Velázquez es un pintor muy conocido en lo formal pero extraordinariamente desconocido en lo que se refiere a su pensamiento estético. Julián Gállego en Velázquez en Sevilla expone perfectamente cómo el origen hipotéticamente de judío converso de los abuelos del pintor en Portugal podría estar relacionado con un cierto espíritu de introversión. Mostrar poco, no dejar evidencias de la forma de pensamiento, cifrar la propia vida. No le sería difícil teniendo en cuenta que, según las fuentes de la época, sobresalía en todo lo que estudiaba desde las matemáticas a la filosofía, hablando ya en su adolescencia latín, italiano y francés. Al observar la biblioteca que poseía a su muerte y viendo su formación, pensar que Velázquez era un “pintor realista” por su aspecto formal es un error de bulto (y frecuente).
Es importante tener en cuenta las aspiraciones de Velázquez por aspirar a cierta nobleza a través de la pintura. No es solamente por un posible origen “marrano”, sino también porque su formación la hace con Pacheco. En el Arte de la Pintura, Pacheco expone en su Libro Tercero una lista de emperadores, reyes, nobles, que ejercieron la pintura, ya que él mismo tenía un empeño en que se reconociera este arte como superior y diferente al resto.
En “Velázquez, monstre sérénissime”, Roger Wild expone una teoría interesante sobre el pintor sevillano. Al observar su forma de proceder, el inventario de los bienes acumulados en su vida, etc., Velázquez aparece como una personalidad discreta, de quien suelen destacar en su entorno su gran templanza y equilibrio. Este equilibrio, dice Wild, es lo que impresiona a Manet y a otros artistas de la modernidad. Para el propio Manet, Toulouse-Latrec o Cezanne, Velázquez era impresionante por el hecho de ser capaz de “serenar lo monstruoso”. Esto es, condensar en el equilibrio una escena trágica como en La fábula de Minerva y Aracné o La fragua de Vulcano.
Retratar lo monstruoso había sido una prerrogativa del Romanticismo como mostraron Polidori (El Vampiro) o Mary Shelley (Frankenstein) y ya anunció el primer pintor romántico español, Goya, en sus grabados y en las pinturas negras. Pero en la Vanguardia Histórica comienza a verse a Velázquez como un mensaje encriptado que hay que descifrar. Manet lo intenta varias veces, por ejemplo en su Torero muerto donde usa un espacio neutro al estilo velazqueño creando la sensación de tener delante a un retrato habitual del pintor barroco pero con el personaje muerto. La tragedia fuera de su jaula.
Para Dolores Jiménez-Blanco (“Picasso y la historia. El caso de Las Meninas”), la obra de Velázquez sirvió en Picasso para crear un discurso estético-filosófico de gran complejidad. Las Meninas es un cuadro de una construcción sumamente compleja. El escenario está configurado en función del espectador. Picasso, al reelaborarlo, está concibiendo la obra como una propia alegoría del mensaje de Velázquez: es el espectador contemporáneo el que, al situarse en un tiempo diferente, no puede evitar contemplar la obra desde la perspectiva del presente por lo que la obra ya no puede ser barroca ni siquiera en el caso del original de Velázquez porque quien la observa ya no vive en esa época. “Así –dice Jiménez-Blanco- el observador se ha convertido en observado, el presente en historia, el intérprete en maestro.” Al hacerlo, Picasso revela elementos “ocultos” en el cuadro como la manipulación de la perspectiva y hasta un cierto sentido del humor.
En cuanto a la influencia en Bacon y el Inocencio X ¿existe alguna diferencia entre la intención de Velázquez y la de Bacon? Decir “intención” tiene, valga la redundancia, intención. Técnicamente sabemos que hay diferencias, es obvio, partiendo de la base de que el primero tuvo al modelo a la vista y el segundo no. ¿O sí? Si tenemos en cuenta la intención de Velázquez, que no era la de representar lo que se ha sido y se será (la representación idealizada y con ella de un instante eterno) sino de aquello que se está siendo (y por tanto deja de ser en el mismo instante), Bacon tenía ante sí la posibilidad de hacer lo propio: representar aquello que está ausente.
La ausencia en el caso de Bacon ya no es la idea porque su era ya no es la de los modelos mentales neoplatónicos sino la de la carne. El existencialismo comienza a diluirse en los teoremas de la filosofía postmodernista y, como afirma Deleuze, los artistas como Bacon vuelven su mirada hacia la confrontación de lo material inorgánico, de la máquina, frente a lo material orgánico del ser humano. El grito en la versión de Bacon es la parte muerta de Velázquez dentro de la caja de Schrödinger. Un grito bruto, espeso, donde la figura queda relegada a una materia de tinieblas, prisionero en una jaula de líneas amarillas que expanden al mismo tiempo que contienen. Porque el grito es lo que lo vacía y lo lleva al punto donde coinciden ambos artistas: la no-existencia. Al eliminar la representación realista de la carne, Bacon permite que sea visible aquello que no puede verse, hace audible lo insonoro y transforma el modo de representar de Velázquez para traer a la percepción del espectador exactamente lo mismo que pretendía el pintor sevillano. La muerte, la vanitas, la tragedia, se materializan en la versión barroca en el instante congelado y en la versión de Bacon en la desagregación de la materia.
Nadie como Velázquez para ejecutar tal atrevimiento. Su cultura está impregnada de la idea de un mundo fugaz. Esas representaciones de la vanitas se centraban en calaveras, gusanos, libros y conocimientos que se pierden. Él, en cambio, lo muestra al dar presencia al tiempo ausente, el presente, como demostración de que transcurre. Bacon lo lleva a cabo a través de la desagregación de su poder. Un hombre poderoso, capaz de regir los destinos de la fe de miles de millones de personas reducido a su jaula material. ¿Qué atormentaba a Bacon en la imagen del Papa? Algunos críticos creen que la destrucción, como deja ver Bataille, de la estructura hetero-patriarcal de la sociedad. Una voladura lenta, descontrolada pero muy violenta fruto del modelo previo a las Guerras Mundiales y acababa con la disolución de la guerra heroica. En esa jaula encierra Bacon a lo grotesco, al horror, a las estructuras culturales que habían llevado a su mundo a ese punto.
Bacon entiende la pintura de Velázquez, según él mismo dice, como enjaulada, necesitada de ser rescatada. Observa el equilibrio de su pintura en mitad de una era de profunda decadencia y entiende que debe mostrar lo que Velázquez quiere decir. El mundo de Bacon se queda encerrado en una prisión donde lo que se hace presencia es la ausencia de esperanza. Lo único que queda, en palabras del propio Bacon, es tener esperanza en que traer como presencia la sensación como tal, ya que la sensación según él es un síntoma de vida. La única forma, a veces, de saber si dentro de la caja estamos vivos o muertos.
Las Meninas es el cuadro, en cualquier caso, clave para entender que Velázquez “enjaulaba” o cifraba sus pensamientos y reflexiones como bien dice Emily Umberger (“Velázquez and Naturalism II: Interpreting «Las Meninas»). La composición contiene figuras de 2 y 3 ámbitos: dos aposentadores, dos meninas, dos enanos, dos acompañantes y la pareja real; al mismo tiempo, encontramos 3 miembros de la nobleza (las dos meninas y la princesa) en contraste con 3 personajes de entretenimiento en la Corte (los dos enanos y el perro), e incluso los dos aposentadores, Velázquez a la izquierda y José Nieto a la derecha que están a la misma distancia de la familia real en el centro y por tanto conforman dos grupos de tres si los consideramos por separado. No es descabellado teniendo en cuenta la rivalidad dentro de palacio entre el pintor y el chambelán de la reina, mostrando así la tensión entre ambos por tener el favor real.
En contraste, las cabezas de las tres hembras en primer plano están ubicadas (en diferentes niveles) a la derecha del trío inferior de marcos de puertas y espejo. Por lo tanto, a medida que el ojo se mueve de la pared de fondo a las figuras en primer plano, el punto focal de la composición cambia del espejo entre las dos puertas (y sus figuras masculinas asociadas) a la princesa entre las dos meninas.
A la complejidad de la composición se suma el hecho de que el espejo y la puerta derecha forman un par dentro del grupo de tres marcos inferiores, debido a su luminosidad y la escala similar de las figuras que contienen, en contraste con la oscuridad de la puerta cerrada a la izquierda y detrás de Velázquez. Además, la superficie del espejo y el área brillante de la puerta son del mismo tamaño y nivel, y ambas tienen cortinas cubiertas por un lado. Sin embargo, las imágenes fantasmales del rey y la reina que emergen de un fondo oscuro contrastan con la silueta oscura de Nieto contra la luz brillante. De hecho, existe una tensión entre estas dos áreas. El espejo está centrado en la pared posterior, pero el ojo se desvía hacia la puerta por el punto de fuga de las líneas de la arquitectura ubicadas detrás de su figura cercana, Nieto, así como por la luz más brillante del fondo. Por lo tanto, el foco de la composición cambia, según las pistas que el espectador elige en un momento particular, entre tres puntos en un triángulo,
La cuestión, sin embargo, es ¿quién está viendo el cuadro? Hay varias teorías al respecto aunque en general las de Kubler, Moffit o el mismísimo Antonio Palomino. Para Kubler el espejo del fondo no puede tratarse del reflejo directo de Felipe IV y su esposa Margarita Teresa de Austria porque la perspectiva lo impide. Moffitt sugiere que si el espectador se para a la derecha del espejo y enfrente de Nieto, como lo exige la ubicación del punto de fuga, está viendo la escena a través de una puerta en el extremo opuesto de la habitación (como se revela en el plano del palacio), desde este punto de vista, el espejo refleja lo que está en el mismo ángulo a su izquierda, es decir, debe reflejar una parte del lienzo sobre el que pinta Velázquez. Como señala Moffitt, esto es lo que dice Palomino de la imagen del espejo. Si el espectador está más alejado del espejo que el lienzo (como él está aquí), la parte del lienzo visible en el espejo se magnifica para que los retratos de busto de los monarcas ocupen su extensión. Es muy probable que el espejo refleje por tanto el lienzo que está pintando Velázquez y no a los propios monarcas.
Esto llevó a Jonathan Brown a establecer que el cuadro está pensado desde la perspectiva de que el observador es Felipe IV. Es decir, en el cuadro aparece el reflejo de su retrato en el lienzo que Velázquez pinta de espaldas, pero la perspectiva nos permite introducir al “verdadero” Felipe IV en él como figura ausente. Los tapices al fondo nos dan la clave de porqué sucede así. Se trata de dos representaciones de Rubens de los mitos de Minerva y Aracné por un lado y Apolo y Marsias por otro. Es decir, competiciones entre dioses y seres humanos por dilucidar la supremacía de lo divino frente a lo terreno. No hay que olvidar que Minerva (Atenea) es la diosa protectora de las artes liberales mientras que el duelo entre Apolo y Marsias constituye otro enfrentamiento por dilucidar la auténtica Belleza.
El cuadro, por tanto, comienza a mostrarse ante nosotros como un debate y una respuesta rebelde: mostrar la nobleza del arte de la pintura. Velázquez no está pintando La familia de Felipe IV, está reivindicando su propia condición y recreando una historia que contaba esta cuestión en forma de fábula. Velázquez conocía bien la historia de Alejandro Magno, Antígono y el pintor Apeles que narra Plinio en su Historia Natural (Libro XXV:90) ya que su maestro y suegro Pacheco la recogía en su obra El arte de la pintura. La historia cuenta cómo el pintor Apeles fue capaz de pintar al tuerto rey Antígono sin obviar su defecto físico pero sin resaltarlo, en un gesto de ser auténtico al mismo tiempo que era discreto y prudente.
En las mismas fechas que Velázquez pintó Las meninas, Calderón de la Barca (muy cercano también a Felipe IV y al propio artista sevillano) escribió Darlo todo y no dar nada. En su obra, Calderón realiza el mismo ejercicio que Velázquez, tratando de asimilar poesía y pintura y elevándolas a artes “de la Verdad”. Tanto es así que incluso algunas de las escenas se asemejan muchísimo a lo que el propio Velázquez pintó en su cuadro. Calderón desgrana en su obra una idea: la dificultad para dar respuestas adecuadas y sinceras a aquellos que ostentan el poder. El decorum que emplea Apeles en su obra es la verdad y prudencia que Pacheco aconsejaba tener a la hora de efectuar los retratos de la realeza. No obviar la verdad ni tampoco escupirla a la cara, como tan bien se observa en el Retrato de Inocencio X.
En Las meninas, el rey está en el estudio del pintor, observando cómo realiza un retrato real. Hay alusiones a la retratística en el espejo, a la competición artística en las copias de cuadros de Rubens del fondo y sobre todo una composición manifiestamente teatral en los gestos, las acciones y los implícitos mensajes según los agrupamientos de personajes como se ha visto. No hay que olvidar además que a pintor de corte se llegaba por el favor real, por lo que la alusión al mito de Apolo y Marsias se hace más elocuente: en el mito un rey, Midas, elige al artista terrenal y es castigado por el dios. Habla, por tanto, del juicio de un rey al elegir a un artista como eligió en este caso Felipe IV a Velázquez para el cargo de aposentador de palacio un año antes del estreno de Darlo todo de Calderón. Cargo para el cual se había postulado José Nieto, en el extremo del cuadro, alejándose, equidistante del retrato real. Igualmente, en la otra pintura del fondo aparece Aracné, que ganó con justicia a Minerva (a diferencia de Marsias), pero que fue castigada por ejecutar su obra con un “exceso de verdad”. Es decir, ambos cuadros del fondo nos permiten descifrar el mensaje de Velázquez: pintarlo todo y no pintar nada.
Y es que el Velázquez de Las meninas, al igual que el Calderón de Darlo todo se revelan a mediados del siglo XVII como artistas plenamente barrocos. Al fin, como dice Maravall, han asumido realmente lo que supone la época: la Verdad contenida; no es el exceso, ni la abundancia, ni los gestos dramáticos como muchas veces se le ha presupuesto al Barroco, sino la humildad, la contención, la realidad sin ser demasiado evidente. Velázquez es el pintor que llega al mayor grado de comprensión de la filosofía de su época. Con Las meninas, como dice Elliot, Velázquez está retratando a un hombre débil, derrotado y desilusionado pero con su plena majestad. No lo idealiza pero tampoco lo hunde en la miseria.
En la obra de Calderón, la pintura sirve de reflejo de un alma que sufre, por lo que la pintura de Apeles sirve de consejo, de advertencia, sin caer en el insulto. El Felipe IV posterior a la Guerra de los Treinta Años (1648), según nos dice Eliott y otros autores, siente que sus pecados de juventud (la promiscuidad sexual fundamentalmente) han sido castigados con el declive de su monarquía. Empezó a pedir a sus consejeros y ministros que le hablaran con sinceridad, y es justamente lo que hacen Velázquez y Calderón. Tanto Darlo todo como Las meninas constituyen una forma de establecer el marco de una nueva era en la Corte en la que el propio monarca hizo un acto de contrición y admonición desde el momento en el que adquirió nuevo matrimonio apenas un año después de la Paz de Westfalia. De hecho, el cuadro de Velázquez usa una composición de retrato matrimonial con una técnica similar a la del Matrimonio Arnolfini que sin duda conocía al encontrarse en las Colecciones Reales.
En definitiva, hay una jaula, una carne en las obras de Velázquez (darlo todo) que envuelve algo que se nos revela con prudencia, un alma (no dar nada) que no es que esté escondida, es que se encuentra codificada. Esa tensión era evidente a los ojos de la pintura de vanguardia, que buscó una ruptura con el pasado tratando de no romper nada.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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