El concepto de desescultura se extrae de una exposición organizada por la Fundación Eduardo Capa en 1999, titulada Hacia un nuevo clasicismo. Veinte años de escultura española, en la que se hacía un recorrido por las principales aportaciones de la escultura española de los años ochenta, que genero la exposición posterior titulada precisamente Desesculturas, que pretendía ser una valoración de la evolución de la escultura española durante los años noventa. En ella, una de las primeras cosas que se adviertían es que la escultura misma ha cambiado notablemente tanto su lenguaje como su concepto, tal vez por efecto de la interacción de distintas prácticas artísticas, como el vídeo, la perfomance, la música, la arquitectura o la danza, y por la aparición de nuevos modos de expresión, como la instalación, el arte corporal o el arte del paisaje, de modo que ya apenas nos es posible seguir hablando propiamente de “esculturas”. Sin embargo, la exposición Desesculturas prestaba una atención especial a las obras realizadas por los artistas españoles durante los años noventa, en un espíritu directamente escultórico, sean estas esculturas el producto de la interferencia con el vídeo, con la danza, con la arquitectura o con la música.
El concepto general de la desescultura está tomado de una pieza del artista conceptual catalán Perejaume (San Pol de Mar, Barcelona, 1957), quien ha trabajado durante muchos años en la relación y la interferencia entre el arte y la naturaleza. La pieza de Perejaume se llamaba propiamente Desescultura (1991), y sin embargo no quería ser considerada como una obra de arte, sino como la documentación de una obra de arte. La obra consiste básicamente en la devolución artística a la naturaleza de aquello que le ha sido arrebatado por el arte. Perejaume hizo sacar un molde de escayola de una oquedad existente en una cantera y, con ese molde, le encargó a un marmolista que le reprodujese exactamente la misma pieza, junto con una inscripción en la que pone “Desescultura”, que es la obra que es devuelta por el artista a la naturaleza. Para Perejaume es muy importante esta relación o esta interferencia del arte con la naturaleza, pero a nosotros en este caso nos interesa más la mediación fotográfica de la escultura, mediación sin la cual nosotros no podríamos conocerla y que, aunque Perejaume insista en que no es la obra, determina sin embargo lo que la obra sea.
Un caso semejante nos lo encontramos con las fotoesculturas de Gonzalo Puch (Sevilla, 1950), todas ellas Sin título (1993), algunas de las cuales pertenecen a colecciones privadas y otras al Centro Andaluz de Arte Contemporáneo de Sevilla, que gentilmente las han cedido para esta exposición. Gonzalo Puch construye sus instalaciones en un sentido puramente escultórico, con piezas que recuerdan de alguna manera a los Moduladores de Luz y Espacio de Moholy Nagy de los años treinta, pero las piezas de Puch sin embargo solamente existen como fotografías. Con lo que acaso podríamos hablar de fotoesculturas.
El vídeo, el cine, la informática y la música se reúnen en una composición de apariencia ya sólo vagamente escultórica, como en las dos vídeo-instalaciones que el espectador podía encontrarse en esta exposición. En ella destacaba de Pedro Mora (Sevilla, 1961), la obra titulada Piece for a Building (2000), y la de Javier Pérez (Bilbao, 1968), titulada Hábito (1996). Mientras que la pieza de Javier Pérez es una construcción con apariencia escultórica, con su pedestal, hecha a partir de capullos de mariposas, en cuyo vídeo es posible contemplar el nacimiento de las larvas, en la obra de Mora es más determinante la relación con la arquitectura, aunque también podrían estar implícitamente presentes la fotografía, el vídeo y la danza. Pues si nos fijamos en ella, una performer se sirve de los zancos que se apoyan sobre la barra, para ejecutar sobre ellos unos torpes pasos de baile, con cuya imagen se realizan tanto las fotografías que componen el papel pintado sobre la pared, como la minúscula video-proyección en el interior de la cámara adosada a los zancos.
Un concepto parecido buscaba Santiago Mayo (La Coruña, 1965) que llegó a la escultura interesado por el problema puramente pictórico de la representación de la profundidad, y de hecho él siempre insiste, al hablar de los materiales de sus esculturas, en describirlas en primer lugar como “óleo sobre madera”. Pero en segundo lugar sus piezas muestran una extraña fascinación por las arquitecturas efímeras o anónimas, con las que se construyen colmenas, tendederos, pozos o chabolas, que también están presentes en su trabajo. De este modo las desesculturas de Santiago Mayo son también el resultado de la interacción de la arquitectura y la pintura con la escultura.
En el piso superior pudo verse una pieza de Yolanda Tabanera (Madrid, 1965), construida en la tradición artesanal de tejer el esparto, Vulcanalado, comienzo del lugar (2002). La pieza de Tabanera no pretende transgredir los límites tradicionales de la escultura. Por el contrario, tiene algo de fetiche antiguo y de apariencia totémica, e incluso si nos fijamos en ella, hasta podría hacer alusión a alguna forma clásica de la escultura (como por ejemplo, la Victoria de Samotracia). Sin embargo en ella la trasgresión con respecto a la forma clásica de la escultura se produce por un lado por la pobreza del material (el esparto) y, por otro, por el procedimiento constructivo (el tejido).
Otro tanto sucede en las dos piezas de Evaristo Bellotti (Algeciras, Cádiz, 1955) que tampoco desea transgredir los cánones clásicos de la escultura. Por el contrario, trabaja en una tradición brancusiana de respeto y amor por los materiales. E incluso los tensores que aparecen en las dos piezas que de su trabajo presentamos, recogen una especie de homenaje a un escultor clásico español al que él admira, Ángel Ferrant. en la pieza que se titula La cortesana (1995) hay una especie de secreta fascinación por el equilibrio inestable y el movimiento de los pasos de Semana Santa de las vírgenes andaluzas, y en la pieza titulada La dama (2000) un pequeño homenaje a los camarines de las vírgenes barrocas. Eso también lo vemos en Fernando Baena (Fernán-Núñez, Córdoba, 1962), en su obra titulada Estoy aquí (1996), en la que el artista, con un procedimiento arquitectónico muy elemental, que consiste en rebajar los techos de una sala, consigue introducir al espectador desde el espacio real en el espacio virtual del arte.
Por último, a pesar de ser claramente una vídeo instalación, la obra de Jordi Colomer (Barcelona, 1962), titulada Las ciudades, (2002), desarrolla una obsesión puramente escultórica del artista, quien presenta el desarrollo y la evolución de la ciudad como una especie de escultura. De nuevo por tanto la desescultura nos aparece como el resultado de la interferencia de diversas artes. En este caso, el vídeo, la arquitectura, el urbanismo, el cine y sólo en último caso, la escultura.
El arte de la posmodernidad, como se ve, es una trasgresión carente de la seriedad casi de autoescarnecimiento de la vanguardia anterior. Se juega, a veces más que crear, entre la previsión, y ésta se constituye en la esencia de la libertad que se inclina por la deconstrucción. Para ello se liman las fronteras con la realidad que lleva por inclinación, y el arte tras las grandes guerras así lo confirma, a añadir una nota grave a todo acontecimiento. Hay que hacer más leve esa comprensión y para ello la posmodernidad va a vanagloriarse en la ruptura de norma y realidad.
Alcanzado este punto, un artista como Pedro Mora se renueva en su entropía, no hay ya la fuerza coactiva del pasado que imponía técnicas, temas, géneros, y toda una división clasificadora, sistematizadota, que convertía en absurdos los logros de la contemporaneidad. En este sentido, el arte de hoy no tiene memoria y por ello también parte de sus fiascos vienen por el no respeto a los mayores. Pero también no es menos cierto que el pasado histórico artístico constreñía gravemente a los artistas, y estos optaron inteligentemente por no atenerse a técnicas que delimitaran su creación.
Reflejo de la penúltima revolución industrial, el arte en la cual Pedro Mora nace y crece es el de la teorización de lo efímero con técnicas de un sólo uso y roza con frecuencia auténticamente el bricolaje añadiendo toda una serie de elementos, montaje, empaquetado, encolado, prensado, cremación, plastificación que buscan crear cotidiano desde lo cotidiano, tal y como nos transmite su Imagen para escaparate.
Al exaltar lo intrascendente y efímero, lo reducido, lo ausente o vacío, minimal, op-art, nos vamos encontrando con la obra cómica sugerida por Ortega, que se ridiculiza a sí misma. El arte es algo trascendente, pero sólo se entenderá cuando se abandoné esa trascendencia, se acerque al común de los mortales y se haga mediante los mismos elementos que maneja ese común.
Y no obstante no se puede negar la pérdida de aura, mediante este acercamiento, del mismo arte que ya preconizara Walter Benjamin. Lo que importa no es el objeto, el artista o el arte, sino el sistema de relaciones con el sujeto, y la carencia en este sistema del narcisismo revierte en la ausencia de veneración que constituía buena parte del encanto del arte histórico. Así, sólo la originalidad y la trasgresión, frente al interdicto de Bataille, se convierten en criterios estéticos. En este afán de sorprender también se cae en el exceso repetitivo y muchos artistas de fin del siglo XX siguen (¿sin saberlo?) anclados en los preceptos de las ideas duchampianas repitiendo sus modelos hasta la saciedad.
Por estos cauces se mueve la reconstrucción de la escultura propuesta por Mora, no como paradigma de la masa sino del vacío en el espacio, de la pared y el suelo que se encuentran gracias a una intervención plástica como veremos más adelante. El escultor sin género como Mora se vincula a grandes valores que guían su obra en la búsqueda de una nueva realidad. Lo irreal y lo trasgresor es cosa del pasado y el nuevo artista deberá buscar la función trasfigurada de la creación.
La capacidad manual del arte viene dad especialmente por su gran interés para dar salida no sólo a la capacidad de reproducir una imagen sino también como vía de expresión del comportamiento del hombre. Al tiempo, las experiencias artísticas escultóricas se basan en un continuo vaivén entre la expresión y la impresión o, más modernamente, la construcción y la deconstrucción o incluso la escultura y la descultura.
En buena parte, esta descultura de fines del siglo XX responde a la necesidad urgente de volver a la centralidad del individuo, destrozada en la hiperexpansión urbana industrial que conlleva la creación de antiecosistemas artificiales en los cuales el individuo como tal no existe, es como una parte de una gigantesca escultura / estructura. Aquí, el artista es un escogido capaz de restablecer por la experiencia estética la razón de sujeto en la persona, tomando como base un énfasis de expresión y dilatando la sensación de unicidad del individuo.
La obra que Pedro Mora expuso en la sección Open Spaces de la feria ARCO de 2001, venía a expresar la desazón, a la vez que reconstrucción, de ese mundo opaco ante el cual el sujeto se postra pero que reconstruye su experiencia fragmentada tal como estipulaba Walter Benjamin. En ese espacio frío y desolado proyectado por la luz verde de tonos azulados, existe una profundidad, una posibilidad de navegar dentro de los túneles sugeridos, es decir, se nos invita a entrar dentro de una elección, pero una elección ante la cual el sujeto duda, ya que la oscuridad interior que sugiere no invita a entrar, sino más bien suscita interés por salir, nos hace sentir dentro de la misma creación, la escultura es, por tanto, el espacio en el cual nos encontramos, y tal como acontecía en una de las secuencias de The Cremaster cycle, somos parte misma de la creación porque el creador a contado con el espectador, su sensación, su experiencia, para completar la obra creada.
Ciertamente, los tonos de penumbra y el verde creados por Mora incitan desde luego poco espacio para la esperanza, como tradicionalmente se ha asociado a este símbolo. Nos recuerda más bien a un ojo ciclópeo que nos estuviera mirando, como aquél ojo del ordenador HAL9000 de la genial película de Kubrick 2001: una odisea en el espacio. Porque como él, el espacio creado es una sobre-exposición del propio individuo sesgado en dos partes, una entidad que piensa y una entidad que siente. Aquí, el hombre se transmuta en máquina, es el ordenador pensante, y ello nos convierte como espectadores en el producto de la sociedad tecnológica, Mora nos transforma en un conjunto de cables, electrodos y fusibles, el sueño de Asimov se ha cumplido y el hombre se ha transmutado en su propia creación, de manera que la máquina absorbe al individuo. Es aquí donde la obra de arte cargada de emotividad, por ser creación, cumple el papel emotivo.
El ojo que nos miraba se transforma aquí en túnel figurado, de luz sombría, nos indica que hay algo después pero esa ficción nos está prohibida. La carga emotiva revierte en el sujeto espectador como un espejo, demostrándole que al final el hombre, está muy por debajo de su creación porque es incapaz de mantener la tendencia de una parte u otra. La esfera, otrora símbolo de perfección, es una proyección alienada de la misma perfección. Por tanto, ¿qué puede esperar el hombre como espectador participativo? En general, podríamos reducir su participación a un elemento clave, han sido deconstruidas sus experiencias, el tono lumínico y la forma no son satisfactores de la experiencia sino que se convierten en juez y parte del sujeto.
Esta intrusión del sistema del objeto en el del sujeto característica en toda la vanguardia histórica y parte de la posmodernidad se va transformando en una rebelión a la inversa a través de una mayor manualidad, entendida como obra que muestra la interacción humana, en la creación de la obra. Es una actitud de sentimiento ante el mundo, no una mera estrategia.
Lo último que Mora expuso en la Galería Soledad Lorenzo de Madrid nos invitaba a vislumbrar las vías de la creación en este sentido. La articulación de una pieza, varias en realidad, mediante aluminios que algunos podrían incluso reconocer por sus formas como de elementos cotidianos deformados, sillas, vallas, rejas, junto a litografías en el mismo metal, nos inclinaban en la metonimia mencionada anteriormente por la cual la tecnología viva supera al sujeto muerto.
«La naturalidad del sujeto es restablecida mediante la recuperación de un lenguaje –el arte- capaz de representar la posición asimétrica del hombre lejos de toda verosimilitud». Para ello se toman elementos de la vida, cotidianos o no, que van un punto más de Duchamp al recrear una nueva paradoja humana. La clave es precisamente ésta, recreación de la vida, no reinterpretación. Al poner en escena su obra, el moderno escultor no altera el espacio o lo convierte en un ente místico ininteligible, sino que pone el acento en las motivaciones del sujeto respecto al objeto. Así pues, esta obra de Mora nos debería llevar a un inicio de cambio en el movimiento, dejar de ser, desde el Pop, un ser ninguneado por el objeto, y empezar a reivindicarnos, entender qué es lo que nos mueve ante tal o cual objeto. Dejar de preguntarnos ante la nueva obra creada en nuestros días, como hacía Lippard, Pero, ¿esto es arte?, y comenzar a cuestionarnos cuál es nuestra reacción y nuestra responsabilidad ante el objeto.
El hombre así proyectado entiende que la obra creada es producto de su tiempo, que sus aluminios y su azul litografiado no es más que una reacción, detonada por la cultura, alta o baja, que rodea al creador que se convierte en un observador emergente que pone ante nuestros ojos las realidades expresadas en la obra. Tratar de entender esto es buena parte del arte conjurado desde la década anterior y existen una serie de elementos de naturaleza actual que conviene señalar, porque en buena parte de la obra de Mora encontramos la situación de una nueva modernidad. Bajo esta perspectiva, abordamos la obra del artista sevillano sin orden cronológico sino por ideas.
Una de las grandes ideas a las que queremos hacer referencia es el cambio de visión del mundo, de cosmovisión si se quiere, en el entorno occidental y prácticamente ya del planeta entero. La proyección de la imagen es un elemento fundamental para comprender las diferencias que separan nuestra realidad actual y aquella con la cual el hombre ha convivido desde que surgió en la Tierra. En cualquier otra época la recreación de una escena se encontraba muy limitada por el tiempo y el espacio (sólo podía recrearse lo conocido mentalmente, una galería por tanto muy escasa) frente al mundo actual, donde disponemos de información de miles de lugares y gentes, culturales muy diferentes de todas partes del mundo.
Igualmente, para recrear grandes escenas de pasión, amor o muerte, placer o dolor, era necesario recurrir a vivencias personales, como de hecho muestra el arte helenístico, y por ello la contemplación era un recurso empleado fundamentalmente como símbolo más que como signo en el mundo anterior. Por el contrario, la proyección en nuestros días ha unido signo y símbolo pero nos ha enajenado del sentimiento, podemos ver horror pero no sentirlo porque sabemos que es proyección.
Cuando Mora dispuso su montaje Marta, la proyección de lo real se manifiesta a través de lo táctil, el juego creado por Juan Muñoz en sus creaciones, que nos transmite una nueva percepción. Ha que palpar, tocar, lo tangible es lo real, lo que existe, porque vivimos en una recreación constante. Si no palpamos, vivimos como ciegos, enjaulados en nuestras únicas sensaciones que por el momento hemos creído válidas en el arte, la vista y el oído, mientras que el tacto quedaba olvidado. Pero como también Cocteau nos hizo ver, lo real puede ser una bagatela infumable que precise de cierta dosis de alquimia artística para ser auténticamente real. En este sentido, en nuestros días somos capaces de recrear nuestra propia imagen en multitud de situaciones y en diferentes acciones, podemos visualizarnos a nosotros y a nuestro entorno como una película gracias al vídeo y a la fotografía, imágenes prácticamente reales.
Los daños causados al sistema psicológico del individuo tras décadas de disolución en la masa son plasmadas en el estilo enfático del arte de fin del siglo XX, adoptando para ello con frecuencia la naturaleza de un arte casi artesanal en su elaboración, con técnicas unitarias que tienden a disolver y fundir los géneros buscando en la naturalidad del proceso dar carta de propiedad a una obra, que por fuerza es artificial, pero que de este modo rompe con la artificialidad del mundo. Formas expresivas flexibles frente a la rigidez del mundo, arrastrando así a las nuevas tendencias a una mayor exuberancia que la que el op-art o el minimal había propuesto.
Así, el ArtLight de Mora se nos presenta como una conjura del presente como reflexión del pasado proyectado en el futuro. El fluorescente, recurso muy empleado en las décadas anteriores, se ha metamorfoseado, ha adquirido una consistencia interesante pero inverosímil, porque no es la luz o el formato lo que trascienden la experiencia, sino que es una conjunción de elementos que remiten al individuo a preguntarse por su papel como participante del espectáculo que supone. Sus tonos se contradicen, hay frío en el azul y calor en el rojo, hay modernidad pero también un tono de cierto pasado inmediato, hay una palabra muerta y unos elementos geométricos (el triángulo perfecto formado por las tres letras, la sección áurea que corta el segmento de éste, las variaciones triangulares, etc), en general, hay una posibilidad, como mencionábamos antes.
Esta posibilidad nace de la elección. El espectador puede elegir, es su opción, de él depende el camino para completar la obra. Tal vez, no obstante, se trate de una obra que falla en algo, le falta el toque final, la sensación de que estamos dentro que podíamos notar en las creaciones anteriormente mencionadas, y por el contrario percibimos cierto nihilismo de épocas anteriores que, en el fondo, deja a esta obra de Mora en un punto anterior, tal vez podríamos llegar a decir incluso que se queda atrás en el tono general que siempre ha tratado de mantener. Los juicios en este sentido son difíciles de hacer, pero es cierto que la desinhibización propuesta por el arte de los ochenta evoluciona en las líneas que hemos visto hasta nuestros días y esta obra se queda atrás.
Aún así, una visión nietzscheana del arte del siglo XX nos llevaría a aventurar que el artista de fines de esta era ha superado al hombre, se ha adentrado en el abismo y busca arrancar de su profundidad disoluta al superhombre pero a través de un tercer estadio de vida de lo dionisiaco (como experiencia natural). Ya no hay el libre albedrío del arte anterior sino una consubstanciación moral que implica mayores recursos a la violencia del signo y no del símbolo.
Un cristal roto como a balazos y que aparenta estar cosido no es más que eso, pero esa imagen es la que carga con la responsabilidad de pretender decirnos algo. El mensaje no se contiene en símbolos externos, en una experiencia exotérica que se encuentre en un plano alejado del individuo y del objeto. Resignémonos, el siglo de la Razón y de las Luces nos quitó aquella capacidad de la simbología profunda. Pero a cambio volvamos a recuperar el mensaje del signo. Preguntémonos por lo que vemos. Un cristal, no está roto, los reflejos son sombríos, es casi opaco, y hay dos palabras escritas como a balazos y cosidas casi con telaraña. Keith Paciulli, un nombre de mujer, qué nos invoca, qué nos sugiere, más aún, qué nos sugiere un nombre relamido (piénsese en el pachuli) cosido a balazos sobre la fragilidad de un cristal.
Podríamos argumentar fácilmente que la fragilidad del cristal, última instancia de lo femenino como algo débil replanteado por la apelación a determinado perfume adocenado, se condiciona por el sustento aparentemente irresoluto, que tiende a permanecer no obstante, y por culminar el círculo encontramos la fragilidad que aún así se mantiene en pie. Es decir, el mensaje de la situación actual de la mujer. No estaría mal, pero en realidad no lo sabemos. Es una interpretación, un símbolo, pero la gran clave es que todo eso se nos ha sugerido a través del signo, que es el auténtico transmisor del mensaje.
La moralidad ha hecho acto de presencia pero en realidad no existe. Todo lo que tenemos es un cristal atravesado, un mensaje escrito dolorosamente, una referencia a una mujer que no conocemos y, por ello, puede ser cualquiera, en definitiva, un descenso desde la percepción a la sensación y no en un sentido inverso como podríamos haber esperado.
En la creación de Pedro Mora encontraremos fragmentariedad, no hay la oposición de un orden a otro al no buscar la creación de un eje axial entre el sistema social y la vivencia artística. Ésta debe ser un elemento de sintaxis abierta y enriqueciéndose de la conflictividad continua, devolviendo a la capacidad de imaginar esa nueva realidad la posibilidad de ser sujeto. Acepta así cualquier influencia sin delimitar estratos sociales de la cultura, y en ello emplea la ruptura, la escisión, en tanto que expresión de sí. Es el lenguaje del nosotros, no del yo, pero de un nosotros diferencial y ausente de totalidad.
Por ello, el juego del espacio se manifiesta como recurso, porque el espacio es algo que compartimos, y en la medida en que la escultura transforme ese espacio de forma común, habrá trasgredido su pretensión, se habrá vuelto táctil y no estará mostrando sus credenciales, la posibilidad. Esa mención fue mostrada en ARCO 2000 exponiendo la obra que actualmente se encuentra a la entrada del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo en Sevilla. El túnel al cual un año después nos invitaría a creernos dentro, Mora nos sitúa en esta obra en una situación extraña. Aquí podríamos esperar el autobús, podríamos esperar a alguien que no llega, podríamos guardar cola, o simplemente sentarnos. En un túnel, una rebelión hacia el interior por la proyección que los asientos reflejados en la superficie negra hacen, pero también una invitación a palpar, a disfrutar de la obra, a esperar si queremos a ese autobús, a compartir con más gente ese espacio común. Vicente Jarque expresó una vez que en la obra de Juan Muñoz podíamos encontrarnos una suerte de nueva percepción del mensaje convertido en una función táctil que añadía a la comunicación del arte una nueva faceta, ya que, mientras que la vista y el oído pueden ser compartidos, el tacto es un sentido único que no puede fragmentarse.
Así pues, la experiencia fragmentada a llevado al hombre a la búsqueda de nuevas perspectivas de sensación, de aquellas que no pueden partirse, dividirse, de aquellas que precisamente recalcan la unicidad, la individualidad, aquellas que sólo nosotros mismos podemos experimentar. La obra así concebida va a transformarse en una transferencia de ideas externas a internas, mediante imágenes que se muestran con un doble valor, como elemento táctil y como sustrato mental. Cuando nos referimos al primero de los casos, existe una materia constituyente que satisface la imagen, y en el segundo la idea se demuestra, y para ello lo que Mora nos muestra está limpio a nuestros ojos.
Uniendo los conceptos vistos en la primera de las obras mencionadas y ésta última, su Habitación simultánea expresa esa misma proyección. En primer lugar, el hombre se proyecta, en un túnel, estamos dentro, introducidos en la obra con otro yo que se nos muestra latente, oscuro, dentro de la obra, pero se nos cuestiona si acaso no seremos nosotros mismos los que ya estemos dentro y nuestro oscuro reflejo, como en un túnel, el que realmente está fuera. Porque la auténtica obra ha sido creada en el espacio, en lo que nos circunda, en lo que somos. Compartimos ese espacio común, frente a nuestra imagen enajenada, ausente, como el Orfeo de Cocteau, anhelando tal vez penetrar.
Intentamos no comprender, porque lo que habría que comprender es algo que es parte de nosotros, ni más ni menos que nuestra imagen, que se encuentra dentro de la obra. Rivera, el artista granadino de El Paso, lo pretendió en algunas de sus obras tituladas Espejos, y nos mostraba, pero con un aspecto informalista. Ahora hemos vuelto a entrar, pero esta vez limpios, simplemente reflejados, en un túnel de luces amarillas, en el cual nos sentamos a esperar que quien se sienta frente a nosotros no seamos nosotros mismos.
Lo doméstico se transforma de este modo en una represión sensual donde, en herencia posmoderna, se nos aparecen las reconstrucciones de lo habitual, se lima lo natural mediante la ruptura semántica y aprovechando la esperada pérdida de significados se dispone al espectador a caminar por lo privativo y lo público. Un espacio mismo que compartir.
Esto es algo que expresó en su Living Carpet, en el cual se conjugan diferentes aspectos. Nos espera una habitación vacía en apariencia, un lugar que podemos deambular con otras muchas personas, porque es amplio, y en él encontramos la esencia del lenguaje artístico de Mora. Qué hacemos ahí, por qué tenemos las sensaciones que tenemos al pisar ese suelo, al materializarnos allí dentro. Estaba allí la obra o somos nosotros los que nunca hemos estado. Lo que esperamos de la obra no es una subjetivación de la mente, sino que el objeto artístico es en sí mismo, está lleno de ser y ese Ser nos invita a participar de su esencia asumiéndola como propia.
Y como Deva Sand (Estrasburgo, 1968), no siente necesidad de volcarse en ningún material, se trata de una impulsión hacia la propia selección, casi natural, de lo existente, controlando la reacción misma para reducir la obra que produce la experiencia en una suerte de minimal con emotividad. La cuerda de Pedro Mora en Sin título de la Colección La Caixa (1990) y el traje de camuflaje de Marta Amonárriz (Tolosa, 1975) en HondarE son una vuelta a los elementos naturales buscando que un objeto cotidiano, manteniendo su cotidianeidad funcional (y en esto se diferencia del ready-made) puede ejercer con fuerza el nuevo concepto discursivo.La obra de Mora parece recortar los perfiles de una ciudad, la inhabitable creación del hombre, un ecosistema artificial, y artificioso, donde los elementos naturales se han supeditado al hombre para construir una nueva experiencia. Al tiempo, la cuerda adopta cierta sinuosidad, como la serpiente reptante, pero no del pecado del hombre, que también podría ser por qué no, sino como en la antigüedad precristiana, símbolo de la sabiduría, de una naturaleza domeñada que se encuentra sometida al hombre pero que al mismo tiempo es de por sí indomesticable. Existe una cuerda al principio y al final, un fondo blanco sobre el cual recostar la imagen, una percepción de lo lejano sobre puesto, manejando apenas unos resortes que nos indican que esa mínima esencia contiene algo.
La transformación de la superficie sobre la que se exhibe tiene también algo de metafísico y de alquimia. En la otra obra que la Fundación La Caixa conserva del artista sevillano, también titulada Sin título, unos elementos cuadrangulares sobresalen hasta por seis veces de la pared. Debemos ser conscientes no de la interacción del objeto sobre nuestra consciencia, sino de su aplicación sobre la superficie, y más aún, debemos tener plena capacidad de concentración para resituarnos espacialmente respecto al objeto dado. Saber qué es lo que esperamos del mismo puede inducirnos a error del mismo modo que el objeto no puede esperar, lógicamente, nada de nosotros.
Pero existen, están ahí, las seis ¿repisas? ¿balcones? En general, una propuesta de desdibujar el espacio que nos rodea, pero en este caso cuenta con una horrible desventaja. Su participación tal vez en exceso de lo minimal le hace arrostrarse en exceso al espacio. En esta obra, comprendemos las dificultades del arte actual en cuanto exhibición. La obra está tal vez en exceso delatada por su entorno, más que transformar el espacio acaba por adornarlo y, en cierto modo, lo acaba mutilando. Sucede algo semejante a la problemática expositiva de multitud de objetos artísticos de cualquier época pero que, tal vez por su naturaleza, se encuentra acentuado en el arte actual.
Aún así, hay una serie de elementos que sobresalen en estas dos obras y que se transmiten en otras tantas de Mora. Hay una geometría compuesta por toda una serie de propuestas de alturas, simetrías, como en el ArtLight que vimos más arriba, de relaciones intrínsecas entre lo que podemos palpar por la creación y la consubstanciación mental que se produce en estos juegos geométricos. La linealidad de las dos obras de La Caixa son evidentes, y en la primera de ellas incluso una breve abstracción nos podría llevar a intuir, porque de hecho sucede así, que las diferentes alturas que toma la cuerda son exactamente las que poseen nuestros dedos de la mano izquierda.
Este signo se nos revela al mismo tiempo como símbolo, mental porque no lo vemos sino que lo intuimos, asemejamos la imagen a un recuerdo mental y lo tenemos en mente, lo vislumbramos dentro, es el juego de la geometría, un juego que Mora hace invisible y se nos proyecta sin aparente motivo ni razón.
La recreación, por tanto, de la superficie desarrollando el espacio le permite jugar con nuestra percepción, añadir como en aquellos pseudo túneles una variable emocional que permite manejar al espectador a su antojo. De este modo, al plantear su Piece for a Building que utilizamos para comentar el concepto de desescultura, pudimos ver que la fusión entre las corrientes que se ajustan a esta obra conllevan una transformación consciente en el individuo con arreglo a la obra. La pared se encuentra recubierta con la acción, una acción que ha sido previa, es decir, la obra acontece como acto previo al espectador pero se le ha sumado un elemento novedoso muy importante a tener en cuenta en nuestros días, se ha jugado con lo permanente. Esta obra podemos relacionarla con la expuesta en Soledad Lorenzo, empleando los mismos elementos metálicos a modo de patas de banco, endebles, que sostienen la cámara en la cual se proyecta la imagen, el acto, lo que ha creado la imagen de la imagen que podemos ver. La acción de la performer ha sido inmortalizada y sirve como eternización para transformar el espacio. Se trata de una conjunción de elementos en Mora que hemos podido ver anteriormente.
Por un lado, subyace la idea de una tecnología que ha sustituido al hombre, sus acciones han sido depositadas en la confianza de una reproducción verosímil. Es lo que comentábamos respecto a la proyección de la imagen en el mundo contemporáneo. Al tiempo. Esa proyección supone que al reproducirse nos permite re-crear el espacio, anulando el tiempo y dotándolo de un ascetismo visual prolongado en su propia circunstancia. La superficie parece infinita, parece no tener ni principio ni fin, y se nos muestra en la cámara por qué es así, porque la acción artística lo ha logrado. Pero su disposición frente a la pared nos advierte de otra cosa.
La acción es anterior a la pared, pero al situarlo enfrente podemos abstraer que se está grabando en ese momento la acción, que se convierte de este modo en eterna en tanto en cuanto carece de tiempo, la performer está en ambos sitios, y nosotros como espectadores nos situamos en un nuevo contexto, porque la nueva naturaleza, la tecnológica, nos permite disponer una nueva realidad, fingida, pero que al hacerla artística, se hace palpable. Táctil, si se quiere, pero creador.
Crear porque como vimos desde los 70 la imagen se ha constituido en la base de nuestra sociedad espectaculizada por su propia génesis visual. Todos los grandes valores, y los pequeños también, aparecen en nuestros días como imagen y si el artista no asume esta condición estará perdido. Mora asume, junto a otros artistas nacidos en los 60, este irreversible cambio de expansión global de la imagen en el plano de las ideas y las representaciones sensibles. La imagen seriada, repetida o aplicada al concepto a partir de obras basadas en la repetición de sus matices, se constituye en presupuesto básico. Así, se hace difícil hablar de escultores, o de pintores, o de cualquier otra clasificación, ya que no es la técnica lo que va a definir a un artista sino la integración multimaterial del mensaje visual.
En general, podemos decir que la escultura de Mora dota de gran relevancia al proceso y a los materiales empleados en la realización, ejecutando en la tectónica de sus piezas unos modelos herederos del land art con intereses historicistas en la medida en que sus obras van encaminadas a reflejar cómo el ser humano cambia su entorno mediante su sola presencia, los procesos en suma de los seres vivos, y en esta búsqueda encontraremos la lucha entre la naturaleza y la cultura, en la cual la gran urbe humana se convierte en manifestador de espacios con un sentido a caballo entre lo mitológico y lo racional.
Aarón Reyes (@tyndaro)
Leave A Comment