Señala Eugenio Trías[1] que el dolor, el sufrimiento, la miseria, en definitiva cualquier situación nefasta propia, se contrapesa mediante la proyección en la imagen de otro. Tal vez en ningún sitio del XVIII español como en Sevilla podrían haberse dado estas necesidades de imágenes exageradas y dolientes cuya contracarga de sufrimiento supongan un refugio placentero para el espíritu del habitante de una ciudad sumida en la decadencia tras poco más de un siglo de preponderancia.
Si el estilo de Montes de Oca, lo apolíneo, y el de Hita del Castillo o Duque Cornejo, lo dionisiaco, pudieron darse prácticamente de forma simultánea en el mismo espacio y con buena expectativa de demanda, es porque esa siniestralidad del horror ajeno como ausencia, que el espectador reciba el mensaje de sufrimiento ajeno pero sólo le sea sugerido. En este sentido, podría argumentarse no sin razón que la escuela castellana de Gregorio Hernández lleva ventaja, pero en ello se debe cuestionar que en el área andaluza habría tenido escaso éxito, ya que no se adapta a la percepción natural de nuestra tierra.
Desde época grecorromana lo bello implica armonía y justa proporción, y esto deriva de la concepción platónica y neoplatónica (ya en el siglo IV a. C. ya en el XVI) por la cual lo bello es a su vez una simplificación espiritual y luminosa teniendo implícitos limites formales. Su unidad se opone a las estéticas del XVIII al rechazar en lo bello todo lo que implique o sugiera desproporción, desorden, brusquedad, puesto que lo imperfecto y lo infinito en tanto que inabarcable y por ende falso, es lo mismo.
Por ello resulta tan complejo analizar estéticamente la figura de Montes de Oca. En primer lugar, hay que tener en cuenta que la teología judeo-cristiana abrió el campo de la reflexión sobre el infinito positivo, es decir, cómo la agitación y la desmesura pueden convertirse en elementos de categoría ontológica y epistemológica llegando en este XVIII a subvertir por completo sensibilidad y gusto. En este sentido, por tanto, las pretensiones del escultor sevillano de no caer en una supuesta falta de religiosidad son vanas.
Es cierto que el exceso en la forma, el regusto en el virtuosismo de la gubia y el efectismo en lugar de la espiritualidad contenida pudieran parecer menos profundos, más llenos de superficialidad si se quiere, pero en realidad encierran un trasvase del espíritu religioso (lo trascendente al fin y al cabo) de lo bello a lo sublime en tanto que este sentimiento puede llegar a ser despertado por elementos considerados faltos de forma, desmesurados, espectacularmente sorpresivos.
De este modo, una sociedad tan fuertemente inserta en la decadencia difícilmente puede obtener respuesta consabida en las formas de lo clásico, y por ello tanto Montes de Oca como los neoclásicos tuvieron que dar salida a un barroco de corte clasicista, no al elemento de lo clásico en sí mismo. Cierto es que este escultor empleó en pleno siglo XVIII los preceptos estilísticos de Martínez Montañés y Juan de Mesa, como puede observarse en el Jesús Cansado o sin soga (1732) de la Iglesia de Santa Bárbara de Écija en el cual «destacan la dramática expresión de su rostro, el virtuosista modelado de su cuello y la postura enhiesta de su cuerpo».[2] Esta figura de hecho posee un característico contraposto mesurado en cuanto al soporte estoico del dolor y la corpulencia anatómica muy rítmica.
Del mismo modo que la Virgen de la Soledad de la Iglesia de Nuestra Señora de la Victoria de Morón de la Frontera de Blas Molner será un antecedente aún en los últimos decenios del XVIII de la futura obra clasicista del autor, con una figura de rostro ovalado y un fuerte clasicismo en los perfiles, aunque la posición de los miembros le confiera una gran fuerza equilibrada y un sentido natural y simétrico.[3]
Con la agitación en cambio se produce en el sujeto la percepción de algo grandioso que lo supera por informe y caótico, el espectáculo de ello le provoca un dolor suspendido (algo muy propio del Barroco en el cual eran frecuentes las imágenes de éxtasis y ascensión celestial) ya que ante el Nazareno o el Crucificado el devoto se siente pequeño e insignificante, pero inmediatamente esa angustia se proyecta y el sujeto se siente moralmente (en tanto que ánimo) superior a la imagen recibida, adquiere Razón y ésta se opone a lo infinito que es el Dios visto en la obra. Así, el simple trozo de madera tallado pasa a convertirse en objeto físico infinito. Evidentemente es un sustrato para el romanticismo decimonónico que tendrá una mayor demanda que el neoclasicismo atemperado que hemos mencionado para Molner.
De este modo, el barroco del XVIII se nos presenta estéticamente bajo la fuerza de lo siniestro como límite de lo formal, presentado en ausencia como algo familiar, sugiere sin enseñar, es en sí mostrar como real un elemento que se revela ficción. No es la crudeza, la escuela sevillana, de otros ámbitos del barroco hispano (incluyendo el hispanoamericano), sino la presunción de lo siniestro lo que marca su fuerza, su vitalidad. No se reprime el mostrar lo grave del dolor pero no se revela como real sino como proyección ajena.
Así, como intuía Montes de Oca, el arte abigarrado y virtuosista se transforma en fetichismo por la forma, el gusto por el vértigo de la posición del sujeto que está a punto de ser lo que no puede, ni debe, ser visto. Algo así como si se nos situase justo antes de una revelación que no llega porque no puede llegar. De ahí que no se pueda acabar del todo la obra (desde el recurso al non finito) dejando algunos perfiles desdibujados como veremos en la obra de Hita del Castillo y se hace de ese instante un espacio de devoción reflexiva durante el tiempo de duración de la ficción.
Hay que tener en cuenta que la estética occidental hasta el último tercio del siglo XVIII supone un constante avance por conquistar en cuanto placer las parcelas que tradicionalmente se venían asociando a la sensibilidad del desasosiego y lo horrible. Así, un progreso a veces se mide por la capacidad de mostrar lo doloroso del placer. Esta asimilación se produjo en el mundo moderno en tres fases, la inclusión del infinito como fundamento formal constructivo donde la obra está limitada (esto es durante el Renacimiento), luego el infinito escenificado y representado como tema fundamental (en el Barroco) y finalmente la modificación de lo sensible mediante exceso y sublimación (la etapa final del Barroco).
La distorsión entre función y forma ha atribuido tradicionalmente al arte tardobarroco del XVIII una categoría de irracional frente al renacentista o de comienzos del XVII. Por ello, la corriente en la cual encontramos a Hita se ha venido contraponiendo a la clasicista de Montes de Oca, supuesto transmisor de esos modelos hasta el punto de ser aceptado por José Gestoso, por encima de sus coetáneos. La disociación entre diseño objetivo e impresión subjetiva[4] en el fondo no constituyen elementos de lo irracional más que en la apariencia. En el fondo es aún más racionalista ya que ha escindido la percepción de lo real entre la razón y la sinrazón, lo real en lo racional-tangible y lo sensible.
Con el barroco, se tiene consciencia plena que tras la ficción y el engaño de lo sensible se encuentra la res extensa, Dios, y por tanto constituye una «prueba epistemológica de gran estilo acerca de la no fiabilidad de la vista».[5] De ahí surge una preeminencia de la línea diagonal o en espiral en cuadros bóvedas o esculturas que permite la connotación de lo invisible, aquello que no se presenta mediante la representación, ya que se engaña al ojo y es la reflexión / Proyección lo que añade lo que en apariencia falta.
El arte barroco va a pretender comunicarnos que la sensación de lo visible se encuentra presidida por una envoltura de lo invisible, esto es, directamente una aplicación de Ignacio de Loyola y Giordano Bruno, que Dios se manifiesta en todas las cosas en tanto que invisible / infinito, manifestado artísticamente en el contrapunto, en el naturalismo y en la toma de lo instantáneo en lo cual el sujeto añade todo lo que hay antes y después. Por ello, conforme evolucione el barroco, la sensación de haber capturado justo el momento aumentará sensiblemente. Es lo que separa por ejemplo la meditación atemporal del Cristo de la Clemencia de Montañés del Cristo de la Expiración de Ruiz Gijón. Por decirlo de algún modo, sabemos que la escena continua.
Esta percepción de querer trascender el marco será lo que mueva a Jerónimo Balbás en el Retablo del Sagrario de la Catedral de Sevilla, la pretensión de crear la Gesammtkuntswerk (obra de arte total) material y concreta. De ahí derivará un sentido de la escultura cada vez más evanescente, más confundido el ornamento con la figura, y junto a ello el momento extático de vivir muriendo y morir viviendo tal como exponía la propia Santa Teresa de Jesús.
El clasicismo montañesino recuperado por Montes de Oca hunde sus nociones en un concepto abstracto y muy concreto del espacio, entendiendo por abstracto un espacio regido por la inteligencia en aplicación de la idea-número, y por concreto la plasmación de esas referencias mentales. El espacio se liga indisolublemente a la sustancia, que se manifestaba en las creaciones dentro de un ámbito de percepción no sensual, es decir, cada figura está perfectamente definida en su propia circunstancia.
La unificación visual que poseen las figuras tanto del primer barroco escultórico sevillano como en Montes de Oca surge en virtud de la emergencia de privilegio en el cual confluyen los diferentes puntos de referencia. Por el contrario, el pleno barroco sustituirá y multiplicará hasta crear una regresión por la cual es el sujeto el que se siente mirado o inmerso en la acción expresada. El espacio, así visto, pierde su referencia respecto del hombre que no es ya un elemento preciso sino participativo en un todo.
Esta cuestión de la pérdida de privilegio visual tiene mucho que ver con la necesidad religiosa de someter al devoto mediante la sensación de pertenecer a un todo y no ser, como en el clasicismo apolíneo, centro de ese proceso. Así, se siente arrastrado a una infinitud con la experiencia de lo divino, y ante esto el tiempo deja de ser la medida del movimiento escindiéndose el cambio cualitativo del cuantitativo. Se unifican así las percepciones espaciales y temporales.
Sin embargo, buena parte de los escultores del XVIII sevillano se mostraron incapaces de asumir la armonía barroca entre movimiento y reposo. Con ciertas figuras como el San Cristóbal o el San Miguel de Hita del Castillo, uno tiene la sensación de unidad rota, de invitación a un camino de curvas, contrapostos y virtuosismos exagerados en los gestos y en las manos que no llevan a nada al carecer de modulación y cadencia. En parte, podemos achacar a la falta de formación intelectual de algunos de estos autores más allá del mero manejo de la gubia.
Así, Jerónimo Roldán, nieto de Pedro Roldán, al realizar la escultura de Nuestra Señora del Rosario en la Capilla de los Humeros en 1761 muestra un rostro ancho, enmarcado en una frondosa melena con un mechón muy grueso sobre el hombro derecho. Para acentuar su populismo, el escultor dotó a la talla de una profunda dulzura marcada por sus rasgos infantiles. La figura resulta cercana sin duda, pero en un tono que estéticamente roza la sensación de alta carga emocional capaz de desbordar. Resulta contraria al Crucificado de la Paz en esta misma capilla cuya anatomía es mucho más armoniosa y equilibrada, carente del dramatismo efectista y resuelto con una gran sagacidad compositiva.[6]
Aún así detectamos en este tipo de creaciones un resurgimiento de la vida (o lo vital como salvación) con toda su fuerza, en tanto que horror efectivo, con la corrupción de los cuerpos escarnecidos, con la muerte y de nuevo otra vida resucitada, el más allá prometido. Al escultor le sigue preocupado en el tránsito piadoso, lleno de agonía y de metamorfosis. El barroco no sustantiva por ello la vida o la muerte, sino que la sublima.
Esta religión de lo sublime fue expresada en el difundido Pseudo Longinos, empleando frases como «una retórica que induzca a los oyentes no sólo a la persuasión, sino al éxtasis [para] elevar nuestras almas a las más altas cimas [mediante] más altas y más bellas formas de expresión».[7]
En el fondo de la cuestión se encuentra una corriente antiaristotélica en la que el mismo Pseudo Longinos participa, en tanto que rechazo de las interpretaciones que de él dan los racionalistas italianos del XVI. De este modo la contraposición de un neoplatonismo quattrocentista con el aristotelismo de la centuria posterior no acaba por consumar en continuidad en el siglo XVII y es en el XVIII cuando la ruptura se hace patente dando lugar a nuevos planteamientos que inician un grave cambio en las artes.
El siglo XVIII se caracteriza en cuanto a pensamiento por una progresiva asunción de un nuevo marco que surge en respuesta a la categorización enfrentada entre clásico y anteclásico (entendido como falto de orden, claridad y serenidad). Esta nueva disposición será permeabilizada al conjunto social de manera que el tardobarroco europeo, que en Sevilla es prácticamente pleno barroco, expresa el inicio de la posibilidad de representación de lo no-clásico como referente valedero.
Burke ya expresó por ejemplo que uno de los recursos artísticos de la sublimidad es el no acabamiento, noción vinculada tanto a la no perfecta conclusión de los volúmenes como a cierta confusión constatable en la obra de muchos escultores diocechescos frente a la perfección de lo clásico. Al mismo tiempo lo sublime permite un proceso por el cual lo que tradicionalmente se entiende por pintoresco puede resultar sublime, pero no al revés, ya que éste incluye el por Pseudo Longinos llamado terror, y que nosotros, para desafectarlo de la posible confusión con la traducción griega, entenderemos como percepción de la grandeza de lo natural oculto al entendimiento y perceptible por la emoción.
La expresión del dolor adquiere artísticamente una evocación de placer (como forma de no-placer) y como tal se convierte en elemento de lo pintoresco. Al asimilarse con lo sublime adquiere plena justificación filosófica y con ella la aceptación en la representación. Así, el dolor expresado en los mártires de Hita del Castillo como en su conjunto de Santas Justa y Rufina, se convierte con su sencillez en una sublimación de las virtudes que poseen, heroizando su aspecto cercano al pueblo y convirtiéndolas en vinculantes de lo humano con lo divino.
Burke afirma que «cuando el peligro y el dolor se nos presentan demasiado próximos son incapaces de provocarnos ningún placer y son, simplemente, terribles; pero vistos a cierta distancia y con pequeñas modificaciones pueden ser, y son, agradables»[8]
No obstante, hay que considerar que la estética del barroco diocechesco sevillano viró a mediados de siglo a favor de representaciones de lo sublime. Se gustó más del adocenamiento, de la dulzura en la primera etapa siguiendo y llevando un punto más allá las imágenes preestablecidas y consolidadas por Murillo y Zurbarán (en cuanto al modelo de Inmaculada) y ello ubicó a la perfección el clasicismo de Montes de Oca. En cambio, hacia 1730 comienza a experimentarse un cambio en el cual el rigor y la fuerza del movimiento a veces brusco se hace notar sobremanera. Al respecto, Kant opina que el sentimiento de lo sublime «no se pude unir al encanto, ya que el espíritu no sólo es atraído por el objeto sino sucesivamente atraído, y rechazado, el placer de lo sublime no sólo es una satisfacción positiva sino que sobre todo contiene admiración y respeto».[9]
La problemática aristotélica antes mencionada contribuyó en buena medida a una nueva exigencia estética caracterizada por el cansancio del clasicismo, de lo aséptico como forma, reducido esto a placentero. En cambio, los escultores sevillanos optaron por la ausencia de clasicismo en sus representaciones plácidas ya que su fin no era precisamente este placer, empleando así el placer como fórmula de expresión, como medio, pero no como fin.
En lo sublime natural, al presentarse como una cuestión de ocultación de la imagen y su revelación procesual, adquiere un valor fundamental tanto el manejo de las luces y sombras como de las proyecciones en escorzo de los elementos anatómicos que permiten adivinar más que contemplar gestos y actitudes como acontece en el conjunto del San Miguel de Hita del Castillo. Por ello, al movimiento a veces exagerado se une una pretensión por lograr una notable distancia visual, diseccionando la globalidad de la obra en elementos nuevos que por sí solos pueden actuar como una propiedad, de manera que, al reunirse, consuman una imagen única caracterizada por este juego lumínico.
La luz es el recurso de lo claro y evidente, por tanto de lo bello, pero al contrastarse con la sombra adquiere la posibilidad de la imaginación por contraprestación suscitada, y al tiempo la sombra permite en su dimensión religiosa que seamos conscientes de la luz y por tanto de todo aquello a lo cual vaya asociado, un rostro, un símbolo parlante o cualquier manifestación de lo divino.
Aarón Reyes (@tyndaro)
[1] TRÍAS, Eugenio. Lo bello y lo siniestro. Barcelona: Ariel, 1982. Pag. 14.
[2] GARCÍA DE LA CONCHA DELGADO, Federico, RODA PEÑA, José y SÁNCHEZ HERRERO, José. Nazarenos de Sevilla. Sevilla: Tartessos, 1997, Tomo I. Pag. 79.
[3] GONZÁLEZ GÓMEZ, Juan Miguel. Nueva aportación a la obra escultórica de Blas Molner. La Virgen de la Soledad de Morón de la Frontera. Revista del Laboratorio de Arte. Sevilla: 1993, nº 6. Pag. 189-200.
[4] TRÍAS, Eugenio. Lo bello… op.cit. Pag. 168.
[5] TRÍAS, Eugenio. Lo bello… op.cit. Pag. 179.
[6] RODA PEÑA, José. Aportación a la obra del escultor sevillano Jerónimo Roldán. Revista del Laboratorio de Arte. Sevilla: 1994, nº 7. Pag. 161-178.
[7] ASSUNTO, Rosario. Naturaleza y razón…op.cit. Pag. 46.
[8] BURKE, E. A Philosophical enquiry. Part. I Sect. VII pag. 40.
[9] KANT, Immanuelle. Crítica del juicio. Madrid: Espasa Calpe, 1971. Pag. 23.
Leave A Comment