“dijeron que Céline era un nazi
dijeron que Pound era un fascista
dijeron que Hamsun era un nazi y un fascista.
pusieron a Dostoievsky frente a un pelotón
de fusilamiento
y mataron a Lorca”
(Bukowski)
Muerto García Márquez, se acabó la rabia. La que a algunos les causaba que un hombre como él tuviera hasta ideología. Lo dice Wert, quien hablaba diciendo que era un “hombre comprometido al que nunca la preferencia ideológica le alejó de la defensa de los derechos humanos”. Escuchando a Jiménez Losantos también se queda uno con el cuerpo raro, teniendo en cuenta que viene a decir que era un escritor mediocre (sic) que llegó lejos porque tenía ideas de izquierda. También se han llevado algunos las manos a la cabeza porque el presidente del PP de Andalucía lamentaba su muerte como la desaparición de un referente “de las letras españolas”.
Nación e ideología, la mezcla ideal para los que no tienen ni idea de cómo se crea una novela. Gabo, como le llamaban los amigos y los periodistas que quieren dárselas de cercanos, había nacido en Arataca. ¿Ustedes no saben dónde está? Miren, está aquí…
…allá por Colombia. Y sus padres llegaron allí persiguiendo “la fiebre del banano”. Solo con eso ya uno tiene para varias novelas. Su madre era hija de un coronel que le cogió cariño al padre de García Márquez, un simple telegrafista inmigrado, por lo que tuvo que apartarse de esa rama familiar. Como uno es el resultado de aquello que le han contado, de niño observó una vida cuasi matriarcal, basada en la oralidad y en donde, en mitad de la soledad, como Aristóteles, encontraba refugio en el mito. “Quise dejar constancia poética del mundo de mi infancia, que transcurrió en una casa grande, muy triste, con una hermana que comía tierra y una abuela que adivinaba el porvenir, y numerosos parientes de nombres iguales que nunca hicieron mucha distinción entre la felicidad y la demencia”.
Esto es para presentarles la cuestión que interesa de verdad, ya que si buscan análisis sobre la obra de García Márquez, acudan a la red. Con su muerte han aparecido al menos dos centenares de expertos en su literatura (entre ellos Jiménez Losantos) y otros tantos famosos que dicen que Cien años de soledad les ha marcado mucho.
Eso suele pasar cuando no se tiene mucha idea de cómo se crea un mundo como el que aparece reflejado en El amor en los tiempos del cólera o Crónica de una muerte anunciada. Existe el riesgo habitual de relacionar lo que se cuenta con la biografía del autor. Ah, y también la “ideología”, eso que tanto pica si se es García Márquez, Lorca, Céline o Heidegger. Los (malos) análisis sobre lo que hacen o dejan de hacer los creadores de todos los tiempos están llenos de notas biográficas que buscan relacionar aquel maltrato con cierto uso de tonos violentos en un cuadro, una supuesta deformación ocular con figuras alargadas, personajes directamente sacados de la vida personal, etc.
No les voy a negar que algo de eso hay siempre. Pero para el creador la realidad es una excusa. Existe la manía perpetua de rastrear en Macondo o en el matrimonio de El amor en los tiempos del cólera una referencia directa. Es indudable que existen realidad paralelas en las cuales el autor se mueve, generando personajes que son reales y resultan cercanos, vitales, verdaderos, porque se basan en aquello que se conoce. Por eso no hay literatura extraterrestre.
A García Márquez le sucede como a Lorca, solo que no han podido fusilarlo. Su creación siempre sobrevivió a un rescate ideológico por parte de cualquier tendencia. Y es aquí donde el autor se vuelve transnacional. Gracias, en gran parte, al uso de una lengua como el castellano que es, probablemente, una de las más ricas en cuanto a usos que existen en el mundo. Si no la que más.
No es un error decir que hemos perdido a un gran escritor de las letras españolas. El error es que podamos pensar que eso es un error. El castellano, a diferencia de lo que sucede con el inglés, es terriblemente permeable a la influencia semántica porque el devenir histórico de los territorios donde permanece es extraordinariamente diverso. Mientras que en el inglés cambian las formas pero el contenido semántico sigue siendo el mismo, en el castellano la riqueza hace casi necesario un diccionario para entenderse, no ya entre colombianos, mexicanos o argentinos, sino incluso dentro de la propia España.
Esa grandeza es lo que marca la diferencia, paradójicamente, de la posibilidad de establecer una literatura “nacional” para el castellano. Cuando se lee La broma infinita uno está reconociendo dos elementos diferenciales, a saber: existe una connotación común a toda la literatura, la re-creación de una realidad física y psíquica paralela; la otra, hay factores de concomitancia entre Foster-Wallace y los escritores de su tiempo. Sin embargo, en Cien años de soledad la conexión se establece mucho más allá. Porque hay algo de Juan Rulfo pero también de Mihura, de Valle-Inclán o incluso Max Aub. No como un poso que se acumula sino algo que se comparte de forma inconsciente por una sutil idea a la hora de emplear las palabras.
Hay siempre una intención ideológica cuando, desde fuera, se pretende señalar a García Márquez o cualquier otro creador, especialmente ya fallecido (ventaja, los muertos no hablan), como “colombiano”, “de las letras españolas”, o de cualquier otro terrenucho fragmentario entre fronteras históricas y geográficas. Piénsese en la forma en la cual la política andaluza se ha apropiado de Picasso como pintor malagueño, hecho éste que se debe a una circunstancia de la que nunca hizo gala del mismo modo que antes los franceses habían pretendido apropiárselo concediéndole la ciudadanía francesa. Nada da más lustre y esplendor que tener en la nómina nacional a un Premio Nobel.
Resulta risible, por ejemplo, que Colombia pretenda nacionalizar la creatividad de García Márquez cuando éste recibió el Nobel en 1982 prácticamente huyendo de su país, acusado nada menos que de financiar guerrillas. E, incluso, algún político catalán ha pretendido que sus años en Barcelona fueron decisivos para dar forma a su talento. Creo que, una vez, en un viaje pisó Albacete y se tomó allí un café. Minutos para que algún lumbreras diga que hay algo manchego en su escritura.
El invento de la literatura nacional tuvo su razón de ser en el siglo XIX, cuando eran expresión de un geist común a los pueblos que habían visto nacer la lengua en la que se escribían sus obras. Ahí está August W. Schlegel (Vorlesungen über dramatische Kunst und Literatur, 1808) para justificar que existe un espíritu unitario, no desde la lengua hacia sus usuarios, sino al revés. No se trata de aburrirles con disquisiciones metafísicas porque está claro que fue antes la persona que la lengua. Sin embargo, es evidente que, una vez desarrollada, es la lengua la que condiciona lo que las personas crean.
Vean, si no, el invento del Siglo de Oro español al unir en un mismo barco nacional a Calderón o Lope de Vega. No puede haber dos espíritus más distantes que se meten en el mismo saco por aquello de justificar que, en época de debacle, aún nos quedaba el arte. Esta idea, por cierto, parte no de analistas españoles sino de Nicolás Böhl de Faber, cónsul hanseático y representante comercial en el Puerto de Santa María. Luego se le sumarían Ramón López Soler y Agustín Durán, los tres en el siglo XIX. Para Menéndez Pelayo, en cambio, hablar de una “literatura nacional” aplicada al castellano era una verdadera falacia, aceptando que si habláramos desde el punto de vista de la nación y no de la lengua, el hebreo, el latín o el árabe deberían formar parte de ese hispanische geiste.
Si aceptamos la tiranía de la lengua en la que están escritas las obras, es necesario asumir que el castellano se encontró con una situación de extrema peculiaridad: cuando surge el primer estado moderno lo hace bajo la unión de Castilla y Aragón, y en el mismo instante de nacer la lengua ya no le pertenece al territorio que la vio nacer. En el preciso instante de configurarse como “lengua nacional”, el castellano salta hacia las principales cancillerías europeas y de ahí a América. No existe caso igual en toda la historia. El griego se convirtió en koiné, pero jamás los griegos fueron nación. El latín unió el Mediterráneo lingüísticamente, pero era extraordinariamente impermeable. Ni siquiera el árabe, que solo se ha adaptado alfabéticamente a otros idiomas como el turco (luego reconvertido desgraciadamente al alfabeto latino) o el farsi.
En el momento en el cual los autores se conocen entre sí, y esto ya se daba en la Antigüedad, y empiezan a manejar una misma lengua, se pierde cualquier posibilidad nacional. El orbis litterarius o la idea de res publica literaria ha sido usado para justificar el modo en el cual los autores se conocían, influían, intercambiaban ideas e incluso se animaban entre ellos a escribir (como le sucedió a Descartes) durante la Edad Moderna. Según cuenta, Cien años de soledad surgió como el alumbramiento de Varennes, solo que conduciendo de México D.F. a Acapulco. Y en ese acontecimiento que le llevó a encerrarse hay mucho de una república literaria en la que viven Mutis, Vargas Llosa, su madre, su padre, Arataca, y participando de todos ellos, presidiendo esa república común y haciendo sus leyes, una única lengua.
La única nación, pues, de la que participa García Márquez es el castellano. Y su única ideología el ser humano, como dijo en su discurso al recibir el Nobel: “Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíbles nuestra vida. Éste es el nudo de nuestra soledad (…) Deseo una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Al igual que hizo con la lengua, no fue García Márquez quien buscó una ideología concreta, sino que fue la ideología la que lo buscó a él, estuviese donde estuviese ubicada. No comete, pues, un error quien tiene un alma y encuentra la nación y la ideología en la que se ubican, sino quienes pretenden tener alma solo por lo que otros le han dicho que deben ser sus sentimientos e ideas.
Quizá, en el fondo, lo que García Márquez acabó reflejando en su aportación a la república literaria es una estirpe verdaderamente diferente. La de unos creadores nacidos en un mundo empeñado en clasificarlos, atenazarlos, apropiárselos. Quizá, quién sabe, porque esas estirpes literarias “condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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