La definición de vanguardia suele ir asociada a la de arte contemporáneo y ésta a la de ruptura de manera, por desgracia, indisoluble. Digo desgraciadamente porque se inicia de este modo una carrera alocada por generar la mayor de las innovaciones, la disfunción más extrema, y se acaba, con relativa frecuencia, en el mayor de los disparates.

La aparición de los estructuralistas dentro del análisis metodológico histórico, y de ahí a todas sus variantes como la historia del arte, fijó una forma de indagar sobre las creaciones disociándolas de la forma natural de transcurrir del ser humano para averiguar, paradójicamente, cómo fluía éste. La herencia del XIX fue la pretensión de las diferentes disciplinas por deshacerse de la pesada carga que la interpretación místico-divina imponía sobre todas las cosas. Incluso en el Romanticismo las expresiones artísticas tenían esa vinculación a lo emocional religioso, alejado de toda religión oficial, pero espiritual al fin y al cabo. El estructuralismo sirvió, en aquellos momentos de alejamiento, para entender por qué se produjo aquella insistencia en lo espiritual y por qué el ser humano caminó hacia una pretendida desacralización absoluta.

Para el nuevo arte que emergía en la segunda mitad del XIX, la realidad era una interpretación de clase. Por primera vez el arte que más se iba a vender y comprar era producido por la misma clase social (burguesía) a la que pertenecían los artistas, y eso se iba a reflejar no tanto en la temática, que es en muchos casos circunstancial, sino en la reinterpretación de la realidad. Así, sucede que a todo mito sobre el cual se asume una carga de vergüenza para abandonarlo, le envuelve otro mito contemporáneo que lo disuelve. Sin embargo, el mito que emergió en la segunda mitad del XIX es el del materialismo que emerge desde la economía (Jevons, Walras, Marshall), la política (Marx) y por supuesto la creación artística. Un materialismo que los estructuralistas han pretendido siempre enfrentar con el pensamiento mítico al que supuestamente anula pero que, como podemos ver en esa evolución, no es más que transparencia de un hilo que antes era una gruesa cuerda.

Los estructuralistas tratan de comprender la función de los mitos, aceptándolos solamente como explicaciones lógicas de emociones que se mueven dentro de una dialéctica, de una oposición constante. Así, a la realidad se le opondría la interpretación humana, a lo racional lo irracional, y una serie ordenada de características comunes al caos creador de la vanguardia. Pero sucede con frecuencia que se olvida que la función del mito es permitir la existencia de las dos realidades, aquella que deviene de la observación y la comprobación (pensamiento lógico) y aquella que, por resultar sacrosanta, heredada por la tradición o emocional, contradice todo sentido común. Levi-Strauss era partidario de permitir al arte ser el vínculo entre ambas visiones. Y se ha asumido generalmente para el análisis de las obras artísticas. En cambio, para el análisis de cómo surgen y mueren las corrientes estéticas, todo análisis es siempre pretendidamente racional.

Es aquí donde hay que volver al comienzo, el deseo irrefrenable de innovación. Para una interpretación estructuralista que ha predominado en los estudios sobre el arte contemporáneo, el nacimiento de cada –ismo estético guardaba una estrecha relación con la necesidad de generar respuestas a momentos y circunstancias contradictorios de la historia y la sociedad que generó ese movimiento. De ahí que cada uno de ellos se haya hecho emerger como una nueva respuesta lógica en las técnicas empleadas (impresionista, puntillista, etc.) a cuestiones que venían como una consecuencia. Esto permitía asumir una historia de la humanidad como relato y narración, como una explicación para lo que iba surgiendo y que, en muchos casos, no se sabía cómo interpretar.

Esto ha llevado a interpretaciones fácilmente asumibles por todos, neófitos y expertos, ya que proporcionaba una explicación dentro de la zona de confort. Por ejemplo en el Cubismo. La explicación más tradicional sobre la técnica cubista era que respondía a una reducción de la realidad a formas geométricas. Ésta se habría producido tras la evolución lógica que va desde el postimpresionismo de Cézanne hasta que Picasso y Braque inauguran el nuevo estilo.

Ya Danto advirtió sobre el enorme simplismo de esta interpretación. La obra de Picasso es tan profundamente biográfica que ignorar la transustanciación de su pensamiento y emoción en las formas que adoptó es ignorar algo tan básico como el acto de la comunicación. Y es que el Cubismo, más que una reducción formal visual es más bien una forma de escritura. La pregunta no es, por tanto, cómo se llegó a las formas cubistas sino por qué alguien cambiaría el lenguaje para hablar de las personas que tenía más cerca.

Si atendemos a los caminos que eligió Picasso a partir de sus primeras creaciones en el Cubismo, nos encontramos que elige cambiar lo esencial, lo técnico, lo simplemente recurrente, por aquello que guarda relación con la propia sustantivación no de la obra de arte sino de lo representado. Rubin, a la hora de indagar sobre la forma de trabajar de Picasso nos da una pista: rara vez empleó modelos, siempre pintaba personas de las que se rodeaba y con las que interaccionaba. El Cubismo se convierte de este modo no en una técnica con la cual representar la realidad, sino una forma de expresar ira, felicidad, amor, tristeza, maternidad, asociado a la interacción que el artista tiene con el sujeto a representar.

Mientras que el retrato de Kanhweiler tiene todas las características propias de unas formas asociadas a la propia labor como marchante del retratado, los que realiza de Fernande Olivier muestran los sentimientos de un amor que desaparece. En cambio, en los varios que comienza a realizar poco tiempo después de Eva Gouel la intensidad cromática y la forma de trazar pelo en cascada, pechos destacados, nos devuelve a la misma sensación de pasión que acompaña al sentimiento amoroso. Picasso no inventa el Cubismo para ofrecer una nueva forma de ver el mundo, lo crea para escenificar su propia estructura interior de sentimientos y actitudes.

La propuesta de la mayoría de las vanguardias era, por tanto, profundamente personalista en la medida en la que se había traspasado la línea que separa la autonomía creativa de la imposición por parte de quien encargaba la obra. El Cubismo, como pasaría con el auténtico movimiento que rompe con los lenguajes previos, el Expresionismo Abstracto, es una realidad contraria a lo que los análisis estructuralistas han previsto para el mismo. Ya no es una técnica para traducir la realidad sino una forma de escritura para fijar un momento real. Es lo que permite el paso del pensamiento mítico oral al lógico que queda fijado.

Esto es lo que altera la idea de tiempo y espacio. Si tenemos en cuenta las fórmulas en las que se había desarrollado la estética inicial de Picasso, puede ser más fácil entender que en los retratos de Marie-Thérèse Walter y de Dora Marr no haya una simple aplicación de una técnica concreta sino una huida del espacio mediante su deformación y del tiempo mediante la creación de un lenguaje nuevo que fija la emoción con una precisión. Esa precisión es la que nos pretende hablar de Marie-Thérèse como una mujer que Picasso representa como orificios y curvas mientras que Dora Marr es otra forma de amor donde el desafío intelectual le lleva a tratarla como una igual, una compañera, no una amante.

Es en este punto donde cabe plantearse la idea de “innovación”. La ruptura planteada por Picasso con el Cubismo no es tanto una brecha como una nueva forma de hablar dentro de un tronco común. La órbita en la que se situaron algunos de sus coetáneos no fue en este sentido la de copiar su estilo y repetirlo sin alma, sino la de aplicar este lenguaje a la comprensión de la realidad que les rodeaba.

Una de esas artistas fue María Blanchard (1881-1932), santanderina de familia burguesa como el resto de artistas con los que compartió su formación y su trabajo. Su carácter tímido y reservado fruto de una deformidad física (cifoscoliosis, desviación doble de columna por un accidente de su madre en el embarazo) encontró en el lenguaje cubista una forma de deformar la visión de las emociones, los sentimientos, las vivencias, para expresarlas como manaban desde su interpretación del entorno.

Una de las cosas que sorprende del arte de Blanchard es la reciprocidad que vemos entre su forma de escribir y sus cuadros. En una carta que se conserva de sus primeros años en París los párrafos, las líneas, todo aparece tendente a la forma, perdiendo todo sentido de lo tradicional. Esto, sin embargo, adquiere otra expresión visual cuando vemos su obra pictórica. En L’ivrogne (El borracho), Blanchard opta por una postura compleja, donde el representado se ubica en una pata de la mesa y parte del menaje tras de sí le sirve de aureola. El conjunto es sorprendentemente armonioso, equilibrado, a pesar de traducir una realidad inestable: un personaje borracho, una pipa al borde de la mesa, una cuerda a punto de caer.

Pero es en La Comulgante donde Blanchard mejor refleja el modo en el cual el Cubismo se había convertido en un alfabeto que un grupo de artistas iba a usar para traducir su visión de las cosas. La artista abandona los rigorismos del Cubismo Analítico porque no es ya lo que necesita, pero al igual que un dialecto se relaciona con la lengua de la que parte, puede verse en el abandono de la profundidad espacial la sustantivación de un momento. El rito de paso que supone la Primera Comunión manifestado como una pureza rota en los blancos que no acaban de dar forma ni tampoco de serlo del todo.

Este aspecto es importante para entender la magnitud de la adscripción de Blanchard a las formas cubistas y su posterior reinterpretación propia. El nuevo lenguaje permitió unir no solamente a Picasso y Braque sino también a Juan Gris con quien Blanchard mantuvo una profunda amistad tan cercana como distante en según qué momentos. Formar parte de un movimiento artístico no es simplemente una adscripción a una técnica que se imita y repite, es una forma de aprender a hablar un nuevo lenguaje cuando estamos hablando de algo como el Cubismo o el Expresionismo Abstracto.

Que la obra de Blanchard no habría existido sin la del resto de compañeros cubistas es una obviedad. No lo es tanto por el hecho de existencia del Cubismo sino de su “pre-existencia” en las obras anteriores de todos estos artistas. El Cubismo vino a dotar a artistas como Blanchard de una libertad definitiva. Al igual que en sus cartas la artistas muestra un manejo del idioma libre y flexible, empleó el nuevo lenguaje artístico para transmitir sus propios presupuestos emocionales. Porque, en definitiva, eso es lo que hace un movimiento artístico en el arte contemporáneo: proporcionar el lenguaje no como como parte fija escrita sino como una oralidad flexible, fluída, que lleva a una adaptación continua porque trata de fijar de forma mítica una realidad que no puede ser interpretada por patrones racionales.

Aarón Reyes (@tyndaro)