Hay niñas que quieren ser princesas y otras que prefieren ser Jo March. Durante demasiados años, las mujeres que quisieron escribir lo tuvieron muy difícil porque ni se consideraba una actividad adecuada para ellas ni se las creía capacitadas, pero gracias a todas aquellas que a pesar de todo se atrevieron a hacerlo hoy podemos disfrutar de grandes obras que de otro modo nunca habrían visto la luz.
Todas esas pioneras que demostraron con sus plumas que las letras no entienden de género y todas las que siguieron su ejemplo celebran hoy su día, el de las mujeres escritoras, a las que se reserva el lunes más próximo a la festividad de Teresa de Jesús (15 de octubre).
A ellas, a las que tanto debemos quienes amamos los libros, está dedicado este artículo:
JANE AUSTEN Y LAS HERMANAS BRÖNTE
Cualquier recorrido por la historia de las mujeres escritoras pasa inevitablemente por Jane Austen (1775-1817).
Se ha escrito mucho sobre ella, porque sin duda es una de las grandes figuras de la literatura universal. (Yo misma lo hice en esta revista: https://revistadistopia.com/jane-austen/). Pero en un día como hoy quizás sea interesante detenerse en un aspecto concreto de su obra como es el papel que otorga en ella a las mujeres. Por plantearlo en términos más propios de nuestra época que de la suya, ¿podríamos considerar a Jane Austen feminista?
Es difícil hacerlo teniendo en cuenta que mientras Mary Wollstonecraft (la madre de Mary Shelley, la autora de ‘Frankestein’) publicaba su Vindicación de los derechos de la mujer (1794), ella escribía sobre mujeres burguesas que se enamoraban y se casaban.
Sin embargo, el trasfondo es más profundo, pues en sus novelas Jane Austen describe la vida de la pequeña burguesía inglesa en un momento especialmente difícil para las mujeres. Y es que la Revolución Industrial, que tantas consecuencias tuvo en las ciudades, también afectó enormemente a ese mundo rural que Austen describe con maestría y que estaba empezando a perder el peso que tradicionalmente había tenido. Como consecuencia de ese declive, las mujeres se habían convertido en la única vía de muchas familias para mantener su posición social y su riqueza, lo que había relegado su papel en la vida a encontrar un buen marido.
En ese sentido, aunque es cierto que las protagonistas de las novelas de Jane Austen se casan todas, ella les concede la libertad de hacerlo por propia voluntad y con la persona que habían elegido. Es lo que hacen Emma
Woodhouse (Emma, 1815), a pesar de que estaba decidida a no hacerlo, o Elizabeth Bennet (Orgullo y prejuicio, 1813).
Jane Austen creía en la libertad de las mujeres para elegir si querían casarse o no y, de hecho, ella nunca lo hizo. Es cierto que su obra no cambió las cosas, pero al menos permitió a las lectoras soñar con la posibilidad de casarse por amor o hasta renunciar a ello.
También en la Literatura inglesa ocupan un lugar destacado las hermanas Brönte, cuyo talento sí que fue valorado en su época, especialmente en el caso de Charlotte (1816-1855) gracias a Jane Eyre (1847) y Emily (1818 -1848) por Cumbres borrascosas (1847).
Ambas obras son muy conocidas, pero quizás lo es menos otra novela que Anne, la tercera hermana, (1820-1849) publicó ese mismo año de 1947, Agnes Grey, y cuyo su argumento refleja esa desprotección de la que hablábamos antes, pues es la historia de una joven que para poder mantenerse trabaja como institutriz y descubre lo difícil que es tratar con niños ricos malcriados.
En su vida personal estas hermanas tampoco se casaron y en sus novelas describieron cómo esa dureza del cerrado mundo rural burgués continuó igual durante todo el siglo XIX, sin que mejorara demasiado respecto al que descrito Austen a finales del XVIII.
MUJERCITAS: EL SUEÑO DE SER ESCRITORA
Varias décadas después y al otro lado del Atlántico, Louisa May Alcott demostraría en Mujercitas (1868) que el matrimonio continuó siendo la única salida posible para las mujeres durante mucho más tiempo, tanto en el viejo como en el nuevo continente.
Respecto a la vida de esta gran autora podemos destacar que defendió el sufragio femenino y la abolición de la esclavitud, por lo que suponemos que se creó bastantes enemigos. También fue a la guerra, porque trabajó como enfermera durante la Guerra de Secesión, y, sin embargo, al escribir sobre ella no lo hizo desde el punto de vista de quien había estado en el frente, sino desde el de las mujeres que se quedaron esperando a sus maridos, a las que dio voz.
Todas hemos admirado al personaje de Jo March, que ama los libros, que quiere usar botas de chico y que vende su melena para ayudar a su familia aunque eso redujera notablemente sus posibilidades de encontrar marido. Ella quería ser escritora, pero para una mujer la literatura era un terreno prácticamente vedado porque, aparte de casarse, lo que debía hacer era dedicarse a tareas propias de su sexo como coser o enseñar.
Por cierto, al igual que Jane Austen, Alcott tampoco se casó.
Muchos años después, ya en el siglo XX (en 1916) Virginia Woolf (1882 -1941) sentenció en su famoso ensayo Una habitación propia, (1929) que para
escribir una mujer necesitaba dinero y un cuarto propio. Es decir, que para dedicarse a lo que realmente quería necesitaba independencia, tanto a nivel económico como en el resto de las parcelas de su vida.
También de ella se puede escribir mucho, (yo tampoco pude resistirme a hacerlo: https://revistadistopia.com/virginia-woolf/), pero, como estamos hablando del papel de la mujer en la sociedad y en la literatura, me gustaría detenerme en una de sus novelas que, aunque es menos conocida que otras, tiene un argumento fascinante: Orlando (1928).
Woolf estaba felizmente casada, pero ello no impidió que mantuviera una relación con otra mujer, una aristócrata llamada Vita, a la que dedicó esta historia. En ella, el protagonista comienza siendo un hombre ─porque es un héroe y por tanto es la única opción posible─ pero un día se despierta y descubre que es una mujer, lo que complica enormemente su vida. De la noche a la mañana descubre que tiene nuevas obligaciones como ocultar sus tobillos o perfumarse y, lo peor de todo, que ha perdido todos sus derechos, incluso el de la propiedad de sus bienes. Porque, a pesar de seguir siendo la misma persona, automáticamente se ha convertido en alguien inferior por pertenecer al “sexo débil”.
Como curiosidad, me gustaría destacar que entre los muchos artículos que escribió Virginia Woolf dedicó uno a Jane Austen, (Jane Austen y los cisnes, dentro de su ensayo ‘Horas en la biblioteca’). Y es que fue una mujer excepcional en muchos aspectos y supo valorar a quienes lo habían sido antes de ella, como esa “redelde” a la que pocos de sus contemporáneos apreciaron como merecía.
LAS “VENTANERAS” ESPAÑOLAS
En España, la versión de esa habitación propia la encontramos en una ventana, concretamente en la que nos abre Carmen Martín Gaite (1925 -2000) en su ensayo Desde la ventana (1987). En él realiza un recorrido por algunas de las autoras más importantes de la literatura española y afirma que las mujeres aquí eran “ventaneras”, pues, lamentablemente, para asomarse al exterior no les quedaba más remedio que asomarse a las ventanas porque su lugar estaba dentro de la casa.
Por supuesto, podían haberlo hecho también a través de la literatura, pero la lectura era un pasatiempo al alcance de muy pocas y la escritura todavía más.
Esa reclusión dentro del hogar estaba tan afianzada en la sociedad que incluso traspasa el mundo real y se refleja en los libros, de forma que también en muchos de ellos los personajes femeninos están condenados a vivir dentro de las casas.
Hubo mujeres, entre las que Martín Gaite cita a Emilia Pardo Bazán (1851-1921), que se rebelaron contra esta situación y quisieron que las mujeres
estudiaran y tuvieran más oportunidades. Pero lanzaron su mensaje en un momento en el que tenía pocas probabilidades de prosperar.
Pardo Bazán, como Jane Austen, describió el declive de una clase social determinada en un mundo rural que comenzaba a perder peso ante el auge de las ciudades, en su caso en nuestro país. Su obra más conocida, Los Pazos de Ulloa (1886) es un ejemplo claro de cómo la antigua aristocracia gallega, con su moralidad, sus costumbres y sus diferencias sociales, se estaba desmoronando poco a poco mientras los que vivían dentro de ella se negaban a aceptarlo.
La sociedad española estaba comenzando a cambiar en aquellos últimos años del XIX, pero le quedaba por delante un convulso siglo XX del que iba a salir totalmente transformada, como reflejaron muchos escritores, tanto hombres como mujeres, aunque a estas últimas se les hizo menos caso.
DE CELIA, LA JO MARCH ESPAÑOLA, A LAS “CHICAS RARAS”
Entre las escritoras españolas del siglo XX, muchas hemos admirado desde niñas (incluso desde antes de que comprendiéramos la profundidad de su trabajo) es Elena Fortún (1886-1952), una de las autoras que mejor han sabido plasmar esos cambios.
Elena Fortún crea el personaje de Celia a finales de los años 20. (Celia, lo que dice es de 1928 y la colección continuó hasta los años 50, aunque Celia en la Revolución no se publicó hasta 1987). Celia es una niña de una familia pudiente con una gran imaginación y a la que no se le dan bien las tareas domésticas, que quiere ser escritora, o bibliotecaria, o abogada y que hasta fantasea con unirse a un circo… Es decir, una Jo March española que como no cambiara no iba a encontrar marido si no se la educaba.
El personaje de Celia va evolucionando novela tras novela y década tras década, al mismo tiempo que la propia sociedad española se iba transformando. Vive la Guerra Civil (aunque, como decíamos, Celia en la Revolución, que escribió en el exilio en Argentina, no vio la luz hasta finales de los 80) y sufrió las penurias de la posguerra. Al final, Celia acaba casándose, y es muy significativo que, quien lo cuente, a diferencia de las novelas anteriores, no sea ella sino su hermana pequeña Mila, que no entiende cómo ha podido ocurrir porque nunca había imaginado a Celia preparando su ajuar.
Aunque Celia es su personaje más conocido, hay un libro que nos ayuda a entender mucho mejor quién era en realidad Elena Fortún, Oculto sendero. En él cuenta la historia de María Luisa (que podría decirse que es la propia autora), una mujer que tiene inquietudes intelectuales, lo que provoca rechazo a su alrededor, y que no se siente atraída por los hombres, pero que aun así tiene que casarse y renunciar a todo lo que desea porque es la única salida que tiene al no ser un hombre.
Otra autora que también leyó a Elena Fortún (de hecho, cuando se publicó el primer libro de Celia tenía su la edad de su protagonista, 7 años, la “edad de la razón”), y que Martín Gaite destaca en su ensayo Desde la ventana como una rompedora fue Carmen Laforet (1921-2004). La protagonista de Nada, Andrea, no es una heroína al uso. Es, como Celia, una “chica rara”, que no se adapta en absoluto a lo que su familia y toda la sociedad espera de ella.
A Fortún y Laforet las separaban más de 30 años de edad, pero la admiración fue mutua y mantuvieron una amplia correspondencia que hace poco salió a la luz. Desde Buenos Aires, a finales de los años 40-principios de los 50, Elena Fortún se lamentaba de que en España parecía que se había detenido el tiempo y que lo que no era legal era pecado, mientras que desde España, Carmen Laforet describía con tristeza exactamente de lo mismo.
Su obra más conocida es Nada, con la que ganó el premio Nadal en 1945, y narra la historia de una joven que va a estudiar a Barcelona y sufre el contraste entre la vida asfixiante y conservadora de la casa familiar a la que va a vivir y la Universidad. Una historia similar, aunque en otra ciudad, Salamanca, la narra precisamente Martín Gaite en la obra con la que también ganó el Nadal doce años después, Entre visillos (1957).
Las dos protagonistas, Andrea y Natalia, llegan a la ciudad a la que se han trasladado a estudiar solas y nadie va a recibirlas a la estación. Y solas tienen que salir adelante, porque nadie las comprende.
SEUDÓNIMOS
Como hemos visto, las mujeres llevan tantos años escribiendo como los hombres, a pesar de que la educación y las actividades intelectuales solían estarles vetadas, y estas autoras que hemos citado son solo un ejemplo de la calidad de su trabajo. Sin embargo, en demasiadas ocasiones para que se las tuviera en cuenta y se valorara su obra tuvieron que firmar con un seudónimo masculino o solo con sus iniciales para ocultar su condición de mujeres. Lo hicieron las hermanas Brönte, lo hizo Louise May Alcott (A.M Bornard), lo hicieron George Eliot o George Sand… Y todavía hoy lo han seguido haciendo autoras como J.K. Rowling, que ha publicado una novela como Robert Golbraith.
Curiosamente, una autora que incluso en su seudónimo revindicó su condición femenina fue Jane Austen, que firmó como ‘A lady’.
Para concluir, me gustaría recordar una cita de una de las pocas mujeres que han ganado el premio Nobel de Literatura (*), Svetliana Alexiévich (1948-), quien, en La guerra no tiene rostro de mujer (1985) escribe: “Los relatos de las mujeres son diferentes y hablan de otras cosas. La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio”.
He elegido esta frase porque ella describe la guerra desde los ojos de una mujer, como hizo Louise May Alcott más de un siglo antes. Muchas mujeres,
como ellas, llevan siglos describiendo el mundo desde ese injusto segundo plano al que han estado relegadas. Y se merecen que el mundo las escuche y las lea.
María José Vidal Castillo
@mjvidalc
(*) Tan solo 16 mujeres han sido galardonadas con el Premio Nobel de Literatura, que se concede desde hace más de un siglo, cuatro de ellas en la última década y la última, Louise Glück, este mismo año.
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