba que primaran los personajes y su dramatismo frente a la realidad histórica. El resultado fue el guion de Braveheart, un auténtico despropósito histórico que, bajo mi punto de vista no pretende engañar a nadie. Si ustedes lo que buscan es rigor histórico, lean. El Cine no está hecho para “enseñar” Historia. El Cine es un negocio, una industria que necesita millones de dólares porque hacer una película vale millones de dólares. Es una inversión. Puro capitalismo. Y quizá de Historia, Hollywood vaya “cortito con sifón”, pero de capitalismo sabe un rato…

Cierto es que la historia que nos cuenta Gibson flojea a ratos, que se basa demasiado en las batallas para mantener el ritmo de la narración o que es excesivamente larga (ronda las tres horas) y se vuelve tediosa en ciertos momentos, pero Braveheart consiguió dar la campanada en la gala de los Oscar, estando nominada en diez categorías y llevándose cinco estatuillas doradas, entre ellas las de mejor director y mejor película (ese año compitió en el apartado de “mejor película” con Apolo XIII, Babe (el cerdito valiente), Sentido y sensibilidad y El cartero (y Pablo Neruda); y se quedaron sin entrar en liza películas como Casino (de Martin Scorsese), Pena de muerte (de Tim Robbins) o Los puentes de Madison (Clint Eastwood). Viendo las nominadas y las que se quedaron fuera, a uno le dan ganas de acercarse a la Academia, mirar a los señores y señoras académicos y preguntarles simplemente: “¿por qué…?” o abrazarlos fuerte diciéndoles que ya pasó todo…

El maniqueísmo llevado al extremo

Decir que Braveheart es una película simple no haría justicia a la obra del peculiar Mel Gibson. Braveheart es muy simple; demasiado a veces. Los personajes que se nos presentan son tremendamente planos, no evolucionan en absoluto; y parecen sacados de un cuento para niños pequeños.

De un lado nos encontramos a los escoceses, con Wallace a la cabeza, que son presentados como una especie de “buenos salvajes” que viven en tierras escocesas sin meterse con nadie. Uno de ellos es William Wallace (interpretado por el propio Gibson), hijo del jefe de uno de los clanes escoceses, que simplemente desea casarse con el amor de su vida, hasta que los ingleses, aludiendo al derecho de pernada (el señor podía acostarse con la esposa de un siervo suyo la noche de bodas. En realidad, este “derecho” se trata de un invento de la Ilustración para defenestrar la Edad Media) asesinan a su esposa. Así pues, Wallace iniciará una lucha titánica contra los ocupantes ingleses que tienen como rey al cruel y déspota Eduardo I (un fantástico y visceral Patrick McGoohan). Si William Wallace representa todo lo bueno del ser humano: es honorable y cortés, justo, un extraordinario estratega y un hombre obligado a hacer lo que tiene que hacer arrastrado por sus circunstancias; su antagonista, el rey inglés Eduardo I es cruel, avieso, y felón. Así pues, no es de extrañar que desde el inicio de la película el espectador se sienta irremediablemente atraído por la figura de Wallace, y simpatice con su causa.

Todo ello resta numerosos matices a la historia, pero la hace sencilla, fácil de seguir y quizá uno de sus grandes aciertos sea esa fascinación que el William Wallace interpretado por Mel Gibson es capaz de provocar en nosotros. Sus discursos shakespearianos, sus acciones honorables, sus últimas palabras… consiguen que el espectador empatice rápidamente con un personaje que es presentado más como un mesías sacrificado por la causa que como un personaje histórico real, con sus luces y sombras.

No se confundan, no es que yo esté a favor de los ingleses o los escoceses, pero la Historia nunca es tan sencilla…

Una puesta en escena espectacular

En el apartado anterior apuntábamos uno de los grandes aciertos de Braveheart. Pero, ¿verdaderamente se puede hacer una película que ha calado tanto en el imaginario colectivo simplemente basándose en la empatía con el protagonista? Evidentemente, la respuesta es no. Sería demasiado simplista (y entonces caeríamos en el error del que estamos acusando a Gibson) aludir solo a esto. Braveheart tiene otros grandes aciertos: los exteriores rodados en Irlanda, así como una hermosísima banda sonora de James Horner y la magnífica fotografía de John Toll son todo un deleite para los sentidos.

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Mel Gibson, además, como director sabe guiarnos (quizá de un modo un tanto tosco) por la historia y los derroteros que a él le interesan, presentando una historia épica como hacía tiempo que Hollywood no rodaba.

Las batallas (especial mención para la de Stirling Bridge) se filman sin coreografía, con un realismo que, aunque a veces sea demasiado explícito (algo muy del gusto del director) nos acercan de un modo más o menos fiel a lo que podría ser una batalla medieval.

Todo esto son aciertos que no debemos mermar del curriculum de un director (y una persona) tan peculiar como es Mel Gibson.

Sea como fuere, no podemos dudar de que Braveheart ha quedado como una notable película épica, con escenas que (nos gusten o no) son parte de la historia del Cine. Aunque simplemente sea por ver realmente esa escena que ha visto tantísimas veces en pequeños vídeos motivadores en Internet. Aunque solo sea una vez en la vida, por saciar su curiosidad cinéfila… vea Braveheart, olvídese de sus errores y regodéese en sus aciertos, porque realmente es un placer visual y una película épica de las que dejan huella.

Si estas palabras no le mueven a ello, quizá un William Wallace imbuido del espíritu de Shakespeare sea capaz de ello: Luchad, y puede que muráis. Huid y viviréis… un tiempo al menos. Y cuando estéis en vuestro lecho de muerte dentro de muchos años, ¿no cambiaréis todos los días desde aquí hasta entonces por una oportunidad, sólo una oportunidad, de volver aquí y decir a nuestros enemigos: Podrán quitarnos la vida, pero jamás nos quitarán… ¡La libertad!”

Si esto no les motiva, sencillamente me rindo…

Carlos Corredera (@carloscr82)