Me preguntan, me dicen, me comentan: “Escríbete algo sobre las elecciones francesas”. Lo primero que pienso es: “miren, Francia es Francia, y al final pasará que Le Pen perderá en la segunda vuelta”. Igual podría decir que España es España y Rajoy podría gobernar hasta el fin de los tiempos si quisiera y Podemos no va a gobernar nunca. Y terminaría añadiendo como aquel célebre personaje de Pepe Sancho en Cuéntame, don Pablo: “España y yo somos así, Antoñito”.
El problema que le veo es que Le Pen sí que puede ganar, porque cuando tú dejas que la gente vote pueden pasar muchas cosas. En Francia el problema que tienen no se ha gestado a expensas de eso que erróneamente unos llaman el “populismo nacionalista”. Ese tipo de emblemas son peligrosos porque no ha habido nada más nacionalista que De Gaulle en aquella “crisis de la silla vacía”. Lo cuento para el que no lo sepa.
Doce años después de tener que elegir entre el Plan Morgenthau para hacer de Alemania un solar agrícola sin patria ni bandera o hacer caso del Plan para convertir a los países “vencedores” en países “vendedores”, optaron por lo segundo. Nacía la CEE de la cual Hallstein, vinculado estrechamente al Partido Nazi y sus líderes, se convertía en primer presidente de la Comisión. La idea era que se votara por unanimidad para las decisiones importantes y por mayoría cualificada en algunos temas. Esto llevaba consigo una pérdida de poder por parte de los gobiernos que veían que “Europa” podía llegar a decidir por ellos simplemente porque había mayoría de voto. A la democracia interior nunca le gusta la democracia exterior (y viceversa). De Gaulle abandonó su puesto en el Consejo durante seis meses en señal de boicot y protesta. La firma del Compromiso de Luxemburgo en 1966 solucionaba este desaguisado pero con el Tratado de Ámsterdam se volvía en los 90 a delegar en el Consejo Europeo el acuerdo por unanimidad ya que se estipulaba el derecho de veto de las naciones.
Así que menos cuentos con la idea de que hay un “populismo nacionalista” que recorre Europa como si la Liga Norte no hubiera hecho campaña anti-UE años atrás, Farage hubiera salido de la nada o la Europa del Este no fuera un nido de partidos ultraderechistas (con Viktor Orban a la cabeza) que sólo permanece en la Unión Europea por los Fondos de Cohesión.
A esto se une Francia. Ay, Francia. La grandeur no ha existido nunca y ellos no lo saben o, como cantaba Concha Velasco (me pillan algo carca como ven), “no te quieres enterar”. La construcción de la identidad cultural francesa se ha fundamentado desde hace siglos en parchear el fracaso. En la Guerra de los Cien Años, en las guerras franco-hispanas con Francisco I encarcelado en España, en una revolución que acaba con su imperio destrozado en unos años, aplastados por los alemanes en tres guerras, dos de ellas mundiales en las que de no ser por los americanos y los rusos estarían ahora mismo cantando Deutschland über alles desde Reims hasta Burdeos.
Además, no hay una cultura francesa como tal que defender. Las ansias coloniales del XIX y la mala gestión de los territorios, así como un proceso descolonizador guiado por la táctica paternalista y escopetera de De Gaulle y sus sucesores hasta Miterrand, llevó a una falsa inmersión cultural de los colonizados y descolonizados en el territorio del Hexágono. ¿Qué es más francés, el queso, el vino y disfrutar de la vida como puerilmente defendieron algunos políticos cuando los atentados de Charlie Hebdó y Bataclán o el rap magrebí que se hace en la banlieue desde hace dos décadas? ¿Es más francés comer en un bistro o la matanza de argelinos en el Sena por parte de Papon, reconocido criminal de guerra colaboracionista que fue ministro del gabinete Barre a comienzos de los 80?
He aquí una seria disyuntiva, intentar entrever si aquello que está sucediendo en Francia ahora es causa o consecuencia. Es consecuencia de la desestabilización del Estado del Bienestar de Europa, creado en los 50 por los Estados Unidos para frenar el avance de la izquierda pro-Komintern. La crisis de 2007 se llevó por delante a las generaciones de la ilusión, esas que habían sido educadas en la cultura de la progresía ma non troppo donde estaba bien apoyar a Palestina siempre y cuando no fuese a Hamas que ponían bombas. Donde el trabajo dignificaba aunque fuera indigno pero trabajo al fin y al cabo. Esa generación no venía de saber qué era el miedo porque no sabían de desigualdad, ni de marginalidad, ni mucho menos de guerra. No sabían lo que era el miedo ni la muerte.
Ahora sabemos lo que es el miedo. A finales de los 80 en Francia se andaban preguntando por qué su país cada vez pesaba menos en la esfera internacional. La caída del Muro de Berlín y de la URSS se llevaba por delante la capacidad de los franceses de hacer de franceses. Es decir, esa arrogancia con la que hacían las pruebas nucleares en Mururoa en los 90 no era más que una impostura. La que se marcaron cuando se opusieron a la Guerra de Iraq simplemente porque sus petroleras no iban a sacar tajada de ella. Había que volver a parchear el fracaso internacional apelando a la grandeur en forma de arrogancia, de altanería.
Cuando le vendes a la gente que eres más grande e independiente de lo que realmente eres pasa lo que pasa. La crisis ha sido fuerte en Francia pero ni de lejos lo que se ha sufrido en Portugal, España o Grecia. La nueva izquierda renovadora de estos países, mucho más fuerte en España, donde ha canalizado en un partido organizado, y en Grecia, donde ha alcanzado a gobernar, no ha aflorado en forma de partido en Francia.
Ahí tienen a Mélenchon. Imaginen que el 15-M hubiera llegado Gaspar Llamazares y hubiera dicho que él representaba la verdadera izquierda. Algo así pretende ser Mélenchon que apenas llega en los sondeos al 13% de intención de voto. Su respuesta, en vez de dejar el lugar a otros o mejorar su discurso y su programa, es prohibir lo que llamaba la “sondocracie”, que las encuestas y sondeos se publiquen. Algo así como “no le digan a la gente que no me quieren ni en mi casa”.
Le Pen avanza porque ofrece un hilo conductor con De Gaulle, Chirac y el propio Sarkozy apuntando en 2005 con su dedo directamente a los que causaban revueltas en la banlieue. Mélenchon y Hamon en la izquierda no ofrecen más que dudas y palabras huecas, mientras que Fillon y Valls caminan entre la dureza impostada y la política de siempre. Y además Le Pen ha hecho de la UE el eje de su debate donde todos los candidatos flaquean, sin ser además la cuestión principal de ninguno de los programas electorales. Es decir, Le Pen no tiene que profundizar en su programa educativo, cultural o económico (Francia para los franceses pero luego no añade qué van a hacer los franceses con Francia) porque la piedra de toque está en la UE, con la que ninguno sabe qué hacer tampoco.
Hamon quiere remplazar el Eurogrupo por una asamblea parlamentaria. Aconsejado por Piketty y Julia Cagé propone un “nuevo tratado de democratización de la gobernancia económica de la zona Euro” que vendría a sustituir a los tratados actuales. Las grandes decisiones se tomarían “mediante transparencia y control democrático”. Se trataría básicamente de eliminar la reunión mensual que mantienen los ministros de economía y finanzas de la UE, sustituyéndola por una “asamblea”. Hasta ahí bien, pero oiga, que los ministros han sido elegidos asimismo por los ciudadanos en sus respectivos países. Y son más de una veintena así que no se decide todo entre cuatro. Además, esta propuesta, a oídos del ciudadano medio, ¿de qué serviría?
Mélenchon habla de que esta medida le resulta insuficiente, positiva pero no bastante. Para él la clave reside en el Banco Central Europeo, que debería estar más controlado por el Parlamento Europeo. Para ello propone eliminar los pactos de estabilidad que según él estarían en el origen de los problemas laborales franceses. Ahora bien, ¿cómo iba a arreglar los problemas de empleo de Francia aumentar el déficit público? No lo explica ni sugiere qué haría. Habla de desobedecer a Europa, diciendo que “puedo convencer a los franceses que existe un camino para reorientar Europa”. Básicamente, de acuerdo con su programa, se trataría de poder abandonar parcialmente la UE en aquellos tratados con los que no esté de acuerdo. Es decir, propone lo mismo que Le Pen pero sin ser claro y sólo de forma selectiva. De hecho, apuesta por crear una banca nacional que haga del Euro una moneda común “pero no única”, y de aportar y colaborar con la UE en aquellas cuestiones concretas que sean útiles a Francia.
Como puede verse, Mélenchon sí apuesta en la práctica por un verdadero “Frexit” al que se opone radicalmente Hamon. A éste de todos modos le da igual ya cualquier cosa porque Macron se lo ha comido como buen candidato que es de la oligarquía financiera francesa. Digamos que es a Francia lo que Susana Díaz a España, salvo que Macron es francés y aunque hayan perdido casi todas las guerras un mono en Francia habla con más coherencia que un cachorro de partido en España.
François Fillon mantiene su candidatura a pesar de su acusación, a pesar de su enorme descrédito. E incluso se permite el lujo de anunciar, a diferencia de otros candidatos como Valls o Macron, que no votará por nadie en segunda vuelta para evitar el ascenso de Le Pen. Rompe el acuerdo tácito que existía desde Chirac para evitar el ascenso de los extremismos, pero lo rompe pegándose un tiro en el pie. Así, cada uno a su manera, contribuye a dañar un poco más la confianza entre los funcionarios públicos y los ciudadanos. Entre los candidatos y los votantes.
Sobre el caso Fillon poco se puede añadir. Es probablemente más la naturaleza de los cargos contra él que sus lamentables salidas de tono lo que hace que sea superado significativamente por Emmanuel Macron o Marine Le Pen, y que empiece a tener a Mélenchon en el espejo retrovisor.
En cuanto a Manuel Valls, que se pasea con bastante asiduidad por los medios, pregona algo que no funciona: que viene el coco. Valls es un político de escasa talla. Se niega a asumir que ha sido derrotado dentro de su propio partido como se negó y se sigue negando Pedro Sánchez en España. No acaba de creerse que la historia legislativa y presidencia de Francia se va a escribir sin él. Su discurso es el de que la democracia está en riesgo. Pero se limita a decir que lo está si ganan los que no son él. Como si Le Pen no creciera gracias a la democracia justamente.
No es posible aventurar un resultado de cara a la segunda vuelta de las presidenciales. Hay muchas posibilidades de que Le Pen sea presidenta de Francia por dos motivos: por el voto encubierto como sucedió con Trump; y por la incapacidad de sus rivales de articular una respuesta razonable a por qué no debería gobernar Le Pen dando alternativas sólidas y comprensibles al electorado. No se puede volver a engañar a la gente cuando tienes enfrente, de nuevo, a Luis Napoleón Bonaparte en forma de ultraderechista de cabellos rubios. Porque ahí está la clave de este asunto, Le Pen es bonapartista.
Lo escribí hace unos meses por aquí. El bonapartismo es un fenómeno característico y esperable de la vía democrática de las instituciones. Se basa en el revestimiento pseudorrevolucionario de una forma de ejercer el supuesto cambio político mediante instituciones que el propio sistema al que se dice cambiar ha generado. El cambio, así, desde dentro, sigue manteniendo los criterios de secesión social, de fuerza de un grupo contra otra y propicia que las bases de control sigan estando en los propietarios puesto que son estos los que ejercen la presión económica sobre los no propietarios. Luis Napoleón había hecho una tournée por Francia criticando la actitud de la Asamblea Nacional que no le dejaba aplicar su programa político que incluía por ejemplo mejorar las condiciones laborales. Logró tal apoyo popular que en pocos años se convirtió en emperador por referéndum. Y unos años después llevó a Francia al desastre de Sedán con cientos de miles de muertos.
Cientos de miles de muertos. Eso es lo que nadie dice cuando hablan de Le Pen.
Fernando de Arenas
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