A Garibaldi en Inglaterra no lo podían ni ver. El país con la Carta Magna más antigua, con las instituciones más cercanas a nuestra idea de democracia en una época en la que era poco menos que un experimento exótico, no podía soportar a un hombre que se arrojaba a sí mismo el término de «libertador». No tuvo otra idea que la de irse allí a hablar en público de Grecia, de Schleswig-Holstein, denunciando cómo se estaban sustituyendo reinos despóticos por lo que él entendía que eran «parlamentarismos despóticos». Cerca de medio millón de personas le esperaban cuando llegó a Londres arropado por asociaciones obreras que escandalizaron a la Reina Victoria. A Marx tampoco le gustó. Le parecía que Garibaldi era un revolucionario impetuoso y sin ideas, creado por la burguesía para defender ideales de democracia burguesa. Por eso Lenin fue algo más condescendiente con él: burgués sí, pero libertador. Un líder libertador. Y eso, en el contexto del bonapartismo de Luis Napoleón que cimentó los modelos de líderes totalitarios del XX es decir mucho.
La democracia, el sufragio y la libertad son ideas que comenzaron a asociarse a finales del XVIII y que hoy seguimos alzando como bandera de la forma definitiva de convivencia en el llamado «Estado de Derecho», como si los estados medievales o anteriores a la Contemporaneidad no hubieran tenido leyes. La Ilustración trajo consigo la profundización en los estudios sobre las fórmulas políticas de la Antigüedad y rápidamente empezaron a verse en los espejos de Grecia y Roma.
No era casualidad: en lugar de resaltar como Aristóteles que los gobiernos participativos de las poleis áticas eran defectuosos y habían fracasado como demostraban las Guerras del Peloponeso, fueron varios los estudiosos que vieron en esta gloria la oportunidad de crear un nuevo mito. El mito europeo. Sin ir más lejos, Gibbon, al hablar de cómo cae el Imperio Romano, crea precisamente ese mito de destrucción de «lo civilizado» por parte de lo que llama «los pueblos salvajes de la tierra [que son] los enemigos comunes de la sociedad civil». Sin importarle desde luego que el mito de la democracia griega proceda de un breve período en realidad en el cual Pericles ejercía como protos aner (príncipe) según su bio-hagiógrafo Tucídides («una democracia de nombre, ero de hecho era el gobierno del príncipe»). Se trataba, por tanto, de una democracia que ya de por sí era restringida al cuerpo de ciudadanos (‘demos’) y en la que se ejercían influencias por parte de líderes como Pericles. Para sumar otra piedra más en la losa de la democracia griega, pensemos que Isócrates definía a Esparta como una «perfecta democracia», un lugar donde los hombres mayores de edad espartiatas eran iguales entre sí pero donde el resto no eran considerados casi ni seres humanos, incluyendo a los ilotas (medio esclavos, medio muebles, los cazaban por gusto).
Si esto les parece la repanocha imaginen ya si nos ponemos exquisitos con la geografía. Para cualquiera que haya sido educado en un sistema educativo de la Europa bienpensante, Asia empieza en el Bósforo y África en el Atlas (salvo que uno sea francés que empieza en los Pirineos). Para un griego «lo Oriental» era un persa, y un persa quedaba pasando la estepa anatólica. Mileto o Troya estaban en la actual Turquía y eran tan griegos como un lacedemonio. Lo que podían entender por Europa iba desde el Este de la actual Bosnia hasta la mitad de Turquía, incluyendo Tracia y algunas zonas del Mar Negro. A Este y Oeste de todo ello, para un «demócrata» griego, todo eran «bárbaros» (es decir, que no se les entendía al hablar, que es lo que significa etimológicamente). Son ellos, los griegos, los primeros en crear esta imagen de que ellos son Europa, la libertad y la democracia, por oposición a los persas, que son Asia y la esclavitud. Aunque Demóstenes, que defendió esta idea en su oposición vehemente a Alejandro Magno, al que consideraba un tirano que quería adueñarse de todos los pueblos griegos (y era verdad), estaba subvencionado por el persa Darío III para defender la «democracia de los griegos» frente al rey macedonio. Que si se puede ser «demócrata» y llevarse un dinerillo haciendo demagogia contra el azote de los persas pues mejor que mejor, pensaría Demóstenes. Después de todo, desde que el Pacto del Gran Rey llevara a varias poleis griegas siglos antes a pedir ayuda y financiación al rey persa, se había visto que los persas en realidad no eran el peor enemigo.
Esta oposición Occidente y Oriente es quizá la más exitosa que jamás ha concebido la historia. Ahí tienen a Huntington, que aparte de darle nombre a una horrible enfermedad, es autor de una horrible idea como la del «choque de civilizaciones». Otro alumbrado como Fukuyama y su «fin de la historia». Lo único que ha ido cambiando como veremos es el concepto de Europa, en sus límites ideológicos y geográficos, pero manteniendo siempre el mismo núcleo. Augusto derrota al «decadente» Marco Antonio que, según la propaganda augustea, se había dejado seducir por los encantos orientales tan opuestos a la supuesta austeridad y virilidad romanas. Sin embargo, Grecia, que por aquel entonces seguía siendo la referencia de una Europa concebida desde Escocia hasta el Norte de África y desde Finisterre hasta el Mar Negro, se convirtió en Oriente cuando a Teodosio se le ocurrió dividir el Imperio. Era la constatación de una realidad económica que se convirtió en religiosa con la ruptura de las dos iglesias, Católica y Ortodoxa. Aún más, San Agustín había alumbrado su filosofía en el Norte de África porque no había lugar en «Occidente» más civilizado que aquel. La llegada de los pueblos árabes y su inclusión en el Imperio Islámico crearía otra ruptura con la idea de Europa.
Europa se convierte así desde la Edad Media en la «Europa de Carlomagno», tal y como la dejó configurada Pirenne, no sin un interés claro: hacer bascular la asociación de la idea de civilización y herencia del pasado grecorromano hacia la Europa septentrional. De ese modo, el inexistente Sacro Imperio Romano-Germánico (inexistente porque Carlomagno en realidad apenas ejercía poder real sobre sus condes y duques, amén de ver la cultura clásica como el que dice que ha visto una película escuchando a uno que se le dice que ha oído hablar bien de ella), se configura desde Pirenne como el summun de todas las civilizaciones. África empieza en los Pirineos desde entonces porque ni la Península Ibérica, ni la fragmentada Italia, ni el realmente occidentalizado Imperio Bizantino formaban parte de las posibilidades de dominio de Carlomagno.
Hay desde luego un interés manifiesto en seguir educando en esa falacia. Bizancio era Oriente, ortodoxos, medio turcos sin serlo y copiaban el modelo grecolatino de gobierno. Sin decir que no lo copiaban porque ya era suyo de manera genuina. Tampoco se habla de que ese «Oriente», que pasó de empezar en Levante a hacerlo en el Bósforo, buscó durante siglos «occidentalizarse». Desde Pedro el Grande a Lenin se ha observado siempre como incapaz de asumir esos ideales de representación democrática y de garantía de libertades que representa supuestamente el modelo europeo que Pirenne dejó establecido. El de una UE, por cierto, conformada entorno a los ideales de que el modelo social, político y económico más «civilizado» es el que sustenta a los países del centro y el norte de Europa. El resto debemos asumirlo o morir en el intento.
Pensemos por ejemplo en Rusia. Todo el mundo asume que es una democracia de perfil bajo donde un partido creado ad hoc por un ex funcionario del KGB sustenta una suerte de «autocracia participativa». Este tipo de regímenes, las autocracias participativas, suelen darse para evitar que otros poderes fácticos controlen al ejecutivo, tales como lobbies de las grandes empresas o facciones sociales o, como es el caso ruso, de las oligarquías mafiosas. En lugar de ello, Putin se mantiene como garante de una paz social que evita que pesen más unas clientelas que otras. A costa, desde luego, de restringir las libertades a la era del estalinismo y el neoestalinismo. Al Occidente depositario de las formas más puras, supuestamente, de democracia no le importa porque se asume que, al ser «orientales», no son capaces de llegar a nuestros niveles de democracia. Por decirlo de algún modo, gracias que existe Rusia para poder justificar nuestro sistema democrático.
En 1863 escribía George Cornewall Lewis que «no creo que sea posible dar instituciones democráticas a un estado asiático». Su obra trataba de explicar a través de tres oradores inventados los tres modelos que la politología clásica ha asumido. Partía de la idea de que la democracia era siempre un gobierno representativo, condición que no se cumple ni tiene por qué hacerlo. Eludía así las formas de gobierno participativo que ya entonces los socialismos propugnaban y que habrían de mostrarse en los sucesos de la Comuna de París pocos años después. Era necesario para cierto sector de la burguesía que la idea de democracia fuera concebida como la alienación de los poderes del cuerpo de ciudadanos a una oligarquía política. ‘Oligos’ significa ‘unos pocos’, y esos pocos eran la clase política, concebida así como una subclase dentro de la burguesía. Democracia igual a representación, que es igual a libertad y se consigue gracias al sufragio. Todo bien.
Schvarcz, Brunialti, y otros autores de la época ya comienzan a sentenciar la importancia de que «la raza blanca lleve el dominio de la civilización por todo el planeta» mediante «las formas políticas arias». Se analizan así las formas de organización política desde puntos de vista raciales, tribales, sin importar los análisis de contexto, comparativos, etc. Bueno, era el XIX, la fiesta de la xenofobia científica ariocentrista. Para entender esta gran impostura que configura la gran falacia de la Democracia Pura hay que entender tres cosas. La primera, el fundamento que realizaron todos los analistas políticos ilustrados y decimonónicos sobre las formas de gobierno de los pueblos griegos antiguos en base a fuente parciales analizadas parcialmente, valga la redundancia. La segunda, la creación desde Tocqueville de un ideario común atlántico mediante el cual lo «europeo» puede ser concebido como nuevo o viejo gracias al establecimiento de la república estadounidense que era como una ‘renovatio temporis’ europea. La tercera, que nos ha venido bien desde entonces, asumir que Europa es maravillosa. A EEUU porque así sus elites políticas han justificado la marginación de todo lo que no sea WASP, dado que la democracia es algo blanco, o no lo será. A Europa porque así se crea desde la Guerra Fría una oposición a esos «bárbaros orientales» que no saben ser demócratas.
Un problema de número
‘Politeuómenoi’. Ésa es la palabra clave a tener en cuenta. Eran los que podían ejercer la ciudadanía en las poléis griegas. Ahora bien, para que nos quede claro qué podemos entender por democracia habría también que comprender lo variable del término. Un ‘polite’ no siempre fue simplemente un ciudadano varón mayor de edad. En época de Pericles, en Atenas, debían ser hijos de padre y madre ateniense, por lo que el criterio étnico era condición sine qua non para poder ejercer la ciudadanía. Esto hacía que el cuerpo fuera muy reducido en una ciudad donde el contacto con el mundo exterior debido sobre todo al comercio era muy habitual. Se otorga el «privilegio» de la ciudadanía solamente a aquellos que son capaces de defender la ciudad, de ahí que ‘politika’ y ‘polemos’ (guerra) compartan la misma raíz. Un polite es un guerrero que tiene capacidad de decisión política al poder participar en la asamblea ciudadana. Sin representación. Es democracia directa en tanto en cuanto no se considera ciudadanos al resto: no es que unos pocos representaran al resto, es que, sencillamente, el «resto» no tenía consideración.
El problema surgió como consecuencia de la consideración de propietarios que tenían los ‘polítai’. Para estar en la asamblea y poder ser guerrero era necesario poder costearse el armamento, lo que necesariamente llevaba a ser poseedor de rentas inmobiliarias. El concepto, por tanto, de democracia surge como un modelo de decisión comunal restringido a los que son capaces de sostener la comunidad, no como un elemento de participación general. De ahí que en Atenas, con el tiempo, se aceptara a los no poseedores (‘thetés’) que fueran guerreros de la marina. Ahora puede entenderse mejor las alabanzas de Isócrates a Esparta, donde también un solo cuerpo, los espartiatas, tenían la condición de iguales (‘homoioi’) y eso les permitía considerarse como la democracia más perfecta. Licurgo, el casi mítico legislador de Esparta, fue, y no Pericles o Clístenes, el modelo referencial para Rousseau o Robespierre.
La representación surgirá de un modo más o menos natural cuando, al aumentar el cuerpo cívico con la inclusión de no-poseedores, surjan cada vez más diferencias evidentes de clase dentro de la propia clase de ciudadanos. Los que poseían una mayor riqueza van asumiendo la dirección del sistema democrático como una «responsabilidad». Un personaje como Pericles, sin ir más lejos, es visto como un demagogo por Platón, que lo acusa de engañar al pueblo para mantener su influencia. Era, según Tucídides, un líder que no se deja influenciar por el propio cuerpo popular. No está claro, por tanto, qué era Pericles. Jenofonte le hace decir en su texto que lo importante es la voluntad del pueblo, por encima de la ley, mientras que Tucídides dejó escrito que Pericles apostaba por la ley como gobierno.
Lo que sí parece claro es que tenemos uno de los primeros modelos de bonapartismo que muchos siglos después encarnaría Luis Napoleón al emerger sobre la burguesía para constituirse como un burgués que controla burgueses a expensas de una masa cuya única «libertad» sería la de votar. Así, lo que puede dilucidarse es que la mitificada democracia ateniense no era en sí un régimen donde el «pueblo» gobernase, sino donde se ejerciera la labor de dirección sobre el pueblo a través del cuerpo de ciudadanos con mayor poder adquisitivo y capacidad de influencia. Unos lo aceptan sin más y pelean entre sí dentro de los juegos de clientelas, pero otros no lo aceptan. Son los «pocos» (‘olígoi’), que añoran el modelo por el cual el cuerpo cívico era mucho más reducido y estaba integrado únicamente por los que verdaderamente podían ejercer el poder. Se trataba, al fin y al cabo, de quitarle la máscara al sistema dado que, al final, iban a ser los mismos los que iban a gobernar. La extensión de la ciudadanía a los no-poseedores lo que había provocado era la irrupción de la demagogia como elemento fundamental en las luchas por el poder político. Miran a Esparta como ejemplo de buen gobierno porque la aristocracia sigue gobernando en igualdad repartiéndose el poder. Es algo semejante a lo que luego sucedería con las sucesivas ampliaciones del cuerpo de senadores en Roma para deslegitimar a las grandes familias patricias.
Dios fue la esencia del poder y motor de cambio en las revoluciones que se produjeron en Europa durante el fin de la Edad Moderna. En la Revolución Inglesa aparece como un elemento sustantivo el papel jugado por la Iglesia Presbiteriana durante 1647, dado que alentó una serie de debates en los que se encontraban todos los grupos sociales. Cuando se leen las actas de aquellos días sorprende encontrar una apelación continua a los designios divinos, heredando la tradición en el fondo de los monarcómacos y de Hugo Groscio (iusnaturalismo) al hacer pesar la voluntad popular por encima de la de los grupos privilegiados. Se trataba de hacer valer una idea de autonomía de los individuos que el calvinismo había implantado. Si un individuo puede ser autónomo ante Dios, y gracias a él, ningún otro individuo puede restringir esa autonomía ni cambiarla de ningún modo.
El extraordinario peso que lo religioso tiene en las apelaciones que unos y otros hacen durante la Revolución Inglesa ha propiciado que autores como Welzer la llamaran la «revolución de los santos». Hay, sin duda, detrás de ello, un conflicto de intereses entre los propietarios vinculados a la Iglesia Anglicana y la Iglesia Presbiteriana donde los no propietarios (ricos comerciantes sobre todo) se agrupaban para justificar sus reivindicaciones bajo fundamentos religiosos. Estos ‘levellers’ (niveladores) se revelaron pronto como unos defensores de una democracia en el sentido más griego del término: igualdad para un grupo restringido. Así, Ireton, cuñado de Cromwell, exigió que «todos los habitantes que no han lesionado su derecho innato deben tener el mismo voto en las elecciones». ¿Cuál era ese «derecho innato»? Haber nacido inglés de origen inglés. Se fundamentaba así, de nuevo, la democracia y el sufragio bajo un criterio de censura étnica.
No es de extrañar, por tanto, que cuando el proceso se asiente en Inglaterra y sea llevado a las colonias americanas mantenga esta distinción racial. Jefferson no dudó en hablar, en el borrador a la Declaración de Independencia, de unos derechos que son inalienables porque han sido otorgados por «el Creador» a aquellos que considera su pueblo y su civilización. Eso permitió que, en su redacción original, la Constitución de los nacientes Estados Unidos considerara la esclavitud como algo normal e incluso legítimo, dado que se realizaba sobre poblaciones a las que en la práctica no se consideraba humanas. A pesar de que países como España, y gracias a Bartolomé de las Casas, hacía siglos que se había aceptado tal condición fundamentando la existencia de la esclavitud bajo otros supuestos.
Los franceses tampoco quedaron muy bien parados en este asunto. La insistencia del haitiano Dufay en que los Derechos del Hombre proclamados por la República Francesa en 1794 se extendieran a sus colonias fue aceptada por la Convención con gran pomposidad. Pero los propietarios franceses en Haití se iban a mostrar menos entusiastas e incluso se aliaron con ingleses y españoles para «restablecer el orden natural» en la colonia. Poco más de un mes después de la declaración de la Convención, los ingleses desembarcan en la Martinica y Guadalupe, dicen, para defender la libertad que entienden como los derechos de los «grandes blancos» (propietarios), devolviendo a la población negra a la esclavitud.
No hay que olvidar en esta cuestión la influencia del pensamiento religioso. Puede verse como una contradicción que las revoluciones anglosajonas a un lado y otro del Atlántico tuvieran como fin únicamente la «democratización» de los blancos y mantuviera a las comunidades de otras etnias en situación de esclavitud. En primer lugar, tengamos en cuenta lo que ya se ha visto acerca de la democracia entendida como la fuerza de un grupo sobre otro. En el caso inglés se trataba de ‘nivelar’ el Parlamento y la toma de decisiones elevando los derechos de los no propietarios sobre el resto. En el segundo lugar la cuestión económica es fundamental, ya que la esclavitud constituía una mano de obra fundamental. En la Roma de la Antigüedad la esclavitud fue menguando poco a poco debido a su cada vez menor rentabilidad económica. En el Tardo Imperio, mantener esclavos era muy costoso debido a la legislación existente, lo que propició que el colonato aparcero fuera más rentable para los propietarios. Piénsese que, como señala Finley, el origen de la esclavitud antigua es la deuda: bien por las relaciones entre individuos bien por las contraídas con la soldadesca que propiciaron la esclavitud como botín de guerra. Sin embargo, la esclavitud moderna fue entendida como un mecanismo de producción en un mundo de déficit demográfico. Pero es que, además, se hacían continuas apelaciones a cómo la Biblia justificaba la esclavitud. En efecto, Pablo de Tarso en su Epístola a los Efesios o en la Epístola a Filemón, no habla de romper la esclavitud, sino de aceptarla igual que todos somos siervos de Dios. Curiosamente, frente a esta interpretación que hacen anglosajones isleños y anglosajones continentales en América, los jesuitas del Padre Vieira (entre otros) atacaron la esclavitud y las diferencias sociales. No es de extrañar, pues, que primero en la Revolución Inglesa y luego en la Americana la Iglesia Presbiteriana acusara a la monarquía de querer aliarse con los jesuitas y acabaran persiguiéndolos por oponerse «a la voluntad popular».
Los franceses revolucionarios acabaron dándose cuenta de que este aspecto también se encontraba en las llamadas democracias griegas. Arnaud advirtió en su estudio de Jenofonte que la esclavitud se encontraba siempre presente en todos los aspectos de la construcción del sujeto político griego. Formaba parte de su legislación, de su economía, de sus intentos por reformar la estructura social, y se concluye que en ningún momento de la Antigüedad se dio un régimen de verdadera libertad puesto que todos sin excepción contemplaron alguna forma de esclavitud. Eran, por tanto, democracias donde la libertad era un privilegio y donde la participación era un bien atesorado para controlar, muchas veces de forma étnica, a un grupo sobre otro. U otros.
Fernando de Arenas.
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