Recuerdo vívidamente la tarde en la que el profesor Valdivieso, Catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Sevilla, nos dijo “observen cómo pintaba sus vírgenes Murillo, con esos pechos…turgentes, redondos, como naranjas” mientras hacía el gesto con las manos de ir a tocarlos. Hubo quien, incluso, se persignó y se marchó al grito de “¡indecencia!”.
Aunque pueda parecer mentira escribir un artículo sobre pechos femeninos en la historia del arte es complicado por el hecho de tener que observar muchos. Hay infinitud de ellos, de todas clases, colores, volúmenes e incluso texturas. Sin embargo, lo verdaderamente complicado no es ofrecerles un repertorio selecto (tengan en cuenta que si algo abunda en el arte es el desnudo femenino) sino explicar por qué en determinados momentos las mujeres han llegado, incluso, a carecer de pezones para los artistas.
Lo primero sería preguntarnos qué son los pechos, mamas, tetas, llámenlo como quieran, y por qué han atraído tanto más allá de motivaciones puramente sexuales que, sorpréndanse (o no), son las menos frecuentes en la historia del arte. Un artículo publicado en PloSOne mostraba, por ejemplo, que los hombres con problemas económicos o que se han criado en entornos de pobreza suelen preferir los pechos grandes. Larry Young, de la Universidad de Emory afirma en otro estudio que el hecho de que tengan volumen se relaciona con la búsqueda de contacto, de modo que así se genera oxitocina y aumenta el placer y el deseo sexual. Curiosamente, ambos estudios coincidían en que los hombres más machistas tienden a preferir los pechos grandes mientras que el resto diversifican sus gustos en función de otras variables. Por terminar con estos estudios que serán válidos hasta que ustedes terminen de leer el artículo y poco más, también comentan que el uso de sujetadores ha cambiado la forma en la que son percibidos al desnudo debido a cómo afectan a los músculos que deben mantenerlos firmes.
Con esto queda claro que hay un elemento que prevalece por encima de lo sexual, y es lo nutricional. Es fácil que, a la pregunta de qué es lo más vital para el ser humano, se piense al principio en el sexo. Pero sin comida usted puede hartarse de mantener todas las relaciones que quiera que morirá pronto. De ahí que el sentido principal de la representación del pecho femenino en la historia del arte haya estado orientado al sentido de mantenimiento de la especie, de fertilidad en tanto que perpetuación de la raza.
Éste es el sentido que, por ejemplo, se le asigna a la Venus de Willendorf, de unos 30.000 años de antigüedad. Sus formas exageradas muestran unos grandes pechos cuya finalidad sería la de representar la fertilidad. Se trataría de una pieza de arte mobiliar para tribus nómadas que, precisamente por este continuo traslado, llevarían estos amuletos para significar su esperanza de encontrar nuevas tierras en las que seguir alimentándose.
Fíjense que, curiosamente, es el mismo sentido que el de las representaciones de la patria tan frecuentes sobre todo en el arte a partir del siglo XVIII y XIX. En el famoso cuadro de Delacroix de La libertad guiando al pueblo, la Marianne simboliza a la nación como una mujer que alimenta a sus hijos (de ahí los pechos descubiertos) pero que, al mismo tiempo, los guía hacia la libertad y la justicia. Son unos pechos más pequeños, adaptados ahora al gusto de la época pero también a la necesidad de buscar un equilibrio entre las proporciones humanas.
La fertilidad ha sido, por tanto, uno de los elementos más frecuentes para la representación del pecho femenino. Qué mayor símbolo de la fertilidad que una madre, y si es la madre de alguien a quien se considera un dios, es el acabose. Es lo que sucede por ejemplo con las imágenes de Isis amamantando a Horus, normalmente con unos pechos pequeños en el mundo egipcio y algo mayores en sus representaciones romanas. Sin embargo, ambas destacan por un elemento que luego comentaremos: muestran pezones, a diferencia de lo que sucede con los pechos del resto de diosas del mundo antiguo donde estos escasean.
Desde si es por pechos, la Artemisa de Éfeso se lleva la palma. Debe ser el tipo iconológico con más glándulas mamarias por centímetro cuadrado de toda la historia del arte. Cerca de dos docenas que, como en la Dama de Galera de Granada, poseía en algunos modelos agujeros en las terminaciones para servir de fuente y así parecer que la leche, o cualquier líquido, salía a chorros por allí. Si por imaginación que no quede.
La imagen de una madre dando la teta a su hijo fue luego adaptada por los cristianos. Aunque ahora parezca impensable, desde el mundo de la Antigüedad Tardía se representó a María prácticamente con los pechos al aire como símbolo de ser Nutrix, es decir, aquella que da de comer a los dioses. Se le equiparaba así no solamente con Isis sino también con la Loba Capitolina o la Cabra Amaltea que también habían dado de sus pechos tanto a Rómulo y Remo por un lado como a Júpiter por otro. Hay numerosas representaciones y, como en el caso de La Marianne, se fueron adaptando a las épocas. Estos cuadros son de los pocos donde podremos ver a una María con un abundante pecho y pezones, a veces con un extraño volumen esférico como en el Díptico de Melun pintado por Fouquet en 1450.
Los pechos también sirven como transmisores de conocimiento. También cabe la posibilidad de que alguna mente avispada quisiera verlo así para acercarse a una teta, ojo. La idea, por ejemplo de que de los pechos puede llegar alguna forma de espíritu se antoja semejante a la justificación por la cual los maestros griegos tenían sexo anal activo con sus pasivos discípulos. En cualquier caso, ver a San Pedro Nolasco arrimando la boca a los pechos de María junto a un Niño Jesús tiene un punto perverso que haría temblar a la división de delitos informáticos de la Guardia Civil. Las diferentes representaciones de La Virgen de la Leche hablan por sí solas.
Más allá de estas muestras exclusivas de pechos, hay multitud de ocasiones que han aparecido simplemente por el hecho de formar parte del cuerpo desnudo de una mujer. En la mayor parte de los casos los artistas han optado por el equilibrio y la proporción, no por el gusto en tamaño y forma. Esta proporción clásica basada en los cánones del mundo griego imponía unos pechos, como decía Valdivieso, del tamaño de unas naranjas, más o menos. Los de la Venús de Milo, la Venus Anadyomene de Itálica y sobre todo la bellísima estatua de la Venus de Cnido que se los tapa con cierto pudor, apenas sobresalen en sus volúmenes hacia el exterior, manteniendo el mismo canon de 7 cabezas que se utiliza para el resto del cuerpo.
Es frecuente en la estatuaria clásica que los pechos no tengan una referencia sexual. Del mismo modo que es notable la ausencia de vello púbico (de vello en general en hombres y mujeres) tampoco vemos de los pezones más que el hecho de acabar en punta, o los labios de la vagina que no es más que un triángulo pulido. La razón es sencilla: si San Pedro Nolasco podía mamar de los pechos de María es porque está cercana a la divinidad y en ella lo sexual desaparece igual que Venus es una diosa inaccesible para los hombres.
Los pechos relativamente pequeños han sido una constante durante la historia del arte en general porque la voluptuosidad se asociaba siempre con la incitación sexual salvo que fueras holandés. Cupido pone el culo en pompa, esperando quizá algún flechazo, mientras le coge un pequeño pezón a Venus en un cuadro de Bronzino.
Frente a ellos, los pechos de Fran Hals o Rubens suben de volumen por el simple hecho de que también lo hacen sus modelos. Es una forma de reflejar, como en aquella Venus de Willendorf, la opulencia y la riqueza de una región donde los cuerpos están bien alimentados, incluso aunque no fuera lo general. Había que mostrar la fertilidad de unos países donde el comercio hacía prosperar a la burguesía frente a esa equilibrada proporción que mostraban los pechos de las mujeres renacentistas, de escasos volúmenes, recatadas. Incluso cuando contemplamos los pechos de Simonetta Vespucci en El nacimiento de Venus estamos lejos de lo que Rubens hará con Las Tres Gracias.
No es una cuestión sexual, de atractivo para el pintor o sus espectadores. Es una cuestión ideológica. La teta es el símbolo de una cultura, se alza sobre el falo-clientelar del poder hispano derrotado ante el poderío del imperio protestante-capitalista. Es una llamada a una nueva moral del trabajo, de la riqueza acumulada y producida. Y durante los siguientes siglos los pechos se irán volviendo más esquivos, porque ya no habrá más diosas que María y ésta sólo lo es en el mundo católico. Para el protestantismo el pecho comienza un recorrido turbio hacia la sexualidad.
De este modo, las hijas de Lilith se alzarán en el mundo de la Revolución Industrial como un monstruo. Sus pechos irán ganando en volumen, no desmesurado, sino vinculado al mismo hecho de la realidad. Los pechos neoclásicos irán dando paso a los volúmenes redondeados de Ingrés en El baño turco, una invitación a la sensualidad y el lujo que se asocian con el mundo asiático. Nos recuerdan a esas estatuas del arte hindú donde los pechos son como esferas, carnosas, táctiles. Y si el realismo de Ingrés muestra aún esa idea de lo lejano artístico, de mostrar las dos realidades de lo real y lo creado, cuando Courbet toque por primera vez un pincel, todo eso, se viene abajo.
Más allá de El origen del mundo hay más Courbet, hay paisajes, y hay mujeres como las de La siesta. Los pechos de ambas resultan perturbadores no tanto por la cercanía de ellas (bueno esto sí resultaba perturbador en el siglo XIX y todavía hoy hay quien no mira o lo hace con una sonrisita) sino porque contemplamos, quizá casi por primera vez, unos pechos que podríamos reconocer. El estudio que hace Courbet ya no va a la proporción o a la idea. No se trata de exponer todo un cuerpo de conocimiento sobre la creación artística o sobre la ideología que rodea a tu cultura. Son simplemente cuatro tetas en dos cuerpos que reposan dormidos en una cama. Simplemente.
A partir de ahí, el pistoletazo de salida para empezar a pintar mujeres y pechos de verdad, reales, sin necesidad de nada más que ello. Al igual que en otros ámbitos, la sociedad de la Revolución Industrial transformó los monstruos y los mitos en humo y hierro, en ocio y prostíbulos. La cosificación había llegado también a las tetas. Como Erika Bornay ha comentado en su magnífica obra Las hijas de Lilith, la imagen de la mujer a partir del Realismo y el Simbolismo reflejó los cambios de mentalidad que la propia sociedad estaba viviendo.
El pecho se vuelve femenino, como la propia imagen de la mujer. Ya no es diosa, ni madre de dioses, ni tan siquiera una metáfora de un modo de vida. La imagen que el hombre recrea de la mujer tras los primeros demonios de la Revolución Industrial responde a la inmensidad de un mundo fabril, de un capitalismo donde lo infinito sustituye a lo eterno. La mujer del equilibrio y la proporción clásicas carecía, salvo cuando se la representaba como madre, de una caracterización femenina, era una parte, como diría Genaro Chic, de la santísima dualidad del ser humano. Frente a ello, lo sublime se abre paso de la mano de Kant al establecer la existencia de elementos que no podemos categorizar y que Nietzsche nos invita a redimir, como de hecho hace en Así habló Zaratustra al decir que el hombre debe tratar de controlar esta sublimidad de la mujer.
Es aquí donde el pecho de la Olympia de Manet nos recuerda con sus pezones perfectamente trazados y la naturalidad de la curva de sus senos que es ante todo una mujer. Aquella que era temida por las mujeres de la sociedad burguesa que jamás los mostraban porque sí pudimos vérselos a Simonetta Vespucci en el XVI cuando el pecho era, según los tratadistas de la época, una extensión de la cara. Pero la mujer decimonónica burguesa aspira a esa prolongación del patriarcado y ve con temor la naturalidad con la que otras mujeres se desarrollan en los mismos espacios que los hombres. Serán ellas las que, mientras más naturales nos aparecen los pechos en las primeras vanguardias, más insistirán en disfrazarlos, taparlos, ocultarlos y, someterse a los dictados de la hipocresía masculina.
Los “pechos como naranjas” de la Venus de Urbino de Tiziano o de la Leda y el cisne de Correggio, en la línea de la proporción y el equilibrio de las Venus de Praxíteles o Doidalsas, van dando paso a nuevas formas. Quizá alguien piense en Miguel Ángel y diga “bueno, menos Miguel Ángel que pintaba tetas como si fueran codos”. Y es cierto, los pechos femeninos de Buonarrotti parecían extensiones de los bíceps de unas mujeres, y hombres, corpulentos, que reflejaban el tormento de Miguel Ángel por el cuerpo como prisión de carne del espíritu.
Miguel Ángel iba a ser el precursor de algo tan importante como olvidar el fondo y la forma para centrarse en el hecho de hacer arte como una inspiración suprema. Los pechos del Cubismo van a reflejar la deconstrucción de la realidad fijada en los únicos puntos de los pezones, puntos que sirven de referencia a círculos geométricos. Si los pechos de Manet (los de sus mujeres pintadas, los de él no sabemos cómo eran) eran bofetadas a la sociedad hipócrita de la época, los de Picasso nos revelan que ya todo es objeto, que cualquier parte de un cuerpo no es más que formas desarrolladas en el espacio como también nos sugiere Duchamp.
Aún quedaba tiempo para un melancólico de la proporción áurea como Modigliani. Los pechos de las mujeres de Modi nacen del arco que describe el deseo mezclado con la herencia artística italiana y algunas dosis de narcóticos y alcohol. La mayoría de sus modelos reclinadas eran prostitutas a las que frecuentaba, y en ellas el pecho adopta desde formas perfectas y equilibradas como en Gran Desnudo Rojo hasta volúmenes mayores y formas naturales. Porque en Modigliani los pechos son parte de una mujer que posee género, cuerpo y vida.
¿No hay espacio para unos pechos sexualizados? Los hay, desde los que pintó Felicien Rops a los de Milo Manara, recreando los ideales que la sociedad de consumo iba imponiendo a golpe de cruzados mágicos y publicidad. Las formas ampulosas del pecho de Marilyn en las fotos de Ed Moran son como en los cuadros de Hals o Rubens el ejemplo perfecto del mundo como objeto de la sociedad de la postmodernidad. Un mundo que se recupera tras Auschwitz y los horrores de Nankín recreando el materialismo de lo que se puede poseer.
El hombre aspira a poseer a las mujeres en una versión actualizada y americana de las sociedades victorianas del siglo XIX y Mel Ramos nos muestra a esas herederas del pin-up como metonimias de todo lo que se puede consumir rápidamente. Ya no hay vírgenes que transmitan el conocimiento por la leche, ni la melancolía de mundos que se han marchado. Las naranjas dan paso a pechos que son mecanismos de erección. Son el colonialismo de la verdadera última frontera que le quedaba al gran hombre blanco: poseer a la mujer, no a la real, sino a la imaginada como en un pálido reflejo de un Pigmalión poco entusiasta.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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