En Sevilla, guarda su Alcázar universal, a orillas del Salón de los Embajadores del Palacio del rey don Pedro, entre los jardines viejos del recinto, que atesoran en su serena y deliciosa belleza renacentista toda la luminosidad del Mediodía, el único tributo de la ciudad al que fue su gobernante más devoto. Una columna de mármol blanco, entre arriates y junto a un muro divisorio tapizado de verdura en el jardín de la Galera, al que se accede descendiendo desde el Salón de los Embajadores, constituye con su inscripción el pulcro y despreocupado recuerdo de Sevilla a al-Mu´tamid. Sevilla, tan pasional como indolente, con su claror deslumbrante a modo de trampantojo de un alma tornadiza, y sus noches de plata bajo la luna llena cuando resuenan los ecos de las casidas andalusíes en las noches flamencas de la Alameda; Sevilla risueña y voluble como una cortesana caprichosa y veleta, con su hermosura celeste y su vagar somnoliento y ensoñador, perla de civilizaciones y esencia cándida, dionisíaca y embriagadora; Sevilla, en definitiva, espejo de su rey poeta, quien descubrió su reflejo en la misma ciudad, a modo de Guadalquivir como azogue del universo en noche sin Luna y centro mismo de la Creación. No es difícil desde ese rincón de los jardines viejos del Alcázar, cuando el tiempo reposa y dormita hechizado entre fuentes y sombra fresca, o en un atardecer de verano cualquiera, evocar aquella Sevilla de los abadíes a la que al-Mu´tamid regresó en 1060, con apenas veinte años, recién nombrado heredero del trono de su padre.

El príncipe y la ciudad

Nacido en el Algarve portugués (1039) y crecido en los palacios abadíes del Alcázar sevillano, de los que apenas se conserva el Patio del Yeso, al-Mu´tamid fue nombrado por su padre, con apenas doce años, gobernador de las tierras en las que vio la luz, en donde se entregó al vino y al placer literario, cultural, amoroso y sexual, asesorado por cortesanos y maestros como Ibn Ammar, figura esencial en su devenir vital.

Pero aquel año 1060 sería clave para Muhammad Ibn ‘Abbad al-Mu‘tamid. Su familia, la abadí, medró en los años difíciles de la descomposición del califato cordobés, mediante una hábil maniobra política, la de, presuntamente, mantener como rehén al verdadero califa, el pusilánime Hisham II, títere de Almanzor en sus años de gloria, y que había tenido que huir de una Córdoba sumida en el caos, en medio de las sangrientas luchas intestinas por el poder. La hábil maniobra se revela como delirante cuando la historiografía se decanta por el hecho de que el presunto Hisham II era en realidad un doble, aunque lo cierto es que resultó, y ante la ausencia de un poder efectivo en Córdoba, los abadíes gobernaron Sevilla de manera autónoma.

Sevilla, siempre a la sombra de Córdoba en periodo Omeya, había sido instituida, sin embargo, primera capital de al-Ándalus por Musa Ibn Nusayr en 713, tras la conquista musulmana del reino visigodo de Toledo, siendo Abd al Aziz, hijo de Musa, el primer gobernador. Pero la libertad de maniobra de Musa, que actuó al margen del califa de Damasco, y el prestigio de Córdoba, antigua capital de la Bética romana, desencadenaron el asesinato de Abd al Aziz y el traslado de la capitalidad. Desde entonces, Sevilla, no menos bella y orgullosa, rumiaba sus celos y afrentas en tensión permanente con el poder Omeya.

Esta es la ciudad que encontró al-Mu´tamid cuando regresó como príncipe heredero. Orgullosa y expectante. Con la mezquita de Ibn Adabbas como principal centro de culto, erigida sobre la antigua basílica romana en la actual plaza del Salvador; con el laberíntico entramado de la Alcaicería de la Loza en la Alfalfa, como bullicioso y colorista corazón comercial, no sólo de la ciudad, sino junto al zoco de Granada, de todo al-Ándalus; con su nueva muralla erigida por el primer abadí, Abú al-Qasim, tras la vergonzosa ofensa de la demolición de la antigua por decreto de Abderramán III; con el trasiego fluvial de los barcos que, recuperado el esplendor comercial, transitaban el Guadalquivir; y con su mozarabía y judería enriqueciendo la vocación cultural de su espíritu, siempre inquieto, siempre abierto, siempre creativo…como el de su futuro rey. Orgullosa y expectante, Sevilla contemplaba un horizonte libre de la sumisión a la capital Omeya, y con una gran extensión de territorios que, sumidos en el caos de la fitna, podrían engrandecer el nuevo reino. Así, Huelva, el Algarve, Algeciras…fueron cayendo bajo el alfanje abadí. Sólo Málaga resistió. Pero en 1060 la ambición desatada de al-Mu´tadid lo llevó a declarar la muerte del rehén Hisham II, nombrarse legítimo sucesor al trono cordobés y preparar un ejército para el asalto a la ciudad califal. Sólo la oposición de la nobleza y una conspiración encabezada por su hijo primogénito evitaron la anexión. No obstante, nada evitó que rodara la cabeza del primer heredero al trono, dicen, que a manos de su propio padre. Estos son la ciudad, la familia y las circunstancias que llevaron al segundón al-Mu´tamid al trono del reino taifa más poderoso del momento, y a uno de los centros culturales más ricos de Occidente.

Fallecido su padre en 1069, el joven al-Mu´tamid subió al trono e hizo realidad el viejo sueño tomando definitivamente Córdoba para honrar su memoria, conquista a la que compuso un exaltado poema guerrero…

¿Quién entre los reyes ha llegado a los extremos de este rey valiente?

¡Largo! ¡Ha llegado a vosotros el reino del Mahdí!

Pedí en matrimonio a Córdoba, la bella, cuando había

rechazado a los que la pretendían con espadas y lanzas.

¡Cuánto tiempo estuvo desnuda!, más me presenté yo

y se cubrió de bellas túnicas y joyas.

¡Boda real! Celebraremos nupcias en su palacio,

mientras los otros reyes estarán en el cortejo del miedo.

¡Mirad, hijos de puta, que se acerca el ataque de un león

envuelto en una armadura de valor!

Sólo ocho años después llegaría la anexión de Murcia (1078), llevando el reino de Sevilla a una extensión que jamás volvería a conocer hasta nuestros días, desde el Atlántico al Mediterráneo, desde el Algarve al sudeste peninsular.

al-Mu´tamid

La ciudad y el poeta

                Pero no es acero y sangre lo que evocan las palmeras del Alcázar que asoman en torno a la Galería del Grutesco, mecidas por esa tibia brisa que cuando sopla del sur derrama el aroma de la sal por esta ciudad, que prefiere dormitar recuerdos más dulces. Son los recuerdos de las noches literarias en las estancias del Alcázar de la Bendición (al-Mubárak) que yace bajo los palacios castellanos; los de la Sala de las Pléyades (al-Turayyá) sobre la que el rey don Pedro erigió este Salón de los Embajadores, en donde al-Mu´tamid se entregaba al estudio de la astronomía y las estrellas; los recuerdos de niños y jóvenes estudiando composición poética en las escuelas y los del Poder al servicio de las letras, las artes y el placer; los de las almazaras del aceite en las fincas del Aljarafe, las viñas, el vino y los coperos, y los naranjos en los patios de azahar florecido; y son los recuerdos del palacio, los jardines y la laguna de la Buhaira, la aurora ladrona de estrellas y la alameda de plata a orillas del Guadalquivir. Porque el mayor regalo de al-Mu´tamid a su Sevilla no fue el territorio sino el placer de vivir, además de la pluma más excelsa de la literatura andalusí. Bastan unos versos para comprobarlo…

Disfrazó la pasión que quería ocultar,

mas la lengua de las lágrimas se negó a callar;

Partieron, y ocultó su dolor, más lo divulgó

el llanto de la pena, tan evidente y balbuceante;

les acompañé mientras la noche descuidaba su vestidura,

hasta que apareció ante sus ojos una señal evidente:

Me detuve allí perplejo: la mano de la aurora

me había robado las estrellas.

La indiscutible calidad literaria de la obra de al-Mu´tamid, fue forjada desde el patrimonio de su talento y sensibilidad, templados con las enseñanzas de Ibn Zaydún, el gran poeta cordobés que ejerció de maestro durante algunos años de su infancia y adolescencia.

La sensibilidad del rey estaba, pues, más allá del tiempo cruel que le tocó vivir y gobernar, y su espíritu, de naturaleza pacífico, sufría las contradicciones de su reinado. A dos hijos perdió en Córdoba, de los que tomó cumplida venganza; sufrió la traición de Ibn Ammar, maestro, consejero y amante, al que ejecutó con sus propias manos; y nuevamente tomó la espada para enfrentarse en el campo de batalla a castellanos y almorávides en defensa de su amada ciudad. Pero la violencia de los tiempos no evitó que historiadores árabes y andalusíes exaltaran a la corte sevillana como la más refinada de la época, y a la persona del rey, como de natural generosa, pródiga y plena de delicadeza. Algo queda de aquello en el aire del Alcázar, en su atmósfera vivificadora, noble, hechicera, exquisita.

Los amores del rey

Para un corazón sensible, creativo y pasional las estrellas suelen esculpir en el éter un destino indisolublemente enlazado a los caminos del amor más puro y ardiente. Tres fueron los amores del rey, a cual más legendario. Su ciudad, su maestro y la bella Itimad.

De su maestro Ibn Ammar fueron víctimas la juventud, su sensibilidad proverbial y el carácter voluble del inexperto príncipe. Nombrado consejero del joven abadí durante su prematuro gobierno en el Algarve, Ibn Ammar, un arribista hacedor de versos ambicioso, taimado y con talento político, verá en el espíritu del adolescente la posibilidad de moldear un alma a su medida. Así lo inicia en los placeres sensoriales, el arte y el amor mientras gobierna de facto entre bastidores acumulando poder y riquezas. El joven pupilo se le entrega e Ibn Ammar hace suya la corte. Informado al-Mu´tadid en Sevilla de la situación en Silves, reconoce el error del nombramiento e intenta alejar a su hijo de la influencia del astuto y ambicioso consejero. Sin embargo, será una mujer de belleza radiante y acerada inteligencia la que conquiste definitivamente al joven príncipe y se interponga entre Ibn Ammar y al-Mu´tamid. Bien conocida es la leyenda de su encuentro a orillas del Guadalquivir, bajo el verdor de los álamos, mientras el príncipe improvisaba versos con su preceptor. “El viento teje lorigas en las aguas”, dijo al-Mu´tamid, “¡qué corazas si se helaran!”, completó una voz de muchacha que se escuchó entre los juncos. Hay versiones, quizás más acertadas, que sitúan el encuentro en Silves y no en Sevilla, pero la magia onírica de la Alameda y el Río Grande se ha impuesto en el imaginario popular de generación en generación. Revelada la muchacha como sirvienta de un arriero que cuidaba esa mañana de las acémilas de su amo, se convirtió desde ese instante en dueña del corazón de al-Mu´tamid para toda la eternidad; esposa y madre de sus hijos; y, finalmente, reina hasta el exilio. Así fue cómo Itimad, Gran Señora de Sevilla, llegó a ser reina y pasó a formar parte de las heroínas románticas de la ciudad. Jamás se le apagó la pasión al rey. Jamás dejó de componerle versos.

Invisible a mis ojos, te traigo siempre en el corazón.

Te envío un adiós hecho de pasión, y lágrimas de pena e insomnio.

Inventaste como poseerme, y yo, el indomable, ¡sumiso voy quedando!

Mi deseo es siempre estar junto a ti, y ¡quiera Dios que tal voluntad se cumpla!

Asegúrame que el juramento que nos une, nunca la distancia quebrará

Dulce nombre es tu nombre y que escrito dejo en el poema: “Itimad”.

Su historia de amor con Itimad pasa por ser una de las más verdaderamente pasionales y románticas que narra el libro de la historia de esta ciudad. Pero la Itimad no ejerció de mera figura decorativa, sino que se convirtió en figura clave de la corte abadí y apoyo fundamental del rey. Inteligente y tenaz hizo frente a las primeras críticas de las élites sevillanas dada su condición de plebeya, sus dotes sexuales, su dominio sobre la personalidad del rey o su disoluta vida religiosa. Entre las obras públicas que impulsó se encuentra la mezquita que hoy yace bajo San Juan de la Palma, y de la que se conserva el arranque del alminar.

Lejos de la capital, el pérfido Ibn Ammar, esclavo del despecho, conspiró contra el rey varias veces, tantas como fue perdonado, hasta que su desmedida ambición lo llevó a intentar apoderarse de Murcia y utilizar para ello a un hijo del monarca. Capturado y preso, no dudó en insultar a su antiguo pupilo y despreciar a Itimad. Nada impidió ya que definitivamente Al-Mu´tamid lo ejecutara con sus propias manos, entregado a la ira y harto de traiciones.

Y Sevilla

Y Sevilla.

Aquella Sevilla en la que creció feliz, que abandonó para gobernar en Silves, y a la que retornó como príncipe heredero. La ciudad altiva, luminosa y alegre, convertida en centro cultural del mundo andalusí. La de las noches del vino, el placer y los versos. La de las estrellas asomadas a los balcones de los palacios y el sol poniente tiñendo de púrpura el Aljarafe. Luminosidad partícipe del amor florecido con Itimad. Regazo caliente en el dolor por los hijos arrebatados en Córdoba. Azul y plata en las fuentes y verde en la espesura de las alamedas. Aroma a sal y azahar. Naranjos y mirto en los jardines. Muchacha sensual. Novia de los abadíes.

Sevilla fue principio y fin del hombre, el rey y el poeta. A ella regaló sus mejores versos y un territorio jamás soñado. Y por ella retomó la espada y sangró en combate, abandonando su paraíso terrenal para adentrarse en el fulgor de la batalla. Su exilio nunca ha sido suficientemente llorado por los sevillanos, cantado por los trovadores, ni versificado por los poetas.

al-Mu´tamid

Segunda mitad del siglo XI. Con el colapso del califato de Córdoba se inicia la decadencia de la España andalusí. El esplendor de la taifa sevillana y el palacio de la Aljafería de Zaragoza son algunos de los pocos dignos sucesores del esplendor Omeya. Las taifas autónomas en que se ha visto dividido el territorio califal son débiles frente al pujante poder castellano, que con Fernando I ha hecho del antiguo condado el reino más poderoso de la Península. Todos satisfacen parias a Fernando y sus sucesores a cambio de protección y no agresión. El mismo al-Mu´tadid, rey orgulloso y violento, tributa al rey castellano e, incluso, le envía las reliquias de San Isidoro en 1063 como prueba de buena voluntad y vasallaje. Cuando sube al trono, Al-Mu´tamid hereda los pactos de su padre y sigue tributando a Castilla, pero la tensión es permanente. Alfonso VI, nuevo rey de Castilla y León, apoya a la taifa sevillana en su expansión hacia el este, pero también eleva los tributos asfixiando la economía abadí. Al-Mu´tamid ya no disimula su malestar y, tras la anexión de Murcia vive sus días de mayor esplendor político, de manera que se niega a continuar elevando la contribución a los castellanos. Alfonso responde poniendo sitio a la ciudad en 1078, y sólo la habilidad diplomática de Ibn Ammar y el pago de las parias salvan la situación. Apenas siete años después, 1085 marca el principio del fin. Ese año el rey castellano-leonés declara la guerra a la taifa de Toledo y toma la ciudad junto al mítico Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid campeador. Toledo, tradicional enemigo de los abadíes desde la creación de las taifas, era el único territorio que se interponía entre Sevilla y los cristianos. La línea del Tajo estaba amenazada y al-Mu´tamid recurre al poder emergente de los almorávides norteafricanos para contener la presión.

Nada tenían que ver estos musulmanes integristas con el Islam practicado en al-Ándalus. Nada tenía que ver su cultura nómada, recia y seca con la refinada cultura andalusí, heredera del mundo grecolatino y del bizantino de los que los árabes se impregnaron en la Península, y que mantuvieron vivos muladíes y mozárabes. Y he aquí la tragedia. Los almorávides cruzan el Estrecho y acceden a combatir por el Islam, pero su Islam es tan distinto al de los andalusíes, como el olor a camello del aroma a mirto y romero. En cualquier caso, un ejército almorávide-andalusí se enfrenta a Alfonso VI en Sagrajas en 1086. Al-Mu´tamid encabeza el combate y sufre heridas, sangre, sudor y polvo, pero los castellanos son finamente derrotados. La victoria supone un respiro para el mundo andalusí.

La amenazaba, sin embargo, ahora se cierne también desde el sur. Los almorávides ya han puesto sus ambiciones en la Península y los territorios de sus hermanos. Son conscientes de la debilidad de las taifas y la amenaza cristiana. Y no toleran el Islam licencioso que se practica en Sevilla, Málaga o Granada. El rearme castellano lleva a los ejércitos de Alfonso esta vez a Murcia, territorio abadí, y los reyes taifas solicitan de nuevo ayuda a Marrakech. Ya no habrá vuelta atrás. Los norteafricanos vuelven a atravesar el Estrecho, pero esta vez para anexionar al-Ándalus a su imperio. Los días de al-Mu´tamid en Sevilla están contados. La maquinaria de guerra almorávide, tras una campaña en la que recorre la totalidad del sur peninsular, llega a las puertas de la ciudad en el verano de 1091, al mando de Abí Bakr. El propio rey toma el alfanje, abandona su palacio y sale a la defensa de Sevilla. Pero la suerte ya estaba echada. Varios de sus hijos mueren durante la batalla. La toma de la ciudad, a primeros de septiembre, es feroz, según cuentan las crónicas, y al-Mu´tamid y los restos de su familia son apresados. La población es asesinada, los palacios destruidos, los alegres cantos de los poetas se tornan en gritos y llanto desolado. El reino musulmán más rico y culto de Occidente ha caído bajo la espada del fanatismo. El rey, Itimad y su hijo menor son desterrados a un rincón perdido del otro lado del Estrecho. Una oscuridad terrible, que parece la extensión de las túnicas de estos monjes guerreros, se derrama sobre al-Ándalus. Todo ha concluido.

Novecientos años han pasado

Cuando sobreviene la noche sobre el Jardín de la Galera resulta difícil no emocionarse evocando el destierro de al-Mu´tamid. El silencio ha devorado al arrullo de las palomas. Ya no se ven pavos reales dominando el muro del jardín de los poetas. La escalera que asciende hacia lo que fue al-Turayyá, la Sala de las Pléyades, donde trovadores astrónomos desgranaban las estrellas del cielo sevillano mientras improvisaban casidas, parece ser contemplada con melancolía por el mármol blanco de la columna que la ciudad tributó a su último rey en el noveno centenario de su destierro hace ahora veinticinco años. La brisa no trae aroma a azahar. Es desabrida y seca. Y un pesar, hondo e inescrutable, recorre el pecho cuando la mirada se desliza sobre los últimos versos escritos por el rey durante su exilio junto a su amada y fiel Itimad, poco antes de morir, lejos, al otro lado del mar, en el humilde poblado de Agmat:

¡Dios decrete en Sevilla la muerte mía,

y allí se abran las tumbas para ver la vida eterna!

José Manuel Moreno Campos