¿Verdaderamente eres feliz? Piénsalo.

Como cada lunes te despiertas cuando el sol aún no ha asomado el borde de su silueta. Te enchufas un café recalentado y una ducha desganada, buscas una camisa de cuadros celestes capaz de camuflar tus ojeras y repites una serie de pasos que, por rutinarios, apenas eres capaz de recordar. Lo predecible aporta seguridad, por eso te atrapa, porque aleja el miedo. Tranquilidad. Tu único temor a estas horas es quedar encerrado en el ascensor con el vecino del sexto derecha, el pervertido del telescopio. El aburrimiento tiene mucha imaginación y probablemente sólo sea un rumor pero, sabiendo que las estrellas no se asoman a la ciudad, ¿quién iba a tener un telescopio en su balcón?

Un timbre ronco y agudo os avisa y las puertas metálicas se abren. Todo ha quedado en nada. Un educado e indiferente “Adiós, buenos días” y cada cual por su camino. Quizás no seas presa de su gusto. Los obsesos suelen ser gente caprichosa con obsesiones enquistadas, fetichistas adictos a las subidas de endorfinas y al placer urgente. Al fin y al cabo, tú eres un ciudadano gris, un número de ocho cifras desterrado del país de los sueños húmedos, un exiliado del morbo.

Pisas la calle y resoplas hondo. Mientras decides donde aparcaste ayer, maldices unos segundos a un gilipollas que está corriendo con unas mallas de nylon y una camiseta sin mangas. Es indigno ser tan deportista, tan absurdamente madrugador, tan disciplinadamente obstinado, tan… gilipollas. Pero el reloj avanza y te retrasas. Encuentras el coche, este mes todavía con las lunas vírgenes. Los ladrones del barrio deben estar también notando la crisis porque escasean objetos de valor escondidos bajo los asientos. Y la piratería tampoco da tregua: ni un compact original, únicamente copias caseras. Habrán cambiado de negocio, los tirones de bolsos y los atracos con arma blanca son un valor seguro. Tranquilidad. Su jornada laboral concluyó hace varias horas. Estás seguro.

Arrancas. La radio tiene sintonizadas las mismas emisoras de mierda, que repite las mismas bromas de mierda, los mismos cantantes de mierda, las mismas canciones de mierda. Mientras conduces por un laberinto de semáforos y asfalto que desemboca en tu oficina añoras tus diecisiete años, aquel inseparable proyecto de triunfo líder en público y ventas. No erais peores que esos grupos de adolescentes castrados con sus melodías sensibleras, su estética cani, sus acordes perdidos, sus gorgoritos desafinados y sus amores fucsia pastel. Sin embargo, no te planteas la cuestión. Son tu única compañía de viaje y el beneficio es recíproco: tú esquivas a la soledad, ellos engordan la nómina.

¿Verdaderamente eres feliz? Piénsalo.

Debes ir presupuestando un cambio de coche. En las cuestas pierde potencia y cuando lo pones a ciento veinte parece una cafetera a punto de despegar. La única diferencia es la sensación de ahogo del motor y las vibraciones de la palanca de cambios. Además, desde hace unos días el tubo de escape escupe dióxido de carbono ennegrecido y la temperatura del agua se ha elevado por encima de lo normal. Temes lo peor. Tú y el prepotente propietario del Audi TT que acaba de adelantarte. Su vehemente forma de tocar el claxon lo delata. Se preocupa por ti o, al menos, por el estado de tu utilitario. El mundo está lleno de buenas personas, de almas desinteresadas dispuestas a abroncarte por encima del límite de velocidad permitido. Sin embargo, su complejo de superioridad y su altruismo exaltado no llegan tan lejos (ni tan rápido) como su vehículo. En ningún momento se le ha pasado por la cabeza avalarte ante el despiadado director de tu entidad bancaria. Jamás va a extender un cheque firmado para abaratar los plazos de la financiera. Ni siquiera es capaz de ofrecerse para acercarte al trabajo. Tranquilidad. El viejo Renault aguantará hasta la oficina. Los pobres tienen ese obstinado sentido del deber.

No puedes estacionar cerca de la entrada y eso que estás en un polígono industrial. La temperatura ha bajado dos grados y un aire cortante te rasga el rostro. Dudas. Por un instante piensas en fugarte rumbo al horizonte pero te retiene la querencia heredada de seguir una línea recta sin meta fija. Aceleras el paso para resguardarte del relente, para huir de la tentación. Ya a cubierto, intentas parecer ocurrente acompasando tus saludos con algunos chistes. Finges preocupación por el administrativo hipocondríaco que responde al protocolario “¿cómo estamos?” con la retahíla interminable de sus enfermedades y sus respectivos tratamientos. La charla de hoy es sobre la hipertensión y la incomodidad de los diuréticos tipo tiazida, que son un pase preferente para el retrete. Tranquilo. Cualquier descuido, cualquier aviso, cualquier relevo te servirá para despedirte a la francesa y deslizarte como una sombra hasta tu escritorio.

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El jefe no ha llegado aún y un grupo de trabajadores está comentando los resultados de la última jornada de liga. Ajena a la discusión, oculta detrás de su flequillo, tu compañera de sala enciende paciente su ordenador. Hoy ha combinado con soltura unos lascivos zapatos de tacón y una ajustada camiseta roja. La dulzura de su mirada no tapa la perversión de su escote. Improvisas un piropo velado y ella replica medio sonrosada con falsa modestia. Te engañas suponiendo un anhelo hilado en su rostro, acaso un brillo cristalino ardiendo en su pupila. Te ilusionas imaginándola acunada en el hueco de tu hombro, abandonando al guerrero castrado de su novio. Tranquilo. Sólo es humo, sueño. Su belleza es tan absoluta como inaccesible. Después de todo, el horizonte sólo es la comisura de un amanecer inalcanzable.

¿Verdaderamente eres feliz? Piénsalo.

El capullo de tu responsable de área aparece con media hora de retraso. Se hace notar martilleando el mármol con el ruido engreído de sus suelas de piel. Habla compulsivamente por el móvil y gesticula con vehemencia. Ha llenado el departamento con el olor dulzón de colonia cargante propio de los ejecutivos prepotentes y acomplejados. Te dirige la palabra por primera vez para recordarte que debes entregar unos informes que ya dejaste en su despacho hace una semana. No se molesta porque le hayas dado con su incompetencia en las narices, al contrario, le vale para construir un alegato sobre la trascendencia de su puesto para el buen funcionamiento de la empresa. Elogia su carácter emprendedor, su agenda apretada, su pese a todo equilibrada vida.

-Y todavía me sobra tiempo para ir al gimnasio y recoger a mi mujer y a mi hija de casa de mi suegra-, apostilla.

En medio de la monserga, no sabes cómo, te ha endosado un montón de sub-tareas a las cuales no puedes negarte. No te lo agradecerá. Si lo haces bien el mérito será todo suyo. Si te equivocas la culpa caerá sobre tu espalda, sobre tu prestigio. Precisamente el prestigio del cual él carece entre compañeros, clientes y proveedores. Sin embargo, su posición se basa en el poder, no en la autoridad. Dedicarás tus ocho horas laborables a resolver sus asuntos y una pila de papeles pendientes seguirá dibujando un skyline sobre la pared del escritorio. Tranquilo. La empresa no paga las horas extras aunque pregonan que se tienen en cuenta.

¿Verdaderamente eres feliz? Piénsalo.

Han pasado las horas. Eres el último en dejar la oficina. Cuando abandonas tu puesto de trabajo el administrativo hipocondriaco ya se ha marchado. Tu compañera de sala también. Ha venido su novio a recogerla en un Audi TT recién estrenado. Aporreó el claxon de forma vehemente para avisar que la estaba esperando. Suspiras. Apagas las luces y repites una serie de pasos que, por rutinarios, apenas eres capaz de recordar. Cuesta abajo el coche tiene más brío. Pronto estarás en casa. Casi no te sobran fuerzas para una ducha rápida y una cena ligera. Destapas la cama. Tranquilidad. Ya mañana será otro día… otro día igual.

¿Verdaderamente eres feliz? Piénsalo. Tal vez sea el momento de cambiar las cosas.

Francisco Huesa (@currohuesa)