Cuando has vivido demasiado un siglo, el que se avecina te parece una catástrofe. Eso debió pensar Aznar García cuando pronunció el discurso que lleva por título el mismo que este artículo. Le parecía al académico de la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando que 1899 era un buen año para quejarse de que los artistas españoles que salían de aquí para conocer el ancho mundo de la modernidad. Ir a Roma, a París, ver que allí se hacen otras cosas. Nuevas. Querer aprenderlas. Lo normal en el fondo. Traición para los académicos.
En ese contexto hubo dos pintores que crearon un verdadero Eje del Mal del Arte ya que su fama y renombre como artistas, sus becas en el extranjero, sus encargos, fueron la válvula de escape para numerosos artistas que, educados en el historicismo, el regionalismo y la «pintura nacional» acabaron por evolucionar hacia nuevas fórmulas, a veces bien, a veces de manera impostada, que venían de fuera. Se trata de Mariano Fortuny y Madrazo, y Joaquín Sorolla.
Mariano Fortuny era un granadino que, cuando nació, se encontró con el Impresionismo bien desarrollado. A ello se unía que su padre había sido el conocido pintor Fortuny y Marsal que desde finales de la década de los 60 del XIX había tomado consciencia del arte que se hacía en París en esas fechas. La pincelada del Fortuny padre se había dilatado, buscando una mayor vistosidad, un brillo más exacerbado y había comenzado a establecer una evolución desde el Delacroix de la última etapa a las nuevas aportaciones que sumaban los malditos del Salon des Refusés. Sin embargo, sus últimos cuadros eran más una amalgama de técnicas asimiladas emocionalmente que un compromiso veraz con ese nuevo posicionamiento.
Fortuny hijo se crió, literalmente, en el Impresionismo como forma de entender el arte. Más que en ello, se vio a sí mismo reflejado en el brillo de pretender romper lo establecido a la vez que se asimilaba lo existente. El cuadro de «Los hijos del pintor en el jardín japonés» muestra justamente esa preclaridad de asimilar los tópicos del estilo foráneo (el propio japonismo como una moda ajena) unido a una sabia evolución en la propia manera de pintar. Su hijo, que aparece en el cuadro entre ropajes azules, tuvo la desgracia de perder a su padre a los tres años de nacer y la fortuna de que ello llevó a su madre a mudarse a París a vivir. Antes de alcanzar la mayoría de edad ya pintaba de forma destacada con Constant y comenzó un periplo europeo que le llevó a trabajar con Wagner, exponer en Venecia, Roma o París y sobre todo a convertirse en un experimentador de todas las artes. Tanto es así que el traje ‘Delphos’ que elaboró como diseñador de moda se convirtió en un icono del Modernismo internacional.
Sorolla había nacido ocho años antes y también quedó huérfano en poco tiempo, a los dos años, aunque de padre y madre. Esta diferencia de edad, no obstante, hizo que la formación de Sorolla fuera inicialmente típica, basada en la pintura histórica con abundancia de muertos, escenas de la épica nacional y todo en pos de obtener medallas para ser becado. Roma no le dijo mucho, o al menos no tanto como su experiencia parisina que, desde 1885, transformó su pintura hasta llevarle a nuevas fórmulas. En lugar de asimilarlo como pintor impresionista, eso sí, hemos querido siempre llamar a su estilo «luminismo». Se trata de una forma de intentar desplazar a un grupo de artistas, no solamente Sorolla, del grupo más clásico del Impresionismo francés. No es únicamente un berrinche surgido a finales del XIX en el entorno academicista patrio, es también, como señala Gray Sweeney (Inventing Luminism: «Labels are the Dicken», en Oxford Art Journal 26, no. 2 (2003), p. 93) una forma de tener un control sobre el precio de las obras de unos y otros. Es decir, que Sorolla no es impresionista simplemente porque la historiografía del arte ha decidido interesadamente que no lo sea.
Aquí es donde tenemos que plantearnos la cuestión de la infinidad de artistas que encontramos en nuestros museos, de nombres semidesconocidos pero de gran valor artístico a los que muchas veces se les ha despreciado por mantenerse en un limbo estético que oscila desde el rechazo al historicismo y el academicismo y el adaptar la temática local a las corrientes internacionales. Partamos de Manet. Nació y vivió gran parte de su vida en París, y su pintura tiene una temática parisina. Es un costumbrista, a su manera, reflejando los hábitos de vida, e incluso criticándolos, de la clase social preeminente en la ciudad más importante de Francia. Para pintar el campo y su gente ya vendría después Gauguin, e incluso Van Gogh.
Esto nos lleva a una serie de artistas que han sido puestos en comparación con los naturalistas del XIX como Corot o en parte el mismísimo Courbet. El primero es comparable en España con pintores como Pérez de Villaamil o Aureliano de Beruete, paisajistas de pincelada suelta, colores luminosos y, según investigadores como Carlos Cid o María del Carmen Pena, reflejan a su vez una vinculación íntima con el pensamiento del 98. Es decir, se trata de artistas que conocen los modelos estéticos y técnicos del exterior, por una asimilación internacional fruto de sus viajes y estancias en el extranjero. Sin embargo, el trasfondo que les lleva a la temática particular que reflejan es establecer una relación con la circunstancia que les rodea.
Esto, no obstante, tiene un problema fundamental de análisis, y es llevar a cabo esta analogía siguiendo principios hauserianos. Como el propio Cid señala («Pintura y Generación del 98, imágenes pictóricas de una crisis»), el empleo del método orteguiano de señalar generaciones más o menos uniformes que expliquen procesos semejantes puede resultar útil para situaciones concretas. A nivel histórico o de estructuras mentales puede tener una aplicación práctica como conocimiento de conjunto, pero cuando se trata de agrupar artistas podemos encontrarnos con un reduccionismo tal que obvie la propia naturaleza humana. Vean si no a Fortuny padre padre pintando a Carmen Bastián.
El método, por tanto, empezado en nuestro país por Lafuente Ferrari como forma de entender la evolución del Barroco castellano, no solamente es insuficiente sino que es terriblemente parcial. La visión tradicional de la historiografía artística española ofrece un reduccionismo exasperante. Pensemos, por ejemplo, en la necesidad de entender cómo la mayor parte de los creadores oscilaron de posiciones de izquierda y extrema izquierda en sus inicios hasta un conservadurismo atroz (véase si no a Maeztu que hacia 1936 era prácticamente fascista). Más que una politización personal, se trataba de posicionamientos que buscaban llevar a cabo una crítica de los vaivenes políticos de su época. Se olvida con frecuencia que en los años en los que Fortuny padre está pintando el cuadro de Carmen Bastián, Francia está al borde de una catastrófica guerra con Prusia por la hegemonía europea como primer preludio de la I Guerra Mundial y España se convulsiona con la expulsión de Isabel II, el asesinato de Prim y hasta el advenimiento de una República.
¿Podemos ver paralelos en la creación de estilos propios entre los pintores franceses y los españoles? ¿hay algo que pudiera inspirar a Courbet o Manet que se asemeje a lo que llevó a Beruete, Fortuny padre o sus sucesores? A nivel histórico, los años que van entre la década de los 20 y los 80 en ambos países tiene ciertas concomitancias si lo vemos a grandes rasgos. El liberalismo se abría paso con notables dificultades en los dos países con cambios dinásticos, revueltas burguesas, hasta el punto que los años centrales del siglo son casi más tranquilos (en comparación, insisto) en España que en Francia. Por resumir, en los años en los que Courbet se está saltando los convencionalismos de la Academia con ‘El entierro de Ornans’ (usar un cuadro de gran formato para un tema doméstico en vez de una gran temática mitológica, histórica o bíblica) Francia vive sacudida por los acontecimientos derivados del fracaso del orleanismo, las elecciones de 1848 que aupan a Luis Napoleón Bonaparte y el Golpe de Estado de 1851 que acabará por instaurar el II Imperio, cuyo final en 1871 con los acontecimientos de la Comuna de París es suficientemente significativo. En España, ese mismo período contempla el fracaso de los liberalismos partidistas que van desde la anulación y vuelta a la Constitución conservadora de 1845 hasta la expulsión de los Borbones, el breve reinado de Amadeo y la llegada de la I República. Tanto es así que el período de paz social de ambos países es prácticamente coincidente en fechas y la caída de Napoleón III se produce por el devenir de una guerra, la Franco-Prusiana, provocada en parte por la aspiración al trono español de un Hohenzollern de la dinastía prusiana.
Lafuente Ferrari en 1948 firmó un lamentable artículo que, por desgracia, se ha acabado convirtiendo en dogma de fe para cualquiera que intente explicar los procesos artísticos de finales del siglo XIX en España. En lugar de atender a elementos de conjunto que expliquen los procesos históricos, se remitió a concomitancias de estilo, intentando reducir mediante etiquetas y clasificaciones las motivaciones de los pintores que mueren y nacen alrededor de la década de los 70 del XIX. Pensemos por ejemplo en el paisajismo de Corot en Francia como resultado de una evolución del Romanticismo. Pérez de Villaamil está justo dentro de esta misma línea de procedimiento porque los procesos circunstanciales que le rodean, unidos a elementos de formación tanto artística como intelectual, son los mismos. Dando un salto en el tiempo, Courbet y Fortuny acaban confluyendo cuando el segundo conoce la obra del francés y termina por pintar al final de su vida odaliscas y, sobre todo, a Carmen Bastián desnuda como Courbet había pintado a otras tantas mujeres.
Resulta, pues, absurdo que se hable de estilos internacionales en la Edad Media, cuando desconocemos incluso el nombre de los artistas, y se clasifique como un estilo aparte cuando tenemos más información de los mismos. Es evidente que ni Sorolla ni Fortuny pueden ser incluidos en el grupo de los Impresionistas, pero si a Manet se le acepta como un pintor estilísticamente impresionista a pesar de usar por ejemplo el negro y temáticas alejadas del gusto burgués a veces, ¿por qué no hacerlo con pintores de otras procedencias? Volvemos aquí al interés de mercado que señalamos antes.
No obstante, sí debemos tener en cuenta que, al igual que Zola influyó notablemente en los impresionistas franceses, los vínculos literarios de los escritores finiseculares en España y los pintores son insoslayables. Tanto el paisajismo que aparece en Unamuno como en Machado o Azorín, su descripción de los tipos populares, los elementos del ámbito rural, tienen su reflejo en cuadros como aquellos en los que Sorolla refleja la pesca del atún o los boyeros transportando trigo.
Esto no debe alejarnos de la cuestión principal, ¿es la raíz de la inspiración la misma? Si en Francia recurren a Zola o Baudelaire es porque la cultura urbana se estaba imponiendo de fondo a un ritmo mucho más acelerado que en España. La Revolución Industrial se aceleró en Francia a un ritmo mucho mayor a partir del gobierno de la Tercera República mientras que dentro de nuestras fronteras lo hizo a un ritmo mucho más modesto. Un buen ejemplo de esto es que el que sea quizá el mejor referente del impresionismo en España, Ramón Casas, surja en Barcelona donde la burguesía industrial tendrá una fuerte implantación y desarrollo. A partir de ese momento (Casas nace en 1866 y desarrolla la mayor parte de su pintura a caballo entre ambos siglos) los pintores españoles reflejan mucho más el espacio mental y social que les toca vivir.
Puede hablarse, por tanto, que si bien durante la mayor parte del XIX Francia y España van casi a la par en el desarrollo de sus estilos pictóricos, hay un cierto receso por parte española en el último cuarto. Entre los múltiples aspectos que pueden explicarlo están la circunstancia histórica que se suma al menor desarrollo urbano que ya hemos visto. Se trata de una cuestión simple: España es un viejo imperio que está dando sus últimos coletazos y se aproxima a la debacle del 98, mientras que Francia es una de las grandes potencias coloniales que se encuentra en pleno apogeo. Tenemos por tanto una circunstancia económica (Revolución Industrial), otra histórica (imperialismo decadente frente a imperialismo en auge) a las que debemos sumar una circunstancia intelectual.
Esta circunstancia viene dada por la influencia del pensamiento de Taine. Su determinismo tuvo un profundo calado en la intelectualidad española que desarrolla su labor en el último tercio del XIX. Esta influencia es la que sirve de bisagra en España entre los trabajos académicos y la asimilación de las nuevas tendencias procedentes de Francia. Dos de los pintores que mejor muestran este cambio son precisamente de ese grupo de artistas desconocidos para la mayor parte del público y que pueblan nuestros museos de Bellas Artes en salas poco promocionadas por los mismos.
El primero es Tomás Muñoz Lucena. Al nacer en 1860 y en Andalucía su formación transcurre de una forma mucho más academicista que lo que muestra Sorolla y su oscilación hacia las fórmulas de Fortuny padre (tres décadas mayor) es tardía. Su formación es convencional y aunque su habilidad en el trazo, la conformación de los volúmenes espaciales y la aplicación de los colores es muy notable, su vinculación a la pintura histórica y folklórica lo relegan a un grupo de pintores mundanos. Pero a partir de 1885 se transforma. Visita París, conoce de primera mano y en plena juventud los trabajos de Manet y la escuela impresionista, y cuando vuelve a España un pintor localista como él interioriza la nueva forma de hacer arte. En el ‘Castigo’ encontramos quizá su mayor punto de inflexión. Pensemos por un momento en ‘La familia Bellelli’ de Degas o en ‘Muchachas en el balcón’ de Manet. El contraste lumínico es suave en todos los casos, recurriendo a pinceladas precisas pero sueltas, con una notable naturalidad en la transición lumínica de los diferentes espacios y el recurso a una temática doméstica que refleja lo cotidiano. La elección de los colores es también una apuesta estética e ideológica en la línea de lo que hemos señalado antes. Resulta de vital importancia tenerlo en cuenta para comprender la forma en la cual pintores como Muñoz Lucena van más allá de asumir simplemente una técnica foránea: es un verdadero compromiso con una nueva forma de hacer arte.
Si Muñoz Lucena sufrió esta apuesta en sus carnes con una disminución de sus encargos y de su presencia en las exposiciones nacionales en España, Germán Taibo lo acabó pagando con un injusto olvido. El coruñés nació en 1889 en pleno apogeo comercial e industrial de la ciudad que propició su transformación. Sin embargo, su formación principal tuvo lugar en París, lo que le dio a su pintura a comienzos del siglo XX un marcado carácter francés. Su pincelada es de una gran fuerza, con una paleta cromática de gran riqueza y una hábil resolución de las formas. Taibo estaba llamado a ser uno de los grandes pintores del XX de no haber muerto a los 30 años justo cuando comenzaban a eclosionar las vanguardias históricas. Tanto Taibo como Muñoz Lucena nos permiten cerrar la cuestión con la que comenzábamos, ¿por qué ha interesado tanto hablar de «desconcierto» entre los pintores españoles de finales del XIX?
Aznar García al pronunciar su discurso en 1899 participa del «contrarregeneracionismo» que se resiste a aceptar la decadencia social, política y económica de España. Ciertamente, la debacle del 98 en realidad permitió al país liberarse de su pasado iniciando un camino de crecimiento económico y de moderados cambios en una sociedad que comenzaba a estar en sintonía con los acontecimientos europeos. Pero el interés de Aznar García, como el de la historiografía francesa o el mercado de arte internacional, también iban a sintonizar en el desprecio a pintores como Fortuny (padre) como uno de los precursores del Impresionismo junto a Corot y Courbet. La mejor prueba de ello es el modo en el que se silenció la transformación de los pintores localistas como Muñoz Lucena, se negó la inclusión de Taibo como pintor de escuela francesa o se sigue insistiendo en Sorolla como un pintor «luminista». Va siendo hora, por tanto, de empezar a visitar los museos sin el complejo de una historia dictada para estar acomplejados.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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