Las instalaciones artísticas son el fenómeno más genuinamente moderno y a su vez un modo de manifestación consolidado desde hace ya algunas décadas. Sin embargo, no siempre supone una forma accesible para el gran público de comprender el arte contemporáneo a pesar de que es, paradójicamente, el que suele buscar con más interés la relación con el espectador.
El arte de la instalación intermedial (esto es, utiliza varios medios diferentes para comunicar su propuesta estética) permite, como ninguna otra manifestación, imprimir un impulso posmoderno a la modernidad, es decir, llevarlo a un punto donde esté libre de sus rígidas convenciones sin quebrarlo. Los procedimientos intermediales no abandonan la reflexión acerca de los medios estéticos sino que la radicalizan al liberarla de las limitaciones específicas del género. Al fin y al cabo, el arte de la instalación es una forma de arte que tiene que ver con la transformación del espacio, especialmente del expositivo que es aquel al cual el espectador suele acceder con menos reparo. En esto es muy diferente a la pintura bidimensional y de la extensión espacial que supone el entorno para la escultura.
Lessing, en su conocido análisis sobre los límites entre las artes (Laocoonte o sobre los límites de la pintura y la poesía), ve en la escultura que da nombre a su ensayo una suerte de panel dado que no existe simultaneidad en la percepción. Para él, el arte espacial de la pintura solamente se logra cuando la simultaneidad absoluta se trasciende con el tiempo, es decir, cuando lo representado de una forma yuxtapuesta en lo espacial se muestra como el desarrollo de una acción contenida. De acuerdo con este principio, el artista, en este caso el pintor, únicamente tiene un momento para fijar la obra, aquel en el que fija o proyecta la idea en la tela (quedarían fuera los pintores que muestran escenas diferentes de un relato). Se trata de una estética del contenido basada en lo que denomina el «momento fecundo» (cuando la imaginación se encuentra libre para ejercer el potencial de representación) que apunta no solo a la animación imaginativa de lo representado, sin también a la animación de la representación misma.
Gertrude Stein explicaba que en el teatro tradicional, un espacio de representación al fin y al cabo, tiene lugar una separación entre lo que sucede en escena y el público, no solamente de un modo físico. Esto nos recuerda continuamente que somos parte del público, no de la acción. Esta sobrecarga emocional, argumenta Stein, se produce en el teatro tradicional porque el espectador trata de concentrarse en la acción representada de un modo tal que converja con la temporalidad interna de su experiencia. Frente a esto se puede argumentar que esta idea de la sobrecarga emocional se basa en percibir erróneamente el teatro como fenómeno estético, esto es, no entender que la presentidad no es una exigencia que debe ser satisfecha en el teatro. Así, la propuesta «posdramática» de Stein es más bien un rediseño del teatro como paisaje, en sus propias palabras: «sentía que si una obra era exactamente como un paisaje entonces no habría dificultad con la emoción de la persona que mira la obra atrasándose o adelantándose, porque el paisaje no necesita conocer».
La organización temporal de los elementos teatrales se observa de un modo más claro al liberarse de su función de representar el tiempo, ese tiempo de la representación emerge más intensamente en la dimensión de la representación y puede reflexionarse sobre ella en un tiempo potencialmente infinito y estructuralmente no dirigido hacia un fin concreto. El drama deja de ser dominante y esto aleja a su vez el ideal estético-presentista. En esto podemos considerar las artes instalativas que integran artes temporales como las cinematográficas o las sonoras diferentes a las instalativas teatrales donde el recorrido que hace el espectador es fundamental. No obstante, es justamente el espectador con su movimiento que las activa al iniciar en ese instante la experiencia estética.
Un ejemplo de esto que venimos hablando es la obra de Ilya y Emilia Kabakov, artistas ucranianos afincados en EEUU. En sus instalaciones la tensión antes mencionada parece haber sido superada dado que los elementos que las componen no cambian a través del tiempo, no existe desarrollo que produzca una relación de tensión con la temporalidad interna de la experiencia estética. Es más, sus instalaciones recuerdan un escenario teatral al que el espectador «se sube durante el intermedio» en sus propias palabras (Ilya Kabakov, Sobre la instalación total, México 2014, pág. 14). Parecen espacios que han sido abandonados en tanto en cuanto se muestran como escenarios preparados como escenografía y también como un escenario que acaba de ser abandonado por los actores. Son lugares donde existe la huella de haber estado habitado al mismo tiempo que quedan inmutables ante el tiempo porque este se ha detenido ante la imposibilidad de determinar si quienes habitaron ese espacio se han marchado para siempre o van a volver.
A diferencia del escenario de un teatro, el espectador penetra dentro, se mueve en él y acaba teniendo un vínculo más parecido a lo que Stein proponía para su paisaje teatro. No obstante, frente a este espacio donde suceden cosas que preconizaba Stein, Kabakov ofrece un lugar donde suceden cosas y la experiencia requiere necesariamente de un espectador que recorra los objetos. Esto es lo que Kabakov denomina la «instalación total» puesto que el espectador es incorporado al mundo artificial de la instalación y no es solamente un observador. Es un «espacio totalmente transformado» (Kabakov, Sobre la instalación total, pág. 30), una suerte de escenografía donde la cuarta pared se cierra en torno al espectador.
Este formato de instalación concebida por Kabakov no tiene un espacio exterior concebido como tal y por tanto el lugar de exhibición no es el afuera en sí de la instalación. Kabakov establece en ocasiones instalaciones «dobles» como Die Toilette en la Documenta de Kassel en 1992, una instalación que desde fuera parece un servicio público y que, al entrar, mostraba una escena de un domicilio particular. Esto sucede así porque bajo la concepción de Kabakov el espectador se deja llevar aparentemente puesto que, en cierta medida, es guiado. Y aquí radica una gran diferencia con la forma tradicional de observar o de relacionarse con las obras de arte tradicionales: el espectador ha perdido su libertad real para relacionarse con la obra, es encaminado al mismo tiempo que es necesario para que se produzca la experiencia estética.
En la línea de esto hay que destacar que cualquier juicio sobre el arte está determinado en parte por la experiencia que se hace con él. Los Kabakov tratan de apuntar más allá de estas generalidades para tratar de dirigir al espectador, organizando el espacio y sus objetos para dramatizar de un modo u otro. Los Kabakov explotan al máximo estas posibilidades, organizando incluso la trayectoria que debe seguir el espectador. Esto, curiosamente, nos devuelve de nuevo a la temporalidad al requerir un proceso necesariamente temporal. Comparte con el teatro la cuestión de la experiencia como proceso, como elementos que tienen su sentido según se recorra. Al ir apareciendo y desapareciendo frente al espectador, estos objetos actúan como generadores de un efecto antes-después dado que no todo aparece dado en su totalidad. Mientras que una escultura puede ser recorrida desde el mismo instante que se nos presenta, en la instalación concebida como lo hacen los Kabakov esto no es posible. La creación de interrelaciones que el observador hace en la obra se refiere necesariamente a elementos que el observador ya ha visto o todavía debe ver.
Es aquí donde entra en juego algo que a veces se ha reclamado o achacado a la obra de arte contemporánea: la explicación. El texto no es comparable a un programa de teatro, a tener a mano la trama. Sin embargo, a veces aparece sugerido por el tema de la instalación, «como si», dicho por Ilya Kabakov, estuviera detrás de los elementos de la instalación. Este texto «flotante» está continuamente siendo escrito y reescrito para reproducirse en los procesos de la experiencia estética. El texto «acompañante», el que a veces se le exige a la instalación puede ser parte constitutiva de la misma en ocasiones, pero no puede prescribir los roles que tienen los elementos de la instalación en los procesos de la experiencia estética. El texto como parte de la obra puede de hecho desbordar la totalidad de la instalación y generar un efecto de significado en relación con toda la instalación. En el momento mismo en el que tiene un papel esencial o constitutivo de significado, el texto como suplemento socava inmediatamente este papel, ya que se presenta como mero agregado. En este sentido, el texto puede acabar teniendo el papel de ser parte de la instalación, no una función de explicación.
Algo similar sucede con el resto de elementos de la instalación, que tienen una vida representacional propia que no puede reducirse a la simple narración. Fried, justamente, había descrito esta vida de los objetos estéticos como «teatral» porque se cierran a este tipo de simbolización en su virtud de doble legibilidad como cosas y como signos. Esto sucede con los Kabakov porque su propuesta deforma lo que presenta en el sentido de que se conforman como una suerte de doppelgängers de los objetos y situaciones reales. De esta forma, la instalación total es la mayor propuesta, la más completa y la más evidente al mismo tiempo de lo que supone el fenómeno de la metábasis. La doble existencia del objeto como simple objeto y como propuesta estética. Esto produce a veces, como es el caso de los Kabakov, una angustia generada por el realismo teatral mórbido de escenas «mudas» que se revelan siempre «no siendo de aquí, como perteneciendo a un inaccesible más allá» (Ilya Kabakov). Los objetos no despliegan ciertas cualidades dramáticas porque se vuelvan parte de una dramaturgia de escenas y remitan a una narrativa, lo hacen porque no se agrupan de un modo total sino que se desfiguran una y otra vez frente a esta. La angustia que generan instalaciones como la de Kabakov no es porque narren historias inquietantes sino porque subvierten cualquier explicación narrativa de los objetos.
Este tipo de instalaciones rompe con los modos tradicionales de presentación del cine al abandonarse a lo artístico. La forma más evidente es la de buscar ese aura benjamiana que en el cine justamente es donde se muestra de modo más claro su pérdida. La instalación cinematográfica sería una suerte de contraagente que propone cine de un modo diferente al habitual: en lugar de una proyección masiva y una disponibilidad arbitraria, una exhibición localizada y singularizada. Esto es lo que le concede ese aura de irrepetibilidad.
Esta cualidad, en cualquier caso, es equívoca dado que ser irrepetible no es algo decisivo para un arte así sino un sustraerse específicamente estético del objeto estético, reproducido como sea, en los actos de intelección que constituyen la experiencia estética. Ni siquiera Benjamin habla de un arte aurático como algo deseable. Para él, un aura bajo condiciones secularizadas sólo es posible sobre la base de una teología escapista del arte que quite al arte toda función social y la deje al servicio de una clase dominante. La respuesta a la forma burguesa del aura según Benjamin debe ser su destrucción vanguardista. La reproducción técnica emancipa a la obra de arte y permite reemplazar cualquier fundamento religioso o de culto del arte con uno político. La muestra más importante de este cambio que es el «valor de exhibición» de la obra se independiza de su «valor de culto» (W. Benjamin, La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, México 2003, pp. 61-62).
Para Benjamin, el hecho de que el valor de exhibición se independice es un indicio del viraje dialéctico de esta emancipación hacia la eliminación de la autonomía que el arte había ganado en la historia en favor de una nueva función social del arte, como ejemplificaría el cine. El cine, dice, «sirve al hombre de ejercicio en las nuevas apercepciones y reacciones que vienen condicionadas por el trato frente a un aparato estructural cuyo papel en su vida se acrecienta diariamente» (La obra de arte…, pág. 21). Si bien es cierto que sus esperanzas revolucionarias asociadas al cine han distado mucho de cumplirse ni se ha convertido en el precursor de un cambio más general en la función del arte que él había diagnosticado.
Esta argumentación permite llevar el arte a un terreno donde no se le fetichiza por su apariencia ni es asumido por unos fundamentos religiosos, cúlticos o políticos. Del mismo modo tampoco se le hace depender de su duración, originalidad o reproductibilidad. Al remitirse la experiencia cinematográfica y también la de la instalación de cine a una explicación de la experiencia específicamente estética, adquiere esa potencialidad de aura sin necesidad de singularidad ni instrumentalización mediática.
La instalación, además, añade el hecho de la libertad, de cierta libertad al menos, espacial huyendo por tanto de la convencionalidad de situarse frente a la proyección a moverse por la proyección. Lo que se vuelve reflexivo, dado que el espectador crea relaciones con la instalación, es el carácter autorreflexivo, performativo, de la experiencia cinematográfica estética. Al igual que en el minimalismo, enfatiza este rasgo de la experiencia estética en el cual el espectador no participa de un momento común como en el cine convencional sino que se encuentra en un lugar que la obra no le determina. La instalación no asigna al espectador una posición definida, distingue entre el tiempo de la experiencia y el del material exhibido y esta tensión confronta al espectador de forma que resulta de un híbrido entre las artes visuales y el cine provocando que no sea ni una cosa ni la otra sino todo al mismo tiempo.
Todas estas propuestas deben comprenderse en el marco de una «recepción en la dispersión» al modo que lo describía Benjamin dado que tiene en común con la recepción en la presentidad perpetua la anulación de la distancia estética entre el sujeto receptor y el objeto estético.
*Este artículo está escrito a partir de la instalación «For Sale» de los Kabakov que puede verse en el Museo Ruso de Málaga
Aarón Reyes (@tyndaro)
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