A los modernos no les gusta la modernidad. Siempre que se produce algún acontecimiento interplanetario de dimensiones culturales “epifánicas”, sale algún lumbreras a decir “esto el nuevo…” seguido de alguna otra revelación del pasado. Se llama nostalgia de la nueva era. Una melancolía basada en la ausencia de nuevas mitologías en un mundo donde todo, absolutamente todo, (todo, por si no ha quedado claro[1]) tiene que estar explicado de forma racional. Sin pararse a pensar que creer en lo racional, es decir, el racionalismo, ya es una forma de ser irracional.
Cuando no teníamos a Maradona lo buscamos en Messi. Hasta cuando tiraron al mar (o eso dicen) el cuerpo de Bin Laden fuimos corriendo a buscar a un sucedáneo. Con directores como Kubrick pasa lo mismo, llevamos décadas buscando su “sucesor”. Pongamos por caso Christopher Nolan. Es la nostalgia, quizá, de no haber podido asistir al desastroso estreno de 2001: una odisea en el espacio en el que el propio Kubrick salió bastante azorado ante la incomprensión del público acerca de aquello que quería contar.
Por eso, desde que Nolan anunció y fueron saliendo trailers de Interstellar empezaron a salir por todas partes comparaciones con 2001. Y luego han visto la película (espero) y siguen haciéndose esas comparaciones. Porque, a pesar de que hay guiños evidentes en el filme de Nolan a la obra maestra (una de ellas) de Kubrick, son películas diferentes que hablan de cosas diferentes. De hecho, Interstellar está más cerca de Contact en la que, por cierto, también participa McConaughey.
Ah, McConaughey. Qué tiempos aquellos que era capaz de hacer de guapo imbécil en una película para que pudiéramos decir “menos McConaughey, la película está genial”. Mientras no venga un exorcista y saque del cuerpo de McConaughey el espíritu de actor bueno que se ha apropiado de él tendremos que conformarnos con grandes actuaciones en buenas películas. Recemos para poder ver algún día Sahara 2.
A lo que iba. No se suele ahondar en que Interstellar tiene el marchamo de ser una película “seria” porque, al igual que 2001, no encontramos espectáculos de rayos láser, seres deformes de otra galaxia, repúblicas intergalácticas contra imperios que contraatacan, etc. Hay un género de la ciencia-ficción en donde imperan los efectos, la búsqueda de irrealidad y espectáculo que no poseen ni la película de Kubrick ni la de Nolan.
Sin embargo, hasta aquí todo parecido de fondo. 2001 es una película que habla de la violencia, de forma más esperanzadora que lo que había hecho antes Kubrick en ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú o en Lolita. Al igual que sucedió después con Blade Runner, e incluso en cierto modo con Brazil (Terry Gilliam), se trata de una lucha entre formas de inteligencia superior e inferior a través de elementos transformadores. Solo hay que ver el monolito de 2001. La elección de las formas poligonales, puras, limpias, guarda una estrecha relación con la estructura sonora de la película. La imagen y la música dialogan en la película, donde apenas hay unas pocas frases y éstas a veces no llegan a aportar absolutamente nada. Que la película se inicie con el Also spracht Zarathustra de Strauss es sumamente significativo, no sólo por la perfecta conjugación de acción y sonido sino sobre todo porque capta el sentido determinativo de la obra de Nietzsche y lo refleja en cada detalle que toma. En los primeros minutos, sin palabras, aparecen desde el mito del eterno retorno a contorsiones rituales dionisíacas en los rápidos movimientos de los simios que nos hablan del nacimiento de la humanidad precisamente en el momento de conocer un instrumento que anula la existencia.
En los anteriores films de Kubrick no había posibilidad de salvación y la humanidad quedaba deprimida. Ahora se plantea un futuro donde el hombre será capaz de desprenderse de todos los valores morales y sociales que arrastra desde su aparición en la Tierra. De este modo, progreso, aventura, conocimiento y fascinación son las coordenadas en las que discurre 2001.
La primera parte de la película muestra a protosimios descubriendo un instrumento que le permitirá, por un lado, obtener fácilmente alimentos y por otro atacar a sus semejantes. Así, un avance tecnológico como sucedía en ¿Teléfono rojo? es empleado como medio disuasorio entre el hombre y sus semejantes. Es una herramienta de violencia que desvela una tendencia natural, de instinto dentro de la humanidad que pone de relieve el horror que supone el poder y la jerarquización del mismo.
En esta primera parte quedan configurados todos los elementos que hilvanan el film. Por un lado, el monolito, que es el símbolo de una civilización superior que guía a seres inferiores para que tomen un rumbo distinto en sus vidas. Aquí lo hace con los monos, luego lo hará en la Luna con el doctor Floyd (William Sylvester) y más tarde con Bowman (Keir Dullea). Por otro, el hueso, que comienza siendo el medio por el cual el hombre se pone en contacto con su destino y que tiempo después se convierte en el Discovery con idéntica función y forma. Finalmente, la lucha entre fuertes y débiles, entre personajes líderes y malditos que con el tiempo se transforma en una lucha entre Bowman y Hal.
Con sus formas puras el monolito, y la música que lo acompaña es el contrapunto a la ferocidad, rugosidad y esterilidad del resto del mundo. Un contrapunto puesto de manifiesto en la toma del sol que parece, al salir del monolito, como un nuevo horizonte para la humanidad. La violencia se convierte en armonía, la armonía en placer; luego, violencia y placer acaban por encontrarse al mismo nivel. Cuando suena El Danubio Azul es un supuesto reflejo inverso de la situación, como si Kubrick nos ofreciera el principio y el final de la humanidad. Pero por la identificación anteriormente citada, el nivel es el mismo ya que sabemos que el futuro se fundamentará también en la violencia. Este cambio vital es muy significativo en la Estación Espacial representada en sus pasillos como una inmensa arteria llena de glóbulos rojos que son las sillas con su particular forma.
Tampoco debemos olvidar que en Kubrick resulta muy importante todo el simbolismo de colores y números. Poole lleva puesta una escafandra amarilla, símbolo de lo espiritual, cuando se dispone a morir. Frente a eso, Bowman lleva el rojo carmesí en el cuerpo cuando va a efectuar la venganza de esta muerte, pero en la cabeza, porta un casco verde que simboliza la esperanza. Del mismo modo, importante es el 6 y sus resultantes, 6 monos como 6 astronautas y 6 tripulantes. El doble, 12 es el día que HAL comenzó a funcionar y 1992, el año en que lo hizo, es 6 y 12 como 2001 es 12 a la inversa. Kubrick era judío, y en la Cábala, se necesitan cuatro términos para explicar el principio o la idea de “sustancia”, cinco para dar cuenta de la “creación”, del acto de llegar a ser, del acontecimiento, pero son insuficientes para explicar el marco en el que se desarrolla, la realización de la potencialidad que tiene lugar en el tiempo y en el espacio, en el seis.
Sin querer contarles mucho sobre el final de Interstellar por si acaso no la han visto, les diré que ese tramo ha sido el que más comparaciones ha suscitado con 2001. La tercera parte de esta última, “Júpiter y más allá de las estrellas” es tal vez uno de los momentos más extraños pero a la vez más bellos y sublimes de toda la historia del cine. Explicar qué es lo que sucede es tan imposible como subjetivo. Tan sólo puede aventurarse una explicación personal aun cuando cualquier interpretación del viaje alucinante de Bowman, sus ojos reflejando su delirio y el del espectador, la habitación Louis XIV, y su rápido envejecimiento para terminar convertido en un bebé intergaláctico, son totalmente válidas. Bowman es un moderno Ulises, que ha completado como héroe homérico un largo periplo que lo ha llevado a una Troya sideral donde HAL ha representado la alteridad, el antagonismo al cual tendría que enfrentarse. Pero tras salir victorioso, el héroe tiene que regresar y lo hará cambiado, transformado porque ya no está en su mundo, ya no es el mismo que partió. Ahora, su inteligencia ha alcanzado un nuevo nivel, está listo para dar el salto y lo da, volviendo de este modo a nacer. Va a alcanzar una perfección déica gracias a otra civilización que ha ido, a lo largo de la película, propiciando esos cambios, una superioridad plasmada en las dimensiones del monolito, 1, 4 y 9, que son los cuadrados perfectos de los tres primeros números enteros.
Imaginen a Nolan, y cuando digo Nolan me refiero a partir de ahora a los dos hermanos, Christopher (el director) y Jonathan (el guionista de ésta y otras tres películas más de su hermano) pensando en todo esto y mirándose el reloj. Y luego poniéndolo en la mesita de noche, acostándose y sabiendo que no puede hacer 2001 porque 2001 ya está hecha, y su mujer diciéndole “en el fondo a ti todo esto te da igual”. Nolan pensando “pues es cierto, a mí estas pajas mentales de Kubrick me dan igual”. Porque lo que a los Nolan les preocupa, y así lo manifiestan en Interstellar, es la percepción del tiempo.
En toda la filmografía de Nolan se repite una constante: el tiempo nos posee porque no sabemos cómo percibirlo. Hay un momento en Interstellar en el que Cooper (McConaughey) pide un modo de viajar en el tiempo, de sacarse de la manga alguna teoría que permita ir hacia atrás o hacia delante. Recibe como respuesta un duro varapalo: el tiempo no es accesible a nuestra dimensión. Esa situación era la que vivía Leonard (Guy Pierce) en Memento. “Tengo que creer en un mundo fuera de mi propia mente. Tengo que creer que mis acciones todavía tienen significando… aun cuando yo no puedo recordarlas. Tengo que creer que cuando mis ojos están cerrados, el mundo todavía continúa allí.”
Una obsesión que no le abandonó en Origen donde la interacción entre diferentes fases de sueño llevan a los protagonistas a desvirtuar el sentido del tiempo. En Interstellar, Cooper le entrega un reloj a su hija, un tótem que se repite en la filmografía de Nolan de manera recurrente (Memento, The Prestige, Batman Begins) y que aquí llega al punto de tornarse protagonista. El tiempo es el estímulo principal de Nolan para hablarnos del amor en su primera película, de la redención en la saga de Batman, del sueño en Origen o de la cosmología en el caso de Interstellar.
El samoano Tuavii de Tiavea dijo sobre nosotros, los hombres blancos, que “sienten pasión por algo que no podéis comprender, pero que a pesar de esto existe: el tiempo. Lo toman muy en serio y cuentan toda clase de tonterías sobre él. Aunque nunca habrá más tiempo entre el amanecer y el ocaso, esto no es suficiente para ellos.
Los Papalagi [los hombres blancos] nunca están satisfechos con su tiempo y culpan al Gran Espíritu por no darles más. Sí, difaman a Dios y a su gran sabiduría dividiendo cada nuevo día en un complejo patrón, cortándolo en piezas, del mismo modo que nosotros cortamos el interior de un coco con nuestro machete. Cada parte tiene su nombre. Todas ellas son llamadas segundos, minutos u horas (…) Ésta es una historia increíblemente confusa, de la cual yo mismo no he entendido todavía los puntos más sutiles, puesto que es difícil para mí estudiar esta tontería más allá de lo necesario. Pero los Papalagi le atribuyen mucha importancia. Hombres, mujeres y hasta niños demasiado pequeños para andar, llevan una máquina pequeña, plana y redonda, dentro de sus taparrabos, atada a una cadena de metal pesado, colgando alrededor de la garganta o alrededor de la muñeca; una máquina que les dice la hora. Leerla no es fácil. Se les enseña a los niños arrimándolos a sus orejas, para despertar su curiosidad (…). Ahora bien, cuando una parte del tiempo ha pasado, queda indicado por dos pequeños dedos sobre la cara de la máquina y, a la vez, grita y un espíritu hace chocar el hierro en su interior. Cuando en una ciudad europea ha pasado cierta parte del tiempo, estalla un espantoso y clamoroso estrépito. Al sonar este ruido del tiempo, los Papalagi se lamentan: « ¡Terrible, otra hora esfumada!». Y entonces, como una norma, ponen el rostro sombrío de alguien que tiene que vivir una gran tragedia. Asombroso, pues inmediatamente después empieza una nueva hora. Nunca he sido capaz de comprender eso, pero creo que debe ser una enfermedad. Lamentos comunes a la gente blanca son: el tiempo se desvanece como el humo, el tiempo corre y dame sólo un poco más de tiempo.”
Lo que une a Interstellar y 2001 es la pornografía. El cine, el arte en general en todas sus manifestaciones, se ha vuelto profundamente pornográfico de un tiempo a esta parte (fundamentalmente medio siglo, más o menos). Se basa en la descripción, en la visión presurizada, empaquetada, envuelta y lista para consumir sin abrir. Las fotos que hace la gente han dejado de comunicar porque el mensaje no importa. En cuanto una obra busca la comunicación surge la inmensa mano apisonadora de la descripción. Un público que aspira a que le cuenten y le hilvanen la experiencia porque le cuesta llegar a ella.
No es una cuestión exclusiva de nuestro tiempo. Este tipo de relato elaborado de una forma mitológica es un constructo que se da en sociedades ágrafas. ¿Lo es la nuestra? No en sentido literal, pero si nos metemos de lleno en el hiperespacio de la Galaxia Gutenberg, somos una cultura cuyo nuevo desarrollo comunicativo va más allá de la escritura. La conexión entre signos y símbolos ahora es mucho más compleja y diversa, y eso nos ha vuelto, de nuevo, un tanto ágrafos. En 2001 el monolito no hablaba, era en sus formas puras y su simple presencia un mensaje en sí. En Interstellar el monolito se ha transformado en un robot que habla, incluso hace chistes y hasta se sacrifica por el bien de la humanidad a diferencia de HAL9000.
La pornografía impregna incluso la política, esa hipsterpolitik basada en la descripción de la realidad. “Hay tantos parados, tenemos tanta pobreza, ustedes son tal cosa”. Pero proponer y profundizar en los porqués, niet. El mundo se ha vuelto pornográfico porque su única intención es describir una realidad desdibujada por el exceso de estimulación sensorial y la experiencia fragmentada de las cosas. Y, en este punto, todo aquello que quiera comunicar algo se las tiene que ver con un público que lo único que espera es que le describan la realidad. Fíjense que esa pornografía llega a los científicos o historiadores que inmediatamente saltan en cuanto alguna película se presta a ser criticada. Como si el arte tuviera que explicar y describir cosas cuando lo único que debe hacer es comunicar, y comunicar no es contar la verdad, sino transmitir una idea.
He oído a mucha gente decir que Interstellar era una ida de cabeza de Nolan y me parece, sin embargo, una de sus películas más fáciles de entender. Mucho más difícil me pareció El caballero oscuro, pero como allí hay un tipo vestido de murciélago el mensaje acerca de la relatividad moral, del Caos como motor organizador de la realidad, etc., pasa a un segundo plano.
No se nos olvide que en Insterstellar, para que todo esté más clarito, se repite continuamente un poema de Dylan Thomas. “No entres dócilmente en esa noche quieta. / La vejez debería delirar y arder cuando se cierra el día; / rabia, rabia, contra la agonía de la luz”. Un poema que afirma varias veces una rebelión contra el tiempo no es sólo una pista acerca del tema principal de la película. Es mucho más.
En 2001 el ser humano encontraba el Universo como un Salvaje Oeste en calma, una idea de frontera que se encuentra en gran parte del cine de ciencia-ficción espacial que relaciona el espacio con ese último lugar que nos queda por descubrir. Recuerden que Star Trek empezaba siempre diciendo aquello de “el espacio, al última frontera”. Sin embargo, en Interstellar ese lugar es conocido, es inmenso pero como un marinero fenicio que navega por cabotaje nos adentramos “en esa noche quieta” intuyendo a dónde vamos. La última frontera en la película de los Nolan es el tiempo. De alguna forma nos están diciendo “eh, no es el espacio (en sentido físico) sino el tiempo, estúpidos, podremos ir cada vez más lejos pero no podremos superar la barrera del tiempo”.
Y ahora vayan un poco más allá, como Bowman en 2001, como Poole en Interstellar. El tiempo de nosotros, los papalagi, acaba por ser concebido como un convencionalismo. Es una forma de ordenar la realidad, es cierto, y una variable dimensional física, también. Pero lo que el cine de los Nolan suele plantear es cómo la realidad que ordena el tiempo adquiere sustancia por los hechos que transcurren en ella. En El caballero oscuro Joker afirma que el “Caos es como la gravedad, le basta un empujón y por sí solo se mueve”. Ese ordenamiento caótico es el mismo que encontramos en el Universo (uno de cuyos fundamentos precisamente es la gravedad) y que conforma el hecho de lo real. Al igual que el protagonista de Memento o Insterstellar, no podemos cambiar lo real acontecido, pero podemos variar lo real por acontecer.
Del mismo modo, la obsesión de los Nolan se manifiesta en aquello que ha sucedido como supuesta imposibilidad de ser deshecho. Es decir, expresan nuestro acogotamiento ante el tiempo, como si su existencia impidiera al presente desligarse del peso del pasado. Interstellar, en cierto modo, es un canto a la libertad respecto del tiempo. No por la posibilidad de cambiar el pasado, sino, precisamente, por permitirnos asumirlo y seguir con nuestras vidas.
Aarón Reyes (@tyndaro)
[1] Todo, que quede claro.
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