«He estado en el Pompidou. Hasta Picasso bien, luego ya todo es como un lío y no me parece arte». Esto me dijo Sara una tarde en París mientras yo daba un sorbo a una cerveza y movía la cabeza de forma asertiva. Todo son risas hasta que alguien por quien tienes ciertas inclinaciones dice «eso no me parece arte». Me he acordado de la escena al recordar la primera vez (y la única por desgracia) que he estado en la Tate Modern de Londres y mi acompañante tuvo que salirse de la sala del Brutalismo Vienés. Yo me quedé porque me gusta conocer nuevas formas de experimentación artística y también, por qué no decirlo, porque así me quedaba un rato a solas que también lo necesitaba. La obra de arte en un museo tiene una cosa buena y muchas malas. La buena es que está allí. La mala es que no sabes si merece estarlo.

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La otra opción de ver una obra de arte es en una galería. Ahí la cosa ya se complica. No sabía cómo explicarle a Sara en aquel tiempo que las obras de arte tienen un precio, pero éste es diferente del valor de mercado. Es una variable fluctuante que depende, sobre todo si el artista está vivo, de muchos factores. Todo esto que les voy a contar viene por lo que ha hecho Banksy en Winston-super-Mare, muy al Oeste de Londres, en la costa. Ha abierto un experimento artístico, Dismaland (dismal, en inglés, es deprimente) para parodiar a Disneyland. El hecho no es la parodia, sino cómo está concebido: es un recinto que permanecerá abierto durante seis semanas a un precio de aproximadamente 3€ la entrada y donde el visitante podrá contemplar la interacción de obras artísticas de Damien Hirst, Jenny Holzer, Jimmy Cauty o el granadino Paco Pomet, entre otros casi 50 artistas. Entrar al Reina Sofía es más caro y no le asegura usted un elenco tan elevado.

Salvo Picasso, que es sagrado. Hizo la obra de arte más oportunista de la historia en palabras de Buñuel como es el «Guernica».

Si usted no sabe quién es Banksy no se preocupe, casi nadie lo sabe. Es un graffitero, por llamarlo de algún modo, ya que la mayoría de sus intervenciones consisten en murales que aparecen pintados casi de la nada y sin que nadie le haya visto jamás. Tampoco sabemos cómo habrá convencido a un montón de artistas cuyas obras valen cientos de miles de dólares para que las hagan exclusivamente para el parque. Es evidente que muchos agentes de estos artistas habrán visto la jugada: cuando cierre el parque las obras pueden valer su peso en oro.

Y las obras. Antes de explicar cómo me granjeé el desprecio eterno de Sara, vean las obras.

Del significado de cada obra, que cada uno saque sus conclusiones. Es evidente que quieren transmitir algo, que están pensadas para criticar algún aspecto de la sociedad: la inmigración, la explotación de animales para su consumo, las guerras, etc. Pero lo que Sara me preguntaba es si esto o aquello es arte. Eso se preguntaba la gente en 1986 cuando Buren puso sus columnas en los jardines del Palais Royale. Se lo dije a ella, «la gente se escandalizó, porque veía el Palais Royale, hecho en piedra, con más de trescientos años a sus espaldas y, fuera feo o bonito, todo el mundo acepta que es arte». Todo son risas hasta que ella dice «claro, es que eso sí es arte». La maravilla de lo que Banksy ha planteado es que supone el epílogo al final de la historia del arte. Tras acabar con la última frontera, abordar en una obra de arte la ausencia de tema, es decir, la nada, al arte le quedaba solamente una cosa con la cual romper: el mercado. Dismaland es, también, una patada contra la estructura del mercado de arte que ha transformado la percepción del objeto artístico. Porque lo sucedió en un momento dado después de los 50 es que aquello que era arte no es lo que un artista designaba como tal, sino si se encontraba en un espacio que pudiéramos concebir como artístico: museo, galería, espacio expositivo ad hoc, y con ello venían las cuestiones de mercado. Si pagamos por entrar en un museo, o por una obra en una galería, o si una administración pública invierte en una exposición, aceptamos que es arte porque debemos justificar el dinero invertido.

El problema de la ubicación de la obra tiene mucho que ver con el aura como lo entendía Walter Benjamin. Seguro que si no se hubiese suicidado le habría encantado ver un fenómeno que acontece hoy, como es el hecho de que una obra cambia mucho según donde se encuentre. Vemos en revistas culturales, o en Internet, fotografías que podrían estar expuestas en una galería y de hecho algunas acaban allí. Nadie valoraría una foto que no estuviera enmarcada, expuesta y con un precio puesto. Porque se han diluido las fronteras, no solo de la creación, sino del lugar donde pueden ser contempladas. Es un fenómeno casi único en la historia. Antes las obras se concebían en exclusiva para donde se encargaban, lienzos para capillas, esculturas para plazas, etc. Digo casi porque se ignora que, por ejemplo, una inmensa mayoría de los cuadros que hoy admiramos son el resultado de prácticamente imitar composiciones de grabados, manuales de diseño que circulaban por los talleres para producir cuadros como churros. Lo que trajo en gran parte la contemporaneidad es la independencia de la obra que pasa a tener una enorme autonomía.

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El lugar no hace a la obra, ni tampoco el precio. Eso ni siquiera permite conocer la calidad de la misma. Un coche es un coche, tenga el precio que tenga y se estropee mucho o poco. La incertidumbre sobre la calidad de la obra de arte se ha convertido en un bien necesario para el propio mercado, como demostró Akerlof precisamente al analizar el mercado de coches de segunda mano. El precio es incapaz de revelar al mismo tiempo las rarezas relativas de la obra y la calidad de los objetos. Los márgenes en los que se juega son bien sencillos: la ignorancia del consumidor. Cualquier formación del mismo consigue reducir la incertidumbre sobre la misma. En la feria de arte de Madrid, ARCO, me encontré con Manolo Escobar. Me sorprendió verle por allí rodeado de un equipo de asesores que le iban explicando y sugiriendo compras en las diferentes galerías. Su testamento dejaba unas cifras sorprendentes: más de 500 obras de arte por un valor aproximado de unos 10 millones de euros. Una de las mayores colecciones privadas de nuestro país. Zuloaga, Juan Gris, Nonell, Vázquez Díaz, Ramón Gaya, Benjamín Palencia, Tàpies, Millares, Guinovart, Chillida, Saura, Canogar, Feito, Chirino, Lucio Muñoz, Gerardo Rueda, Sempere, Lucio Fontana, Genovés, Úrculo, Darío Villalba, Arroyo, Manolo Valdés, Sam Francis, Gordillo, Carmen Laffón, José Manuel Ballester, Barceló, Sicilia, Broto, Plensa, Uslé o Sigmar Polke.

La mayoría de los especialistas  están de acuerdo en que lo que estructura el gusto es la envidia (el Bandwagon Effect o quiero esto porque lo tiene aquél) y la convergencia (si todos están de acuerdo será por algo). Los auriculares Beats, por ejemplo, son de los peores del mercado y sin embargo de los más caros. En ellos funcionan estos dos elementos. Las preferencias de los individuos convergen y permiten generar una jerarquía. Solo en un mercado donde todo tenga el mismo precio se harían distinciones por calidad real basada en la experiencia a posteriori o no en argumentos a priori. Por decirlo de otro modo, es raro que alguien entre en una galería de arte pensando de antemano que le va a gustar lo que va a ver mientras que a todo el mundo le gusta Leonardo mientras está haciendo cola en el Louvre antes si quiera de haberlo contemplado. El mercado de arte se organiza de tal modo que gira alrededor de una jerarquía de artistas que se aceptan como mejores que otros, lo que permite caminar por los museos con mínimos conocimientos y la tranquilidad si se compra en una galería «de vieja escuela» que se está adquiriendo algo «de valor».

Todo son risas en el mercado artístico hasta que llega un artista como Banksy, monta Dismaland y entonces lo que ofrece no es algo que puedas comprar. La acción artística es un elemento etéreo con el que se viene jugando desde hace décadas: happenings, performances, que tienen sus vínculos con el arte efímero que se hacía en otro tiempo. ¿Cuánto vale la acción artística? ¿cómo la compro? ¿»pero eso es arte»? Me vuelve a preguntar Sara desde un submundo mental en el que se ha asentado.

Lo que nosotros consideramos como «criterio para decir qué es arte» suele basarse en un elemento objetivo y convencional sobre la calidad, vinculada generalmente a sus elementos técnicos o a sus materiales. Tenía un profesor que solía decir «una piedra de oro, es una piedra de oro; coja usted un trozo de mierda y por muy bonita que sea la forma que le dé no dejará de ser mierda». Stiglitz lo decía de otro modo, la satisfacción separada del consumo de un bien se ve afectada por los tipos de intercambio de experiencias respecto a ese bien. La utilidad que se le atribuye a un determinado bien, en este caso artístico, depende del consumo que hagan los demás.

Esto también ha provocado un efecto curioso: ahora la Academia somos todos. Hasta mediados del XIX eran las Reales Academias de cada país las que designaban quiénes eran artistas y quiénes no, como antes los gremios, y decidían su valor en función de materiales, escalafones, etc. Cuando desaparece la Academia, el público se convierte en tal y aspira a decidir qué es arte de lo que no lo es. Con una salvedad, al artista contemporáneo le da igual lo que el público decida.

Jimmy Cauty, "The Aftermath Displacement"

Jimmy Cauty, «The Aftermath Displacement»

Esto nos lleva justo al punto de valoración de Banksy y de la mayoría de los artistas que han participado en Dismaland. La originalidad y la transgresión se han convertido como dice Heinich en la nueva forma de convención. Nada está más normalizado y estandarizado que la intención de romper lo normal y lo habitual. Al mismo tiempo, la transgresión implica la falta de preocupación por renovar o cambiar las formas de representación. No se trata de establecer cuál es el elemento que aporta o no calidad, o incluso esencia a lo que es o no arte. No se trata de valorar un objeto artístico por su originalidad o transgresión, sino de que entendamos por qué Dismaland es arte en su concepto y no solo en los objetos que la integran.

Para que Sara me entendiera y no me lanzara la cerveza a la cara le dije «la culpa de que siga habiendo arte la tenemos tú y yo». Claro, me miró largamente y efectivamente me veía solo allí en el bar departiendo con una silla vacía. Así que reaccioné. Le expliqué cómo una creación no es un proceso individual sino que es el fruto de la coordinación de diferentes elementos sociales. Dicho de otro modo, en términos hauserianos, para que se produzca cualquier objeto artístico su creador encuentra motivaciones, inspiraciones, salidas de mercado o simplemente para disfrute personal en su forma de relación con el mundo que le rodea. Así que podemos encontrarnos con cuatro tipos de artistas: los profesionales (generalmente tienden a estandarizarse para vender), los francotiradores (están continuamente cambiando estilos, métodos y formas lo que no necesariamente los aleja del mercado, a veces, de hecho, lo hacen porque es lo que se espera de ellos), los tradicionales (más artesanos que artistas, repiten y casi imitan) y los näif (aquellos que les da igual el mercado del arte, los estilos, vender o no, y simplemente crean para sí mismos y su entorno).

Es interesante la propuesta de Banksy porque, en cierto modo, los artistas allí expuestos han quedado reducidos a un todo. Todos ellos pertenecen a la categoría de artistas profesionales, pero han sido expuestos bajo el prisma de una idea que, en conjunto, es propia de un francotirador. Al mismo tiempo, es un trabajo artesanal ya que hay partes donde se imita la propia realidad existente, siendo el fin último la expresión de un mensaje en el cual vender no es la parte principal y por tanto se convierten en näif. Dismaland se convierte así en un verdadero hito en la historia del arte ya que, realmente y quizá por primera vez, no estemos ante una producción artística que no quiera vender, es, de hecho, tiene como finalidad atacar el mismo hecho del mercado del arte como el propio Banksy expuso en su documental Exit through the gift shop.

Por cierto, en Springfield vendían unas camisetas con el logo de Banksy. La vida moderna es paradoja.

Al fin y al cabo, Dismaland expone obras al mismo nivel y sin objeto de vender de artistas que pertenecen al mercado de las vanguardias mediatizadas, como es el caso de Hirts, pero también de artistas que hoy por hoy no son prácticamente conocidos. La mediatización de determinados artistas suscita una demanda creciente que es la que, en última instancia lleva a la aparición de fenómenos especulativos dentro del arte. De modo que la próxima vez que usted vea que se ha pagado una cantidad desorbitada por tal o cual obra no piense que hay un elemento de calidad en el precio, sino que éste responde a valores puramente bursátiles.

Ahí también pretende atizarnos Banksy con su anti-parque. La obra de arte ha surgido tradicionalmente de la demanda. Es verdad que encontramos obras de cuando en cuando que los artistas han hecho para sí mismos o como regalos personales. Un caso muy conocido es el del Jardín de Medici, un pequeño cuadro de Velázquez que pintó como esbozo o entretenimiento. Sin embargo, sin demanda, no solía haber arte más que en casos no profesionales. El consumo de cualquier bien de este tipo suele responder a elementos sociales. Cuando digo esto no solo está bostezando Sara en mitad de la tercera cerveza sino también el camarero que de cuando en cuando se pasa a mirar si necesitamos algo. Luego pienso que es francés y no debe estar entendiéndome, o eso espero. Le digo a Sara que la satisfacción no se deriva directamente de las características sino de la actitud del resto respecto a ese bien. Es decir, que no importa de qué o cómo esté hecho sino que lo importante es la respuesta del conjunto social. Vuelvo a pensar en el ejemplo de los auriculares Beats. Son malos, en cierto modo ni siquiera cómodos, pero tienen un prestigio asociado a marca e imagen. Eso es lo que llamamos el Efecto Veblen: elegir productos que tienen un sobreprecio o un precio elevado porque no sabemos su valor real a cambio de posicionarnos socialmente. Claro que si pago 3€ por una entrada como en el caso de Dismaland, puedo consumir todo el arte que esté allí dentro sin límite, sin restricciones y ni siquiera es un museo porque estoy pagando no por las obras que hay dentro sino por el concepto mismo. Porque la obra es Dismaland, el anti-parque, no las obras individuales que hay dentro.

Roni Baranga, "Time for a cuppa"

Roni Baranga, «Time for a cuppa»

Bajo este concepto, la entrada en el recinto rompe con la idea del snobismo que afecta a las obras de arte frecuentemente. Elimina el Efecto Veblen puesto que la obra de arte no te permite posicionarte socialmente. El otro efecto que elimina es el otro posible origen para la creación de una obra de arte, al menos en el mundo contemporáneo: la motivación financiera. Hay numerosos casos de coleccionistas que hacen un gesto de asco cuando se les pregunta por esta cuestión a la hora de hablar de su colección. En una escena de Mad Men, Cooper les enseña a sus empleados un cuadro de Rothko que acaba de comprar. Solo a Draper le confiesa que le gusta, y que también espera que se revalorice con el tiempo. Que esta nueva forma de demanda ha condicionado la generación de una bolsa de valores especulativos alrededor de determinados artistas es evidente. En el Reino Unido se estima que actualmente solo un 6% de los que trabajan declarados como artistas ganan más de 45 mil euros al año. Son los que realmente están en el mercado.

«Vale, todo eso está muy bien, pero sigues sin responderme, ¿eso era arte?», me vuelve a preguntar Sara, y yo ya me revuelvo inquieto. Voy a empezar a ganarme hostias como panes. Le explico una cosa muy sencilla: que algo sea arte ya no depende de ella, ni de mí. Depende de la legitimación del objeto artístico. Es decir, lo siento por todos nosotros, pero no somos quiénes para decidir lo que constituye lo artístico y lo que no. El reconocimiento de la calidad del trabajo de un artista es impulsado por las acciones de las instancias de legitimación. Son, al fin y al cabo, personas dedicadas al mundo del arte que tienen la capacidad de asesorar en la compra de obras de arte, elaborar catálogos, redactar críticas, montar una galería, una exposición y, por supuesto, crear el propio objeto. Pienso, por ejemplo, en los profetas. Le pongo el ejemplo del cristianismo o del Islam. La creencia no parte de los creyentes a priori, sino que surge en ellos una vez que alguien, Jesús, Mahoma, Abraham, les ha dicho cómo es el dios en el que tienen que creer, cuáles son las normas y las consecuencias que se derivan de las creencias. Ningún creyente decide qué es dios o qué no lo es. Lo deciden desde arriba. Este proceso es el mismo que ha sobrevenido en el objeto artístico contemporáneo, con matices.

Los artistas, por un lado, juegan el doble papel de asegurarse su visibilidad en el mercado y el de mostrarse militantes de algún tipo de ideología común. En muchos casos acaban desembocando en acciones como la de Banksy. Ya en 2001 el grupo BMPT en Francia, integrado por Buren, Mosset, Parmentier y Toroni, artistas más que consolidados, organizó exposiciones en París, Londres y New York para mostrar la obra de artistas consagrados como ellos junto a otros emergentes. Con este acto, al igual que Banksy en Dismaland mostrando artistas menos conocidos, se legitima la obra de unos creadores a los que se les pone el sello de «artistas» y a su producción de «arte».

Esto convierte al arte actual en una acción. Es decir, no es la producción física lo que legitima la obra sino que el arte existe como acción, como elección de lo que es y no es arte. En este sentido el mercado, el coleccionista, ejecuta un papel fundamental ya que es quien sanciona con un precio el objeto que se le ha propuesto como artístico, con independencia de su calidad. La obra queda así separada de su necesidad de ser comprendida. Me pregunto entonces si los capiteles románicos que nadie que no haya leído un libro sobre el Románico puede entender no son arte porque, después de todo, la mayoría de la población no los entiende. Lo mismo podría decir un aborigen al ver un trozo de madera donde sólo se han tallado las manos y la cara. Diría que eso no es arte, porque no lo entiende. Y entonces me planteo, ¿el problema es el analfabetismo artístico?

En este momento Sara se levanta y se va a pagar. No espera ni siquiera al camarero, así que apuro lo que me queda de cerveza y pienso en cómo será mi solitario camino a casa. Porque voy a volver solo, no les quepa duda.

Aarón Reyes (@tyndaro)

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