«Lo natural es bello, y la contemplación de la belleza suscita el amor» (Marsilio Ficino)
Desconozco a qué se dedicaba la mujer que pudo inspirar al cuasi mono que labró la Venus Auriñaciense, con sus formas rotundas y poderosas. Imagino que a lo que la mayoría en aquellos remotos años: parir, organizar la cueva y cuidar de las crías. Pero sí sé qué pensaba de Clodia, la real o ficticia amante llamada Lesbia de Catulo a quien dedicó, entre otras palabras, estas:
Nuestra Lesbia, Celio, aquella Lesbia, aquella Lesbia
a quien Catulo amó, más que a sí mismo amó,
más que a todo lo suyo amó,
ahora en esquinas y en callejuelas
se las pela a los magnánimos nietos de Remo.
Que la estructura de la creación artística es por definición patriarcal es evidente. No se trata ahora de exponer el habitual reguero de excusas baldías acerca de por qué la inmensa mayoría de las creaciones artísticas que tienen por objeto a la mujer están hechas por hombres. Ni tampoco de hacer un compendio a modo de lista de retratos hermosos de mujeres a las que nunca pudieron tener como Leonardo con La Belle Ferronière. En cambio, aquellas mujeres que podían tenerse a cambio de unas monedas comenzaron a aparecer con más frecuencia a partir de una época en la que lo natural, lo bello y el amor iban a ser sustituidos por lo artificial, lo horrible y el miedo.
En el mundo Occidental anterior a las revoluciones políticas y económicas liberales, pero sobre todo anterior a las revoluciones de la industria y las finanzas, cada hombre aspiraba a tener una María en casa y una Eva en la cama. La lucha entre ambos conceptos se tornaba siempre disfrazada. María como Theotocos en Giotto o Duccio di Buoninsegna, procedentes de la tradición iconográfica bizantina, no era una mujer cualquiera, era el trono de Dios. En La Virgen de las Rocas de Leonardo es una apaciguadora familiar. El Barroco de la Escuela Sevillana nos la pintó como una madre solícita. Pero Eva es siempre pecado. Desnuda corrompe al hombre en la Capilla Sixtina y se disfraza de Venus en Amor Sagrado, Amor Profano de Tiziano.
Entonces, ¿por qué dejó de aparecer Venus y las prostitutas cogieron su turno? Siempre ha habido putas, eso es indudable porque lo vemos en los frescos de Pompeya, las conocemos en los cuadros de Hans Holbeing y en Goya. Sin embargo, la Revolución Industrial lo cambió todo. La nueva sociedad emergente cambió sus estructuras morales para crear una nueva clase que necesitaba constituirse como una polis en mitad del sistema social: generar comunidad e identidad para rechazar lo ajeno. La sociedad victoriana de Inglaterra se constituyó bajo una moralidad estricta cuya finalidad era evitar la disensión interna y perpetuar así el modelo de transmisión del patrimonio familiar. Como suele pasar con los moralistas, no es más que inseguridad y miedo.
La prostitución comenzó así a ejercer un papel diferente. La mujer había visto elevado su imagen de elemento corruptor a niveles nunca vistos. Paradójicamente, era más fácil alcanzar ciertos niveles de libertades en las sociedades antiguas, especialmente en la romana, o incluso en determinados momentos y lugares de la Europa medieval. Piensen en las reinas de Castilla o la propia Inglaterra. La sociedad burguesa iba a estar impregnada de una fuerte misoginia que atribuía a la mujer la culpabilidad de cualquier corrupción matrimonial y familiar. Se le recluía, se le limitaba y se imponía un papel de comparsa en las acciones del marido. Porque el dinero, el capitalismo, permitió cosificar la sexualidad y la corrupción moral adyacente.
¿Había putas por las calles? Claro, era parte del paisaje habitual. Reputados médicos del XIX justificaban la práctica de la prostitución como un elemento de clase. El proletariado era vicioso por naturaleza, especialmente la mujer, por lo que su entrega a estas prácticas era normal. Se las veía como débiles mentalmente, propensas a un oficio que lo llevaban, según decían, en los genes. El doctor Parent-Duchâtelet escribió al respecto que la prostitución era necesaria para evitar los excesos en el ámbito social y familiar de la clase burguesa. El intercambio de una cantidad de dinero a cambio de algo tan pernicioso como el sexo (eso pensaban) permitía, al menos, eliminar de la ecuación la posibilidad de seducción: era casi un acto médico, una receta, un medicamento contra la posibilidad de exceso fuera de ese entorno lascivo y corrupto de las clases bajas.
“Es innegable que a veces se forma un fluido mucoso en los órganos internos y en la vagina durante el coito, pero esto sólo ocurre a las mujeres lascivas o a las que llevan una vida lujuriosa”, decían Lombroso y Ferrero en la Ree’s Cyclopaedia. Así que una mujer de clase burguesa no debía sentir placer ni parecerlo ya que hasta lubricar era propio de prostitutas. Secas y sin sexo. Desde luego estos sí que eran unos hombres que no amaban a sus mujeres. Aunque, como suele suceder en las sociedades profundamente misóginas, la mujer tenía tan asumido su papel que era la primera en perpetuar este modelo igual que hoy en día siguen siendo las mujeres de determinadas zonas del planeta las que defienden el uso del burka o la ablación del clítoris.
Es llamativo, además, que el sexo cosificado constituyera a efectos prácticos la única forma de relación entre la clase burguesa y el proletariado. El propio Balzac afirmaba que “el vicio establece una perpetua soldadura entre el rico y el pobre”. En Francia era habitual que los señores de clase alta tuvieran amantes a las que literalmente reclutaban de las fábricas (Corbin, “Les filles de noche. Misère sexuelle et prostitution aux 19e. et 20e. siècles”, París 1978). En ese mismo país se generó la figura de Baudelaire, que ha pasado por transgresor de su época cuando, en realidad, no era más que otro ejemplo más de la potencia que alcanzó la diferencia de clases. Para él, el amor no es más que una pérdida irreparable de inocencia, una corruptela, por lo que era normal sentir simpatía hacia la prostituta dado que procedía de un entorno proclive a la aventura y el desenfreno. Y, de esa simpatía, surgirá la necesidad del artista de la segunda mitad del XIX: vivir como una puta para vivir como un burgués.
La rápida expansión del nuevo modelo industrial, manifestado en una sociedad burguesa y proletaria en un marco de economía capital potenció por tanto la extensión de la prostitución. En el último cuarto de siglo ya es un tema común en cualquier manifestación artística. Aunque ya antes se habían representado, la prostitución aparecía como cuando aparecían delincuentes, camorristas, era una forma de ejemplificar lo que era antisocial. Si observamos el cuadro “Hallada” de Dante Gabriel Rossetti, encontramos cómo un joven trata de ayudar a una prostituta que se avergüenza de su condición. Intenta arrastrarla al carro donde un cordero se encuentra cubierto por una red. En Rossetti, prerrafaelita que admiraba los cuadros de tema moral de Hogarth, la puta está tratada al modo anterior, como una oveja descarriada, la que aparece de hecho en el cuadro, a la que hay que reconducir. El moralismo prerrafaelita es una tónica habitual pero la propia forma de vivir del grupo (se intercambiaban a sus mujeres) muestra ya una tendencia diferente.
La cosa empieza a cambiar cuando a Courbet se le ocurre poner al espectador por primera vez en una situación que solo habría admitido tener delante de una prostituta. Sí, claro que estoy pensando en “El origen del mundo”. Para situarnos en la realidad de su perspectiva, sólo podemos abordarlo si pensamos que estamos justo ahí, de rodillas, mirando frente a frente a una vagina. En ningún círculo burgués de la época, y probablemente en pocos en nuestros días, un hombre admitiría en público que ha contemplado la vagina de su mujer desde esa perspectiva. Sería reducirse él a instrumento de la lujuria ajena, al tiempo que pondría a su mujer en la situación de ser expuesta como mujer seductora, corruptora y de moral ligera. En cambio, con una puta…
La historia no se queda aquí. Se ha especulado mucho sobre quién podría haber sido la modelo de Courbet en el cuadro. Todo parece apuntar a que debe tratarse de Joanna Hiffernan, una irlandesa que aparece en un cuadro del mismo año 1866, “La siesta”, en el que no sabemos si son dos mujeres durmiendo o descansando tras haber tenido relaciones sexuales. Sin embargo, también se ha barajado la posibilidad de que fuera Marie-Anne Detourbay, futura Condesa de Loynes de quien Amaury-Duval nos dejó un precioso retrato. Había nacido en una familia pobre y numerosa de Reims, y su máximo activo para llegar a codearse con la alta sociedad era su belleza. En París fue “visitada”, entre otros, por Ernest Renan, Théophile Gautier, Lucien-Anatole Prévost-Paradol o Émile de Girardin. Casada por lo civil con el conde de Loynes, Victor Edgar, éste desapareció tras un viaje a América. La joven condesa se dedicó entonces a una serie de recepciones y fiestas en su casa que elevaron su prestigio al infinito, granjeándose las visitas de Clemenceau, Dumas hijo o Barrès.
Si la vagina de una mujer que nació proletaria sirvió para unir alta y baja sociedad a través del fino hilo del pincel de Courbet es algo que no sabemos a ciencia cierta. En cambio, sí sabemos del preciso instante en el que un pintor decidió golpear en la cara de aquella sociedad representando a una de esas mujeres que los maridos podían permitirse el lujo de desear sin tapujos. “El origen del mundo” había escandalizado más por la perspectiva y los cortes violentos que imponía la misma a brazos y piernas que por el tema en sí. Era la cosificación del cuerpo, la anulación de aquello que no era útil porque los miembros que un burgués podía permitirse adorar eran los de su esposa, mientras que la única vagina que podía poseer era la de una prostituta. Lo poseía en sentido literal, cosificado por el dinero, y eso era lo que mostraba Courbet. Ni siquiera es un cuadro que use el realismo habitual del propio pintor: la vulva aparece ligeramente difuminada, los contornos no son precisos, porque la intención no es mostrar un coño. Es hayamos pensado por un momento que podíamos tenerlo.
Del mismo modo, Manet escandalizó en “Olympia” más por disponer una mujer negra en el cuadro que por el tema en sí. Y sobre todo porque ya no hay disfraces. Ya no se llama “Venus” aunque todos sepan quién es la modelo. No es una maja desnuda aunque todos sepan que es la Duquesa de Alba como hizo Goya. Victorine Meurent es representada en el cuadro con los símbolos de la sexualidad, la orquídea afrodisíaca, un solo zapato de tacón que reafirme su desnudez como el lazo en el cuello. Y una mano posada sobre su vagina, tapándola, indicando que el cliente no ha pagado para verla (Cunningham, “Impresionistas”, Barcelona 2004). La modelo ignora el ramo que le trae una criada, un presente de un admirador, una situación en la que Manet les grita a los espectadores burgueses aquello que solían hacer.
Pero sobre todo hay algo en la “Olympia” que se vuelve irritante para el moralista: la destrucción del pasado histórico. Manet era conocido por beber de fuentes anteriores. Al utilizar gamas cromáticas de “La maja desnuda” pero sin matices volumétricos, contrastes altos, recursos figurativos propios de Velázquez, lo que hace es desacralizar el pasado. La línea que la burguesía había intentado crear como un sello identitario con el arte anterior queda diluida con el diálogo que establece Manet. Y eso molestó quizá más que todo.
Al fin y al cabo la postmodernidad empezó antes de la modernidad incluso. En el mismo instante en el que un pintor, en este caso Manet, comenzó la senda de la desacralización. Las ciudades iluminadas por lámparas de gas, y luego electricidad, arrojaban un mundo que ejemplificaría tiempo después Lang en “Metrópolis”. Una realidad artificiosa. Así, en “El desayuno sobre la hierba”, Manet coge el tema pintado por Tiziano del “Almuerzo campestre” y cambia diosas y tañedores de laúd (alegoría de la poesía) recordando la lección de Courbet: la importancia está en las formas, no en el tema. La luz algo plana, los colores con menos volumetría, la sensación fotográfica y mundana, recuerdan esa brusquedad de “El origen del mundo” y nos dicen que no es solo que la sexualidad se haya desprendido de toda magia, es que la realidad misma es objeto.
Sorprende quizá por ello que luego pintara con más delicadeza una cocotte, “Nana”, una suerte de escort de finales del XIX. Frente a Olympia, Nana no es una puta, es una meretriz, una cortesana. Es una mujer con la que no se intercambia simplemente dinero a cambio de sexo. Las prostitutas a las que la sociedad arrumbaba eran aquellas que significaban el avance progresivo e inevitable de la economía de mercado frente a aquellas cortesanas que encarnaban una economía de prestigio donde no se hablaba de cantidades sino de posibilidades. Nana es una cocotte, se mueve una jerarquía de prostitución diferente a las courtisanes, que están por encima, pero es superior a las joueuses, lionnes, empoisenneuses, amazones, filles du marbre, horizontales y mangeuse d’hombres, todas categorías dentro del negocio.
Por ese motivo, cuando nos fijamos en Felicien Rops no encontramos ningún tipo de mujer que recibe flores de admiradores como Olympia ni tiene cierta dignidad como Nana. Las putas de Rops son filles publiques que trabajan en “casas cerradas”. Son rameras de la calle, del puerto de Amberes, de burdeles de poca monta que Baudelaire, Rops y Guys visitaron con cierta frecuencia hacia 1894. En sus cuadros la alusión directa al oficio está presente en los carteles que anuncian habitaciones para una noche, en el aire desenvuelto de mujeres que enseñan tobillos en mitad de calles mal iluminadas. Es la prostituta del escalafón más bajo, la que se expone en cualquier parte. Titula un cuadro como “Indigencia” mientras vemos a una mujer exageradamente pintada, de forma casi agresiva que parece esperar a que su cuerpo sea asaltado. Al fin y al cabo, la cosificación de su propia sexualidad era ya algo asumido en esos momentos de final de siglo. En “Consejo de revisión” Rops representa directamente la inspección que la patrona del prostíbulo realiza sobre aspirantes a un tipo de puta, la fille soumise.
Tengamos en cuenta una cosa: representar estos temas se ha convertido el algo normal. Ya no se trata de una cuestión de excepción como en épocas pasadas. Pintar putas era ya un tema más frecuente que santas o mujeres de la nobleza porque el abaratamiento de las pinturas y los soportes permitió a los artistas reflejar más el mundo en el que se movían. El coste de pintar “Niños comiendo melón” solo podía ser asumido por Murillo con la finalidad de ser un cuadro de piedad, de caridad. Los artistas del último tercio del XIX y todos los que vinieron después se encontraron con una mayor libertad económica (la mayoría además venían de posiciones sociales desahogadas) para producir.
Ahí está el caso de Toulouse-Lautrec, de familia acomodada que visitaba con frecuencia los burdeles. Era ampliamente conocido en todos los burdeles que iban de la Rue des Moulins a la Rue d’Amboise, no solo por su cojera, su estatura y sus habilidades al pincel. El de pintar. Toulouse-Lautrec llegó a hacer vida en ellos, ayudaba a las prostitutas con su correspondencia, a la madame con la gestión del local, comía con el personal. Y por supuesto llegó a decorar el prostíbulo d’Amboise con unos paneles que representaban las pensionnaires, prostitutas que vivían allí mismo y estaban al servicio del local, como un internado tolerado por la administración local.
La aceptación de esta realidad era ya absoluta cuando Durand-Ruel visitó a Toulouse-Lautrec en el prostíbulo en el que vivía para organizarle una exposición y un libro de litografías que saldría a la venta bajo el título de “Elles”. En él aparece todo el repertorio de prostitutas del local: vestidas de primera comunión, de monjas, con kimonos, traje de noche, sin pantalón… Hay un aire de soledad en todas ellas, como si se tratase de un catálogo desapasionado. Porque, al fin y al cabo, no es más que eso, un muestrario tipológico de objetos, de mujeres cuya finalidad era única y exclusivamente intercambiar su sexo a cambio de dinero.
Toulouse-Lautrec, por su cercanía y porque más que cliente era amigo y vecino de ellas, es el pintor que nos ha dejado más obras de la cotidianeidad de las prostitutas. Revisiones médicas, los momentos de espera antes de que llegue tu turno con un cliente. En particular, “Sola” es quizá una forma de enfocar la prostitución que nunca antes se había dado y que habría que esperar hasta la fotografía moderna para ver ese punto de vista. Es solo un esbozo, ni siquiera un cuadro, en el que vemos a una mujer tumbada, ajena a nuestra presencia, que mira hacia arriba con los ojos perdidos en algún punto. Se lleva su mano al muslo, las piernas abiertas, en esa soledad melancólica que nos lleva a valorar que además de prostitutas son mujeres, seres humanos. Nunca antes se había atrevido ningún artista a mostrar esa dignidad. Eran seductoras en los frescos pompeyanos, corruptoras en la pintura medieval, disfrazadas de diosas en el Renacimiento o mujeres que recibían admiradores en Manet. Pero Toulouse-Lautrec nos dice en este esbozo “eh, al final no es más que eso, una mujer que se siente sola en lo que hace”.
Una paradójica dignidad iba a darle Picasso a la prostitución al convertir un cuadro con esta temática en el símbolo del Cubismo, a su vez símbolo de cierta ruptura estética con el pasado. “Las señoritas de Aviñón” fue primero titulado “El burdel filosófico” por Apollinaire, amigo de Picasso, que solía frecuentar el prostíbulo de la calle Aviñón en Barcelona, cercano a su casa. Dos de las prostitutas se cubren con máscaras de tipo africano, rodean un bodegón, y se muestran simplemente como modelos. No podemos saber a qué se dedican, solo sabemos que son mujeres desnudas porque en este caso lo que se ha cosificado es el arte mismo.
La sociedad burguesa que había propiciado este nuevo modelo de negocio para la prostitución, que había permitido que se convirtiera en tema del arte, iba a colapsar en dos guerras mundiales y un crack financiero. La pérdida de sentido de los valores burgueses tradicionales iba a volver a transformas las relaciones sexuales y las prostitutas no iban a ser ya un tema per se. Las putas de Modigliani en el París de Entreguerras ejercen una fuerza visual tremenda sobre el espectador por la melancolía de las formas frente a la seducción de los cuerpos.
Modí, como lo llamaban sus amigos Picasso, Cocteau o Brancusi era un consumidor de mujeres, en su más amplio concepto. La prostituta de Entreguerras es igual que una tendera, una panadera, una madre de familia, es solo un oficio más. No podía entenderlo de otra forma un artista cuya lista de amantes es como la de los tontos, infinita. Beatrice Hastings, Anna Ajmátova (estuvo con ella en la propia luna de miel de la poetisa casada con el poeta Gumilev), Simone Thiroux, Nina Hamnet, Lunia Czechowska, María Vassilieff, Burty Haviland… Las barreras de la corrección social hacían que la puta no fuera ya un recurso para contener los excesos como se recomendaba poco más de medio siglo antes. Ahora era un entretenimiento en mitad de noches de hachís y brandy. Las noches en las que Modigliani se veía inmerso desde que llegó a París.
De la normalidad a la que llegó en ese momento la prostitución no solo nos habla la pérdida progresiva de su presencia en la temática artística sino el hecho de que Modigliani, que había poseído en lienzo y cuerpo a una legión de mujeres, jamás pintó a Jeane Hébuterne desnuda. El desnudo era una mercadería, un objeto, una situación. La puta de “Desnudo mirando por encima de su hombro derecho” parece incómoda de ser observada. Pero al igual que en el “Gran desnudo rojo” o en el desnudo del Museo de Amberes, la descontextualización del entorno provoca que nos olvidemos que estamos ante una prostituta. Modigliani nos devuelve al mundo anterior, al disfraz, pero no con la intención de ocultarnos el oficio sino de decirnos como Toulouse-Lautrec que es solo una mujer.
Solo, una mujer.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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