Hace unos cuantos veranos tuve la suerte de ir a un seminario en la universidad acerca de cómo la libertad de expresión condiciona el desarrollo de la literatura. Fue mientras terminaba mis estudios de Máster en Columbia (New York) en EEUU. Me resultaba paradójico hacerlo en el país que lleva a gala ser la espada de los derechos en el mundo. En los descansos del seminario lo comentaba con algunos compañeros y una asistente contó una anécdota significativa.
Elleen, que así se llamaba, me contaba que en el Fitzgerald, un pub irlandés cercano a su universidad en Carolina del Norte, pusieron una noche una canción de Robin Thicke, “Blurred Lines”. Una clienta se acercó a donde el DJ estaba pinchando la canción y le conminó a cambiarla ya que su letra, y en especial el corte que había elegido, creaba una sensación confusa sobre las intenciones de la chica que aparecía en la letra. Fundamentalmente, aludía a cuestiones que tenían que ver con la violencia sexual. El DJ mostró su rechazo y claro, surgió el desastre: lo llevó como es ahora frecuente a las redes sociales. La clienta colgó en la red una campaña en la que denunciaba al Fitzgerald por “promover una cultura de la violencia sexual”. El pub tuvo que aceptar su derrota y publicó que no volvería a pinchar esa canción nunca más ni a invitar a ese DJ.
La bola no quedó aquí. Fue creciendo cuando un periódico estudiantil, el Daily Tar Heel, recogía una opinión acerca de esta denuncia donde se expresaba que sólo era un “culo loco feminista que odiaba la diversión”. La noticia luego fue añadida al agregador de noticias Yahoo News. Al mismo tiempo que esto pasaba, el CEO de Mozilla, Brendan Eich, tenía que dimitir porque se había descubierto una donación hecha por él a una campaña por la Proposición 8 que pretendía prohibir el matrimonio homosexual en California. En cambio, cuando Dan Cathy, presidente de la cadena de comida rápida Chick-fil-A, también manifestó su oposición al matrimonio entre personas del mismo sexo, los alcaldes de Chicago y Boston manifestaron que sus tiendas serían muy bien acogidas en estas ciudades.
Es lo que ellos llaman “censura blanda”. Lo curioso del debate es que en EEUU se centran en la idea de que es la izquierda la que está promoviendo este modelo de censura. Mary Katharine Ham y Guy Benson, habituales de tertulias conservadoras, sacaron precisamente un libro con el título “Blurred Lines” cogiendo como ejemplo el caso del DJ del Fitzgerald. El subtítulo del libro no deja lugar a dudas: “Fin de la discusión: ¿cómo la Industria de la Indignación de la Izquierda apaga el debate, manipula a los votantes y hace que EEUU sea un país menos libre y divertido?”. Argumentan que lo que puede parecer hipersensibilidad es en realidad una forma de combate político. Utilizando un lenguaje deportivo, para ellos la izquierda está jugando a simular faltas con el fin de engañar a los árbitros. Es el surgimiento, dicen, de la meta-intolerancia: ser intolerantes con la intolerancia.
Hace medio siglo, la defensa de la libertad de expresión estaba vinculada a grupos como el Free Speech Movement, un grupo de activistas que se reunieron en la Universidad de Berkeley en California después de que un estudiante fuera arrestado por crear un manifiesto de derechos civiles para la literatura. Defender la libertad de expresión significaba defender a Lenny Bruce y Abbie Hoffman, humoristas condenados por supuestos delitos de blasfemia. Como luego a Larry Flint (fue tiroteado por un suprematista por publicar en su revista porno imágenes de un chico negro con una blanca), Robert Mappelthorpe. Incluso en 1990 pudo verse a Madonna con ropa interior roja y una bandera americana defendiendo la campaña de que “la censura es antiamericana”.
Los 90, sin embargo, iba a ser la década donde la batalla por la obscenidad de los 80 se iba a parar y la corrección política se iba a intensificar. La literatura de Bukowski ya no iba a tener cabida, era algo que sonaba a las dos décadas precedentes, evocaba los años de las drogas sin medida, del sexo sin mirar al sida, de la promiscuidad. La nueva literatura que quería despuntar debía decir algo así como “¡eh! Aquello estuvo bien para ver que todo aquello era malo”. Se convirtió a los escritores del underground y el pulp en una simple impostura. Piensen que hoy no son más que carnaza para movimientos como el hípster.
A finales de los 90 la libertad de expresión era un grito de guerra que no se manifestaba en el derecho de oposición política, de protesta, sino que se empleaba para hacer retroceder las restricciones universitarias empleadas para proteger a grupos marginados de “acoso racial y étnico” (así lo expresaba según me contaron en el código deontológico de la Universidad de Michigan para evitar el lenguaje degradante). Además, la forma de combate también cambió de forma significativa: en un país donde pleitear es un deporte, bajaron las denuncias jurídicas y crecieron exponencialmente las demandas públicas. Cartas al director, pancartas, y con la llegada de Internet los comentarios en foros, redes sociales, etc., consiguieron que se cerraran locales, eventos y actos.
Como en la mayoría de los países occidentales, EEUU tiene recogida la libertad de expresión en su Constitución, en este caso mediante la Primera Enmienda. Esto no significa que no haya tenido fluctuaciones ya que, por lo general, los políticos siempre quieren más límites y los jueces tienden a aceptar límites más amplios. En 1919, el Tribunal Supremo dictaminó que un discurso solo podía ser regulado si presentaba un “peligro claro y presente”, y luego, en 1969, solo si era probable que incitara a una “acción ilegal inminente”. Respondían a miedos del momento: conspiraciones socialistas en los inicios del siglo y luego a discursos extremistas del Ku-Kux Klan avanzada la centuria.
Los tribunales han permitido generalmente excepciones sólo para las regulaciones “de contenido neutral” que restringen cómo las personas pueden hablar, no lo que pueden decir. Cuando está involucrada la empresa privada o la financiación del gobierno, las líneas legales son más enrevesadas. Durante décadas, la Comisión Federal de Comunicaciones intentó asegurar la cobertura de noticias equilibrada con su doctrina de la imparcialidad, lo que obligó a los organismos de radiodifusión a presentar “la discusión de puntos de vista en conflicto de importancia pública.” Y cuando surgen disputas en el ámbito universitario, los tribunales suelen distinguir entre las instituciones públicas, que están atadas a la Primera Enmienda, y las privadas, que pueden establecer sus propias reglas.
Este problema no nos es ajeno. Krahe fue condenado por su conocido vídeo donde se cocinaba una imagen de Cristo, y la actual portavoz del ayuntamiento de Madrid, Rita Maestre, fue imputada por protestar en una capilla de la Universidad Complutense de Madrid. En la misma corporación municipal Zapata tuvo que renunciar a la posibilidad de ser concejal por unos tweets de hacía años.
Ham y Benson argumentan que el verdadero problema es la politización de la vida cotidiana. “El negocio de la queja, la disculpa exigente, se modela a nivel nacional por los profesionales sin escrúpulos”, escriben, expresando que es el que se hace el ofendido quien pone los límites. En su opinión, el efecto de todo esto, de quejarse, “es para crear una cepa insidiosa de autocensura”, entre la gente normal. Ham y Benson tienen historias para contar, incluyendo un episodio pintoresco que implica a una universidad de Minnesota. Al parecer llevaron un camello al campus como tratamiento de relajación, paseando a los estudiantes que lo desearan. Pues bien, varios estudiantes se organizaron para protestar porque “promovía los nocivos estereotipos occidentales sobre el pueblo árabe”. Otro ejemplo que ponen es el de Voice for Life, un grupo pro-vida que se le negó inicialmente el reconocimiento por parte del gobierno estudiantil de la Universidad Johns Hopkins, en parte por temor a que sus sesiones de asesoramiento podrían considerarse acoso a las mujeres.
Como se ve, en muchos casos el debate sobre la libertad de expresión se ha perfilado más como un arma política que como una discusión sobre el contenido de aquello que se pretendía censurar, como afirman Ham y Benson. Sin duda, muchas personas que se definen como liberales se han vuelto cada vez más sensibles a los usos y abusos del lenguaje. Vean si no el frecuente debate sobre el lenguaje sexista en España como los concejales de Somos Corvera al emplear el plural femenino antes que el masculino a pesar de que todos eran hombres.
Esto podría ser una consecuencia de los grupos anteriormente marginados exigiendo respeto, o podría tener algo que ver con el cambio tecnológico, cómo la era atomizada de Internet va dando paso a los comentarios sin límite de la edad de los medios de comunicación sociales. Y puede darse el caso de que este enfoque en el lenguaje resultará, en el largo plazo, inútil para el movimiento progresista. Pero es difícil ver cómo, como argumenta Powers, “la izquierda está matando a la libertad de expresión” meramente por prestar demasiada atención a la misma.
Fíjense por ejemplo: hacer bromas sobre Irene Villa molestó a mucha gente, y ninguna de ellas era la propia Irene Villa. Se argumentó desde el punto de vista de que la derecha es intolerante con la libertad de expresión, el humor, etc. Prueben a hacer un chiste con los republicanos de la Guerra Civil. Algo similar le sucedió a Obama que en un discurso manifestó que no deberían hacerse bromas sobre las violaciones en la cárcel ya que eran un asunto muy serio. Y esto es algo que alguien planteó en el seminario: ¿nos hace tener más tabúes el acceso a más información?
Cuando Bukowski se expresaba de forma tan abierta sobre cuestiones extremas como el sexo o las adicciones, lo hacía con una naturalidad que transformaba su estilo hasta la práctica descripción de acontecimientos. No se recreaba en lo que decía, lo mostraba de forma descarnada. No existía mucha información al respecto: él era la información. Leerlo no era más que un acto cotidiano, como bajar la basura. El tabú tenía su lugar correcto y como procedía de la ausencia de información, es decir, del miedo exterior, en cuanto se deshacía, el tabú desaparecía. Sin embargo, hoy en día el acceso a toneladas de información ha creado un mundo más inhibido. El miedo procede de dentro de nosotros, de lo que se conoce. Eso ha generado lo que se conoce como el “sistema de tabúes”, es decir, todo aquello de lo que es mejor no hablar si no se quieren correr riesgos.
El ya exministro Wert no podía prácticamente acudir a ningún acto público debido a las protestas que generaba. Acuérdense de los escraches que se dieron durante mucho tiempo. En EEUU la cosa es también muy seria: Robert J. Birgeneau, exrector de la Universidad de Berkeley fue invitado a pronunciar el discurso de graduación en el Haverford College, pero se negó ante las protestas de un grupo de estudiantes por las detenciones de la policía de siete estudiantes en las manifestaciones de 2011. Unos lo vieron como víctima de una “campaña de intolerancia” mientras que otros vieron que Birgeneau era un perpetrador: con su actitud había generado la revuelta.
Es curioso ver cómo hace dos décadas los argumentos eran más uniformes. Por un lado estaban los defensores conservadores como Dinesh D’Souza, quien, en su best-seller de 1991 “Educación no liberal”, denunció lo que llamó “la nueva censura.” En el otro lado estaban los estudiosos liberales dispuestos a cuestionar tanto las normas culturales y las tradiciones jurídicas subyacentes como demandas de libertad de expresión. En 1993, el jurista Cass Sunstein publicó “La democracia y el problema de la Libertad de Expresión”, que sostiene que la Primera Enmienda estaba destinada a proteger “la deliberación democrática”. Con ese objetivo en mente, escribió, el gobierno podría justificadamente actuar para promover un debate saludable, o de prohibir el discurso corrosivo y no político, como la pornografía violenta. El llamado mercado de las ideas era, al igual que cualquier otro mercado, imperfecta, y del mismo modo se podría mejorar la intervención del gobierno.
Stanley Fish, erudito literario, tenía incluso objeciones más fundamentales a la retórica de libertad de expresión. Su contribución irónica al debate, publicada al año siguiente, fue “No hay tal cosa como la Libertad de Expresión: Y es una buena cosa, también”, que sostenía que la libertad de expresión no podía ser propiedad de nadie en los campus universitarios. La libertad de expresión, en el relato de Fish, era un “premio político”, una etiqueta otorgada por grupos políticamente poderosos a cualquier forma de expresión que aprobaban. La cuestión de si se debe regular el llamado “discurso del odio” se ejemplificaba en el caso de tratar de aclarar si “los espectadores en un juicio pueden aplaudir o abuchear las declaraciones de los consejos opuestos.”
En los años transcurridos desde entonces, los códigos de expresión de los campus han sido ampliamente derogados, por lo que los modernos defensores de la libertad de expresión a menudo se dejan en la batalla formas menos draconianas de censura. Sunstein y libros de Fish ahora parecen radicales, pero sólo en los Estados Unidos, que es prácticamente el único lugar en el mundo que tiene una visión tan amplia de la libertad de expresión. (EEUU es uno de los pocos países que se niegan a firmar una convención de las Naciones Unidas pidiendo leyes contra la “difusión de ideas basadas en la superioridad o el odio racial” argumentando que eso limita la libertad de expresión.)
Tal vez no es casualidad que uno de los escépticos de libertad de expresión más influyentes en Estados Unidos hoy es un inmigrante. Jeremy Waldron es un profesor de Derecho de Nueva Zelanda que enseña en la Universidad de Nueva York. En 2012, publicó “El daño del discurso del odio”, un pequeño libro de gran alcance que busca desmantelar las defensas de la libertad de expresión indefendible. Waldron está impresionado por la “bravuconería liberal” de los defensores de la libertad de expresión que dicen: “No me gusta lo que dices pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. En su opinión, las personas que dicen esto rara vez se sienten amenazados por el discurso que dicen que odian. Así, la expresión política sin restricciones, según argumenta Waldron, solo llegó a parecer un valor esencial en el siglo XX, cuando el gobierno ya no temía folletistas radicales.
Waldron utiliza el término “discurso del odio” en un sentido particular, para denotar que no habla de expresar el odio, sino inspirarlo. Si queremos una sociedad que reconoce la dignidad de los grupos marginados, argumenta, entonces debemos estar dispuestos a promulgar “leyes que prohíben la movilización de las fuerzas sociales para excluirlos.” Esto llevaría a generar un corpus de leyes donde se penalizaría cualquier tipo de utilización de la exclusión social en la comunicación social.
Al escuchar este argumento no pude sino repasar qué sucedía con las expresiones literarias posteriores a este proceso. Y no me refiero a Huckleberry Finn, que sigue estando prohibido en los centros escolares de EEUU por utilizar la palabra “nigger” (negrata), sino a cómo ha modificado la forma de expresarse de los escritores. Por un lado, descubrí que existen dos variantes: por un lado la censura del mercado (para intentar vender más) y por otro la censura de la corrección política.
La censura del mercado ha provocado una reacción importante que viene trasladada de las expresiones cinematográficas. Hay que vender, y por tanto producir, en función de un segmento social. Los libros de George R. R. Martin son como el canal que produce la serie en televisión (HBO), se espera de ellos que resulten “transgresores”. Pero si nos paramos un momento a pensar, ¿qué tiene de rompedor que en un ambiente medieval se viole, se traicione y se generen guerras por doquier? Seguramente Federico Barbarroja o Pedro el Cruel se habrían reído de ello.
Si se observan las series de televisión actuales, muchas de ellas tienen un alto contenido de lo que podríamos calificar como transgresor, y nos da una falsa visión de la libertad de expresión: el desnudo, la violencia, incluso el sexo explícito no aparecen como un elemento de información sino, al contrario, como una muestra del tipo “mira todo aquello que somos capaces de enseñar”. De ello surgen posicionamientos impostados. La literatura de Chuck Palanhiuk, por ejemplo, sortea lo censurable porque no afecta a ningún colectivo. A veces se encuentran con protestas esporádicas, como le sucedió a él con la industria pornográfica por su novela “Snuff”.
Esto es precisamente el elemento clave: cuando un escritor no puede salirse de una pauta, un género, un estilo porque si lo hace el mercado no responderá. He intentado, del mismo modo, rastrear en España este fenómeno. El resultado es que, manifiestamente, todos aquellos escritores que venden por encima de lo aceptable manifiestan una literatura donde se practica la censura de mercado. Todos sin excepción escriben novelas donde son, narrativa y estilísticamente, aquello que se espera de ellos. No se trata de estar continuamente cambiando, sino de tener algún tipo de evolución lógica ya que el escritor crece, o debería hacerlo, conforme pasa el tiempo. El resultado es la repetición sin césar de temas, personajes, giros, etc.
Por otro lado, la censura de la corrección política nos lleva al mundo de los premios. Al observar los temas tratados en las novelas ganadoras de los grandes premios literarios, al menos los más conocidos para el público. Hay violencia de género, inmigración, guerracivilismo, protesta social. Todo ello tratado por supuesto desde un punto de vista correcto, sin aspavientos estilísticos ni grandes polémicas. ¿Estamos entonces censurando la creación literaria con el afán del mercado? Es decir, ¿solo podemos tener escritores muy radicales que tienen que serlo siempre o escritores de industria que también tienen que ser siempre moderados y escribir sobre temas políticamente correctos?
Intentemos ver qué pasa con nosotros mismos viendo la que quizá la expresión “literaria” más recurrente en la actualidad, las redes sociales. Millones de personas se han vuelto repentinamente aforísticas al emplear Twitter y Facebook. En Gran Bretaña, los usuarios de Twitter han sido encarcelados por el envío de tweets abusivos; en Francia, Twitter se vio obligado a ayudar a un fiscal a identificar a los usuarios anónimos acusados de enviar tuits antisemitas. Pero los legisladores de este país han tenido más dificultades para prohibir el acoso por la red. El año pasado, Arizona promulgó una ley destinada a frenar el llamado “porno venganza”, el término popular para compartir imágenes desnudas o sexuales de personas sin su consentimiento.
La diferencia estriba, a ambos lados del charco, en que en EEUU existe también una sensibilidad compartida que puede parecer irracional para los estándares europeos. Los defensores de la libertad de expresión no deben pretender que toda expresión provocativa es una contribución al debate (provocar por provocar), o que es imposible hacer ninguna distinción entre los diversos tipos de discurso.
En las redes sociales, los mensajes suelen ser públicos, no tanto en los foros. La mayoría de las veces, las disputas sobre el acoso en la red se tratan no por la administración sino por aquellos grupos que rastrean en los medios de comunicación social. Esto lleva a una verdadera externalización legal y cultural de los mensajes, es decir, a equilibrar el valor de la libertad de expresión en contra de otros, los valores de la competencia.
No es difícil imaginar un tiempo, no muy lejano, cuando los defensores decidan que se necesitan medidas más proactivas para proteger nuestros derechos de expresión en Internet. Imagine una ley escrita para asegurarse de acabar con controvertidos gurús dedicados a “curar” a los gays, por ejemplo, o con los activistas que reproducen las imágenes de Charlie Hebdo del Profeta Mahoma. Éste, precisamente, es el perfecto reflejo de cómo el común impone la nueva censura. El semanario Charlie Hebdo anunció que ya no publicarían más caricaturas de Mahoma porque “su misión ya había terminado”. Habían cumplido, y ahora iban a otra cosa. ¿Los primeros en defenestrarlos por dejar de hacerlo? Aquellos que los habían defendido cuando fueron atacados salvajemente. La censura de quien no quiere censura.
Noelia Arlandis
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